A las seis de la tarde la señora Luisa estaba otra vez en su casa con los zapatos nuevos. Estaba contenta. En la fábrica había muchos modelos para elegir y los precios eran bajos. Entonces sonó el teléfono. Su marido la llamaba desde el sanatorio. Estaba llorando.
La señora Luisa dejó la cartera sobre la mesa pero no se sacó el tapado. Unas cuantas gotas de pis se le escaparon antes de llegar al baño. Sintió, al orinar, un cierto grado de alivio físico. Salió de su casa sin cambiarse.
En el taxi trató de hacer algunas deducciones a partir de la escasa información que había recibido. Su marido le había pedido que fuera enseguida. Estaba llorando. Imaginó diversas complicaciones posibles que excluyeran la muerte y justificaran el llanto. Un infarto, por ejemplo. Su hijo en terapia intensiva: su marido llorando. Una mala noticia, por ejemplo. Su hijo no volvería a caminar: su marido llorando. Se preguntó si en este último caso sería preferible para su hijo la muerte.
Cuando vio el cadáver supo que no era posible preferir la muerte. Le habían atado un tubo de goma muy fino alrededor de la cabeza para sostenerle la mandíbula, como si le dolieran las muelas. Pero las muelas no le dolían porque estaba muerto. En la habitación había olor a muerto. El cuerpo que estaba en la cama, usando el piyama nuevo de su hijo, tenía el color de los muertos. Había sido un hombre grande y ahora parecía, además, muy pesado. Quiso sostenerle la mano pero no pudo resistir tanto peso, tanto frío. La soltó con asco. Una mano muerta.
La señora Luisa sintió que su vientre se rebelaba con desesperada urgencia. Entró al baño de la habitación. Tenía diarrea. Cuando salió del baño, abrazó a su marido. Ahora los dos lloraban.
En la pieza había otras personas. Eran desconocidos: habían entrado por error y se quedaban por timidez. Después empezaron a llegar algunos parientes y amigos. Su marido se quedó en el sanatorio para completar los trámites. La señora Luisa, acompañada por una amiga, volvió a su casa. Seguía con diarrea. Eso le recordó la necesidad de comprar papel higiénico y también café. Había mucho que hacer: preparar la casa y preparar café. La gente, en los velorios, toma café.
En la cartera tenía algunas golosinas. Las había comprado esa mañana para llevarlas al sanatorio. Había chocolates de la marca que prefería su hijo. Estaba tirándolos uno por uno por el incinerador cuando se preguntó si podría comer: si conservaba la capacidad de comer. No había cenado. No tenía hambre. Se puso un trozo de golosina en la boca. Masticó. Tragó. Podía comer. Con un escarbadientes, con fuerza, se pinchó la yema de un dedo. También podía sentir dolor. Podía hacer muchas cosas. Comer, pensar. Leer. Tomó un libro, lo abrió y leyó una frase cualquiera. Las palabras tenían sentido, se unían entre sí para formar una frase perfectamente inteligible. Podía leer y entender lo que leía.
Las sensaciones eran nítidas y, sin embargo, lejanas, como si se encontrara a gran distancia su cuerpo. Podía hacer muchas cosas. Lo más difícil, tal vez, era respirar, a causa de la opresión en el pecho. Fue entonces cuando comenzó a preguntarse sobre el carácter irreversible de la muerte, buscando la respuesta que necesitaba.
Tocaron el timbre. Empezaba a llegar gente. Cada persona que entraba provocaba en ella nuevos accesos de llanto. Cada una le traía un momento distinto de la vida de su hijo, o un ángulo en particular, una forma de mirarlo. En la confusión abrazó también al empleado de la funeraria. El hombre se disculpó como si hubiera sido él el que había cometido un error. Después trajeron el cajón.
Esa mañana había hecho ñoquis de ricota. Ahora los cocinó para su marido, que no comió. Preparó café para los demás. Se negó a tomar calmantes o somníferos. Tenía miedo de soñar que su hijo volvía a morirse, muchas veces. Tenía miedo de soñar que su hijo estaba vivo. Tenía miedo de despertarse y que su hijo siguiera estando muerto. Su marido, en cambio, durmió parte de la noche. A la madrugada seguía entrando y saliendo gente. A la mañana vinieron otras personas, menos cercanas. Al mediodía se llevaron el cajón.
Deseó tener un momento de alivio, pero la muerte era constante, uniforme, no daba respiro. Iban a cremarlo. Él lo hubiese querido así. En la Chacarita dejaron el cajón. La gente se dispersó, contenta de irse.
Para la cremación había que volver al día siguiente. Era bueno tener una actividad programada para el día siguiente. Sus amigas decían que la señora Luisa era una mujer fuerte, una mujer de armas llevar. Se dispuso, entonces, a luchar. Ella había dicho, muchas veces, que no creía en la mala suerte. Que cada persona decide, con sus actos, su propio destino. Que todo es posible si uno se lo propone con la suficiente intensidad. Todo es posible: no atenuar la muerte. Revertirla.
Esa noche la señora Luisa pudo dormir. No recordaba sus sueños al despertar. Supo que ni siquiera dormida había olvidado que su hijo estaba muerto. Tal vez para siempre. Desayunaron esquivándose las miradas. Llorando cada uno por el llanto del otro.
Un amigo los acompañó a la Chacarita para encargarse de reconocer el cadáver antes de la cremación. Los empleados pusieron el cajón en una cinta transportadora. Lo vieron atravesar una puerta de metal, automática. Así entraba el cajón en el horno. Para las cenizas les darían una caja de madera. Los invitaron a volver dos horas más tarde.
Eran dos horas muy largas. Fueron a un bar que estaba muy cerca del cementerio. El piso estaba sucio. La señora Luisa pidió un licuado de banana con leche, que llegó tibio. Una parte se derramó sobre la mesa de fórmica. Las moscas vinieron enseguida. Eran gordas, lentas y pesadas. Desde el bar se veía el humo negro del crematorio. Era preferible que su marido no supiera nada, que no se enterara de su intento. Terca como su abuela, decía él: nieta de vascos. Volver atrás, revertir, retroceder. Si ganaba, no habría sorpresa para él. Sólo ella lo sabría.
Después fueron a buscar las cenizas. La señora Luisa se acordó de las manijas de plata del cajón. Ojalá alguien las haya aprovechado, comentó. Pero amigo explicó que no eran de plata, sino solamente plateadas. Habían pensado esparcir las cenizas al viento. En la caja de madera, sin embargo, no había cenizas. Había trocitos de hueso chamuscado, restos de tela y madera ennegrecidos, irreconocibles. Fueron hasta la costanera para tirarlos al río.
Una semana después pudo desprenderse de la parte más pesada del dolor, esa que le apretaba el pecho como una piedra grande, haciendo que su respiración dejara de ser automática, inconsciente, obligándola a expeler forzadamente el aire, con un quejido.
Había llegado el momento de actuar. Era fácil. Sólo tenía que retroceder. Volver al momento preciso en que su vida se había desviado, tomar por el camino recto. Simple. Primero pensó en repetir todos sus movimientos con la mayor exactitud posible. Después pensó en la conveniencia de introducir variantes. Leves modificaciones que servirían para mejorar cada uno de sus gestos.
Como aquella mañana, preparó ñoquis de ricota para su marido y compró las golosinas que había pensado llevar al sanatorio. En la masa de los ñoquis agregó esta vez trocitos de jamón y perejil picado. A la tarde salió a la calle sabiendo que tendría que ser buena y caminar únicamente por las veredas pares. Al principio le pareció que se movía a través de la niebla, porque veía todas las caras borrosas. Después pudo notar que había sol. Era una buena señal. El martes anterior había sido un día nublado. De a poco, los rasgos de la gente se volvieron más nítidos.
Ser buena: a un chico mal vestido le compró un paquete de bolsas de residuos. En la bolsa exterior, la que contenía a las demás, la cifra que indicaba la cantidad estaba borrada. Sin duda las bolsas no eran cincuenta, como el chico pretendía. Es fácil engañar o estafar a gente buena, pensó la señora Luisa. Un poco más adelante compró un paquete de curitas más caro de lo que le hubiese costado en la farmacia. Después le dio una limosna grande a una mujer con un bebé en brazos.
Hubiera querido dar algo más valioso para ella que el dinero. Ceder un brazo o una pierna. Tener la dulce posibilidad del canje. Se veía inmóvil y feliz en una silla de ruedas que su hijo empujaba por el parque. Empujar. Volver a empezar, retroceder. Empujar el tiempo hasta forzarlo a amontonarse detrás de la grieta que tan cruelmente lo había dividido. No era difícil. Un martes se parece a otro martes. Y la señora Luisa iba a lograr que ese martes fuera idéntico al anterior. Con leves, decisivas diferencias que, sumadas, servirían para alterar el resultado final. Por cuatro números no le tocó en el colectivo un boleto capicúa. Dudó un momento antes de pedir cuatro boletos más. El conductor estuvo a punto de negárselos. Se los entregó, sin embargo, con divertida sorpresa. Sumando los números del boleto y relacionando la cifra final con las letras del abecedario obtuvo la letra M. Mamá se acuerda de mí, pensó inmediatamente, pero su madre hacía ya muchos años que no estaba. A mitad de camino le cedió su asiento a una mujer apenas mayor que ella, con várices en las piernas.
Pronto comprobó que ser buena era más fácil que evitar las veredas impares. Tuvo que cruzar la calle en cuanto bajó del colectivo. Ahora trataba, además, de no pisar las rayas entre las baldosas. A la hora correcta, a la misma hora que una semana atrás, llegó a la fábrica de zapatos. Una hora después estaba otra vez en la calle, esperando un taxi.
Volver a empezar: desandar sus propios pasos, los que ese día la habían llevado de vuelta hasta su casa, hasta el sonido del teléfono. Desandar sus pasos repitiéndolos tan fielmente como fuera posible, excepto en ciertos detalles. Como en la cinta de un grabador, rebobinar casi hasta el comienzo, dejando atrás la nota discordante, esa que había transformado el concierto en una insoportable sucesión de ruidos. Volver a grabar empleándose a fondo para superar la versión anterior, recuperar la perfección y la armonía. Introdujo, entonces, otra variante necesaria al dejar que un hombre con un paquete grande subiera antes que ella al primer taxi que pasó. Volver a empezar. Ser buena.
A las seis de la tarde la señora Luisa estaba otra vez en su casa con los zapatos nuevos. Estaba contenta. En la fábrica había muchos modelos para elegir y los precios eran bajos. Entonces sonó el teléfono.
La señora Luisa levantó el tubo y lo dejó descolgado. La última luz del atardecer entraba por los ventanales del balcón. Su marido todavía no había llegado. La casa estaba en penumbra, en silencio. Dejó la cartera sobre la mesa pero no se sacó el tapado. Se sentó en un sillón y cerró los ojos con fuerza.
Cuando la señora Luisa abrió los ojos ya era casi de noche y su hijo todavía estaba muerto.