i
Siempre había flores en el baño,
porque trancábamos las flores en la noche
para que los gatos no se las comieran.
Y nos bañábamos con nomeolvides, mariposas,
príncipes negros, romerillos, esperanzas
y el agua se rociaba con pétalos
—como si vivir fuera ese lago púrpura en las mañanas
donde nadie ya nos abraza.
¡Nunca nos bañamos juntos!
Y tal vez restregarte
—como le hacía Marina a Efrom en la cubeta—,
con el agua hirviendo de las patatas
nos hubiera ayudado.
Pero el viento se tiznó temprano
por los partos
y el hilo de vellos que bajaban desde tu espalda
al coxis
¡cuánto daría ahora por tocarlo!
Nos faltó valor
aunque nunca nos faltaron flores
ni ganas.
ii
El cuerpo en aquel recipiente crecía
por los efectos del vidrio
—igual que en las peceras se contemplan
los ojos agrandados de los peces
cuando nos miran asustados,
asustándonos también—
mientras las algas nos enredaban con fuerza,
apretándonos más.
En el patio, entre las madreselvas,
otro chorro bañaba a los hombres solos
entre las piedras traídas del desierto
hombros y pechos restregados
con la mirada
—como en la película china que vimos juntos—
azotaban toallas blancas
y calientes en sus espaldas.
iii
Pero, mi vientre se ha extendido,
al menor movimiento choca con el tuyo
cuando bailábamos disfrazados de matas
en la casa de Patricia H.
y el agua mojaba la tela verde clara
de los azulejos
contra el sudor de las manos que cambian
la dirección de una cintura delgada
hacia una protuberancia.
Los dedos se vuelven transparentes
—aunque sean torpes—
solicitados por la voz
que sabe tararear la danza de los vientres.
iv
Era noche de carnaval
(el tronco me gustaba más
en el verano)
—como ese tipo de árbol pegajoso
que te da confianza y bienestar
al abrazarlo—,
aunque nunca nos bañamos juntos
ni atravesamos a nado un estanque
ni nos sentamos en la costa de 16,
la «Playita máscara dorada»
—de tu poema—
a donde iban los jóvenes por aquella época,
pero hacíamos sonidos de animales
para hablarnos
como cebras como búfalos como jirafas
y llevabas un turbante blanco
como el de mi padre en su féretro.
Todavía recuerdo sus pestañas
bajo la luz de la seda.
v
¿Si nos hubiéramos bañado entre las piedras oxidadas
por las filtraciones del techo
sostenido por botellas
nos hubiéramos amado?
¿Cómo envuelvo esta suposición en la toalla?
Ya no me besas ni tomas en mi vaso.
No puedo ver más rechazo alrededor
del agua atrapada que dejo caer
bajo el chorro
sobre tres cubitos plásticos
—versiones de Kurosawa para una misma historia—,
bañándonos por separado
regateando amor agua
indiferencia
contra el jarro del baño
«ni caliente, ni fría, ni tibia»— pedías,
rompiendo tus pies con pétalos
y añoranza de sobreponerme al terror
de entrar al mismo lado de la cama
húmeda todavía
imaginando a otros hombres
en la tina con flores
entre burbujas de champagne
y chocolate amargo
(ellos no saben que mi mano los describe
con sus rutinas y sus panzas
buscando a uno solo
que pueda tocar en el baño
con la pureza más impura que tiene
la vejez).