Niega en otra parte Villiers que haya en el Nuevo Mundo peces alados o pájaros escamados. A esto responderé yo con un ejemplo del que dan cuenta naturalistas honestos, y es que en el río Paraná hay un pez tornasolado que nace y crece en el aire, y sólo vuelve al agua en su hora de morir.
Frente a la evidencia de que la vida de este pez es sólo aérea, alguno ha sugerido que se le cuente entre las aves o entre los insectos. Así y todo, si nos atenemos menos a sus costumbres que a su aspecto, no hay manera de negar que es clarísimamente un pez.
En tanto pez, puede decirse que su vida es breve, pues vive apenas lo que dura un arenque fuera del agua. Un minuto, más o menos (si se hace la experiencia), tarda este desdichado pez en madurar, desovar y clavarse en el agua a punto de asfixiarse; y dos o tres segundos le toma luego ser comido por peces más grandes. Lo mismo ocurrirá con el huevo que no llegue a nacer en el aire antes de tocar el agua: lo engullirán grandes peces que navegan siempre bajo estos enjambres tornasolados, como niebla y sombra hambrienta. Si el pez cae muerto en el agua, los peces grandes lo desprecian y dejan que se hunda para que apaciente a los monstruos abisales.
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Ni Klein ni Van Mensch, estudiosos de este triste animalito, ponen en duda que se trate de un pez; discuten, en cambio, sobre la percepción del tiempo que quizás le rige: Klein opina que un minuto de vida es poca cosa para cualquier criatura, cuantimás si es un minuto de horror y asfixia, como es el caso de este pez; Van Mensch, en cambio, defiende que estos pececillos tienen a su modo una vida tan larga y tan plena como la de cualquier otra criatura.
Parece trágico, en efecto, que estos seres vivan poco y en perenne angustia y fuera de su entorno natural. Pero ¿no es ésa la condición de cualquier ser? ¿No es ésa mismamente la tragedia humana, pues sabemos que moriremos como sabemos también que una vez fuimos desterrados de la proximidad de Dios?
Algunos de los paniaguados de Villiers ha dicho que la maldición que recae sobre estos peces es ejemplo de la miseria del animal americano; otro ha dicho que es prueba de que la naturaleza americana es cruel, pues permite semejante agonía en sus criaturas. A ambos recordaré yo que no hay hoja que tiemble sin la voluntad del Señor: es verdad que estos peces dan señales de no desear caer al agua; pero también las dan de querer entrarse en ella. Quizá al final se dejen caer en las mareas con la certidumbre de que vivirán al menos un instante dichoso con una sabrosa bocanada de agua, y que serán felices un eterno segundo antes que los maten sus predadores.
A este pez le queda siempre el consuelo de un tránsito festivo y breve en el final de su agonía asfixiante: entra el pez en el agua que hasta entonces desconocía pero que fue siempre tanto su destino como su principio, y muriendo cumple con su vida y retorna a su origen como hacemos los hombres, respirando hondo y aceptando un momento de dicha resignada; un momento que, si se toma en cuenta la futilidad de cualquiera existencia, tendrá que parecernos una eternidad en la conciencia.
Supe que un naturalista, tan zafio como bien dispuesto, quiso alterar los términos de este raro ciclo. Para ello recreó en un aljibe el entorno del pez tornasolado, aunque sin predadores. Volaron los peces, germinaron los huevos; los peces maduros se dejaron caer al agua cuando los apretaba el ahogo. Puede ser que entonces gozaran de una breve dicha acuática, prestos ya a recibir la muerte; pero como esta muerte jamás llegó, una melancolía enorme los fue llevando hasta el fondo tenebroso del aljibe. Ahí siguen. (Yo los vi). Este invierno cumplirán cuarenta años, nadando inmóviles, perplejos.