A diestra y siniestra* / Hernán Bravo Varela

Por la tarde, el discípulo bajó la escalinata del templo rumbo al jardín de arena para encontrarse con su maestro. Intrigado, se detuvo en el último escalón y siguió con los ojos al anciano monje: éste, de espaldas y empuñando una rama de cerezo, trazaba un círculo en torno a sí y, a sus costados, una línea horizontal de unos cinco palmos de longitud. El monje permaneció de pie y al interior del círculo por largo tiempo, descansando las manos en la punta de la rama, volteando hacia uno y otro extremo. El discípulo se acercó por fin al monje y le preguntó:[1]

—Maestro, ¿para qué trazó esa línea?

El monje, sin volver la cabeza, respondió:

—Para recordar en dónde estoy.

—Pero si no se ha movido de su sitio…

—Justamente.

—¿Y por qué voltea cada tanto hacia la izquierda y luego hacia la derecha?

—Para recordar en dónde estoy.

—¿No fue por eso que trazó la línea?

—Justamente.

—¿Y el círculo? ¿Para qué trazó el círculo?

El discípulo, entonces, pudo percibir cómo la silueta de su maestro se borraba entre las sombras de la noche que empezaba a caer, y cómo aquella línea y aquel círculo trazados con la rama de cerezo se perdían entre las ondas del jardín de arena.

 

*

 

Hasta la pubertad, confundí exitosamente la derecha y la izquierda. No sé cuántas veces habré despistado a transeúntes y conductores. De lo que estoy seguro es de que, si caminaba a solas rumbo a una plaza comercial o a casa de algún compañero de la escuela, jamás perdía la brújula. Mis familiares, los amigos y el mundo en general eran quienes ponían todo de cabeza. Semejante a las mentiras de un embustero profesional, quien debe ejercitar su memoria para no embaucarse a sí mismo, mis convenciones personales, a fuerza de insistir en ellas durante años, me funcionaban a la perfección. El asunto no consistía en saber a dónde ir, sino en dar con el nombre indicado. (Antes que una desorientación, insisto, se trataba de una dislexia). Si la izquierda universal era mi derecha íntima, eso no obstaba para indicar la vuelta correcta con la mano. Opté entonces, para evitar tediosas polémicas, por señalar en silencio la izquierda o la derecha con los dedos índices.

Aunque se tratara más de una presión colectiva que de una resolución personal, un buen día pude ubicar la derecha y la izquierda por su nombre. No es coincidencia que a dicha ubicación siguiera un primer intento por orientarme políticamente, tal y como mis amigos comenzaban a hacerlo con el fin de llevarle la contraria a sus padres. Pero, según el contrarrevolucionario Joseph de Maistre, «es más fácil dotar de sentido social a la derecha, que de sentido común a la izquierda». Y yo, tierno adolescente que carecía de ambos sentidos, que escuchaba que la meta en la vida era alcanzar «el justo medio», volví a confundirlo todo.

 

*

 

Más que crear al hombre, Dios creó las dicotomías que lo dividen. El Génesis está lleno de ellas: el cielo y la tierra, la luz y las tinieblas, el día y la noche, los animales marinos y las aves celestes, el hombre y la mujer… Sin embargo, «tiempo antes que el principio», había nada. Una nada que el Génesis no logra concebir, definiéndola como tierra «desordenada y vacía». Su contraparte, el todo, aparece desde el primer versículo del Viejo Testamento y sólo se verá amenazado en el Apocalipsis. La nada —ese angustiante rompecabezas para filósofos, ateos desahuciados, poetas del silencio y usuarios recreativos de ciertas drogas —es incluso, entre católicos, el consolador sinónimo del polvo al que seremos reducidos con la muerte.

Si el todo fue creado por Dios, ¿por qué no así la nada? Quizá apoyándose en la contradictoria etimología de la palabra nada (res nata, o sea, cosa nacida), Abel Martín, heterónimo de Antonio Machado, escribió una suerte de «antegénesis» en la siguiente cuarteta:

 

Dijo Dios: Brote la nada.

Y alzó su mano derecha,

hasta ocultar su mirada.

Y quedó la nada hecha.

 

¿Qué hacía, mientras tanto, la mano izquierda de Dios?

 

 

*

 

Hermano del filósofo Ludwig, el pianista Paul Wittgenstein (1887-1961) perdió el brazo derecho durante la Primera Guerra Mundial durante un asalto por parte de las fuerzas rusas en Polonia. Lejos de abandonar la música, continuó su carrera con el ahínco que otorgan ciertas imposibilidades. Consiguió, ni más ni menos, que algunos de los mejores compositores del siglo xx escribieran para él: Serguéi Prokófiev, Maurice Ravel, Richard Strauss, Benjamin Britten, Paul Hindemith… Sin embargo, el caprichoso carácter de Wittgenstein —a fin de cuentas, hermano de un neurótico genial— dificultó o rechazó el estreno de muchas obras, argumentando incomprensión de la partitura (el caso del Concierto para piano no. 4, de Prokófiev) o enmendando la plana (tal y como ocurrió con el Concierto para la mano izquierda en re mayor, cuya orquestación fue alterada por Wittgenstein sin el conocimiento de Ravel).

Resueltas ya sus diferencias, Ravel dirigió a Wittgenstein durante el estreno de la pieza original en París. Por desgracia, al poco tiempo, el francés exhibiría los síntomas de un padecimiento neurológico que afectó progresivamente su motricidad, lenguaje y escritura, lo cual le impediría dirigir a Wittgenstein por segunda vez en Montecarlo.

«La fisiología cerebral», recuerda Michel Tournier en su breve ensayo «La derecha y la izquierda», «distingue el hemisferio derecho del hemisferio izquierdo, pero, por el entrecruzamiento de las fibras sensitivas en el bulbo raquídeo, cada hemisferio controla el lado opuesto del organismo. Así, la famosa mano derecha depende de la mitad izquierda del cerebro». Mitad izquierda de la que dependen los procesos y trastornos verbales, incluida la afasia que paralizó al diestro Ravel. La mitad derecha del cerebro, encargada de la expresión no verbal (incluida la música), siguió rigiendo la mano izquierda del siniestro Wittgenstein.

 

*

 

Mi dislexia política se agudizó cuando, tras setenta años en la presidencia, el partido «de centro» integró por primera vez las filas de la oposición. Tanto la conservadora «acción nacional» como la progresista «revolución democrática» establecieron alianzas a nivel local para vencer, tierra adentro, a su mutuo adversario. Desde entonces, la derecha obtuvo la presidencia en dos periodos consecutivos, la izquierda se declaró la legítima ganadora de uno de ellos y el «centro», ahora, ha vuelto a detentarla. Como resultado de tan neurótica democracia, aquellas alianzas locales incluyen hoy al «centro» para sepultar los flamantes cacicazgos de la oposición de antaño. Los votantes actuales parecemos los espectadores de un show a oscuras que concluye con nuestro inesperado travestismo; portamos una medalla al mérito civil que da vueltas continuamente en nuestro pecho. Norberto Bobbio, a ese respecto, observa con escalofriante serenidad que

 

cuando se dice que los dos términos del binomio [derecha-izquierda] constituyen una antítesis, dando por válida esta metáfora, nos viene a la mente una medalla y su reverso, sin que resulte perjudicada la colocación de la derecha en el anverso y de la izquierda en el reverso, o viceversa […] la derecha y la izquierda no [están] la una en contra de la otra, sino la una después de la otra en una línea continua que permite pasar de la una a la otra gradualmente.

 

*

 

Si una pregunta puede formularse, aseguraba el otro Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus, también puede responderse. Los enigmas, falsos problemas de lenguaje, en realidad no existen. ¿Dónde estaba, pues, la otra mano de Dios, luego de que la derecha crease la nada? Cabría responder al enigma planteado por Abel Martín:

 

Después abrió de tal modo

los dedos, que apareció

su mano izquierda, y el todo

quedó hecho, pues lo vio.


* Texto escrito como parte del catálogo La delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo, exposición del artista visual, ilustrador y diseñador Alejandro Magallanes, que se presentó en la Galería myl Arte Contemporáneo, del 18 de septiembre al 10 de noviembre de 2015.

 

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