Desde mediados de la primera década del siglo xx, cuando Charlie Chaplin inició su carrera como realizador en Estados Unidos, Hollywood ha sido el trampolín para numerosos cineastas británicos. Han sido abundantes y constantes las migraciones de artistas de ese origen a suelo americano; tal vez la más célebre siga siendo la de Alfred Hitchcock, quien comenzó dirigiendo películas silentes en su país pero consiguió la celebridad al otro lado del Atlántico. Casos más recientes, como los de Ridley Scott y Christopher Nolan, engrosan exitosamente esta lista. En mayor o menor medida, todos han dejado constancia de su singularidad; sin embargo, como a menudo sucede cuando se da una inserción en una cinematografía extranjera, su obra al final de cuentas se ajusta a los parámetros del cine norteamericano: en la filmografía de los citados —con la excepción de Hitchcock— hay una asimilación en acercamientos, temas y tratamientos. (Cabría hacer un símil con los actores, y mientras el acento de Michael Caine y Sean Connery es perfectamente británico, Cary Grant parecería un histrión norteamericano).
Pero si los cineastas británicos han encontrado un espacio «natural» en Estados Unidos, es preciso ubicar sus señas de identidad en casa, en la industria inglesa. Sobre todo a partir de los años cuarenta, cuando despuntan autores como David Lean, Michael Powell (al lado de Emeric Pressburger) y Carol Reed, los cuales recogieron en sus películas las ambiciones, los paisajes, las conductas y las preocupaciones de sus paisanos. Con acercamientos rigurosos a temas como la Historia, la sexualidad, la política y el statu quo en su conjunto, y desde estilísticas con tintes realistas, iluminaron asuntos delicados, incómodos, que muy probablemente no hubieran tenido cabida en Hollywood. (Este ánimo revelador, así como algunos usos formales, está presente, también, en obras de los migrantes a Inglaterra, como es el caso del polaco Roman Polanski en Repulsión [Repulsion, 1965] y Callejón sin salida [Cul-de-sac, 1966] y el de Terry Gilliam en Bandidos del tiempo [Time Bandits, 1981] y El imaginario mundo del Doctor Parnassus [The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009]). A lo largo de su historia, el cine británico ha manifestado interés en asuntos sociales. De hecho, fue un escocés, John Grierson, quien perfiló los parámetros del cine documental. Por otra parte, hay también un gusto por el drama e incluso por el melodrama, así como una arista experimental de hondas raíces (sin perder de vista que la comedia ácida no ha dejado de hacer sus aportes, si bien los más célebres —Monty Python— no son recientes). Alrededor de estas tres tendencias hay exponentes veteranos que pueden ser considerados como tres pilares del cine británico: Ken Loach, Mike Leigh y Peter Greenaway.
A sus casi ochenta años, Loach sigue produciendo a un ritmo envidiable y no ha dejado de apuntar, con ánimo crítico, las consecuencias de un capitalismo salvaje que privilegia las utilidades sobre las personas. Ha dado voz a los marginados, a los desposeídos y a las víctimas de las políticas económicas neoliberales. Sus personajes son por lo general proletarios ingleses, pero también ha dado protagonismo a las vicisitudes de la migración en su país, como sucede con Ladybird Ladybird (1994), que sigue a una pareja, conformada por un paraguayo y una inglesa, que padece la dureza del sistema asistencial, y con el corto que realizó para la cinta 11’09”01 (2002), en la que se ocupa del exilio chileno que provocó el golpe militar de 1973. Sus afanes tienen alcances universales, de ahí que también se haya ocupado de las gestas laborales en Estados Unidos en Pan y rosas, en la que acompaña a una chica de origen mexicano y recrea un movimiento sindical en Los Ángeles. La precariedad de la clase obrera, expuesta a la violencia económica y a la del crimen organizado, es abordada con humor y fuerza en películas como Lluvia de piedras (Raining Stones, 1993), en la que un padre de familia se ve atrapado entre la tradición religiosa y la presión criminal, y la gozosa Buscando a Eric (Looking for Eric, 2009), en la que con humor sigue a un atribulado padre de familia de Manchester que cuenta con el apoyo y los consejos del ex futbolista y estrella del Manchester United Eric Cantona. Loach obtuvo la Palma de Oro en Cannes con Vientos de libertad (The Wind That Shakes the Barley, 2006), un modelo de congruencia estilística (no hace de la guerra un espectáculo) en el que se ocupa de la violencia entre hermanos irlandeses en los años veinte. La gesta social parece ya una anacronía para el cine mundial; sin embargo, Loach (y Paul Laverty, su guionista «de cabecera») no pierde aliento, y sin llegar al panfleto muestra cómo el séptimo arte sigue siendo un instrumento valioso para exhibir la injusticia y el abuso.
El año pasado, Mike Leigh —quien inició en la televisión y a sus setenta y dos años ha realizado once largometrajes para la pantalla grande— recogió abundantes aplausos y premios por Mr. Turner (2014), su más reciente entrega. En ella acompaña al singular pintor del título, quien obtuvo reconocimiento por su original estilo a mediados del siglo xix. El resultado es extraordinario, tanto en lo visual como en lo dramático. En Cannes se llevó el premio a mejor actor (Timothy Spall, quien aparece a menudo en las cintas de Leigh) y fue nominada a cuatro Óscares. La Academia norteamericana ya lo había tomado en consideración en cuatro ocasiones, por cintas que se cuentan entre lo mejor del cineasta: La dulce vida (Happy-Go-Lucky, 2008), Vera Drake (2004), Topsy-Turvy (1999) y Secretos y mentiras (Secret & Lies, 1996). En la primera, concibe un luminoso y colorido acompañamiento a una joven maestra que bajo una falsa apariencia de estupidez es todo optimismo, e ilustra cómo la felicidad hoy día puede llegar a ser insultante. En la segunda, registra las contrariedades de una mujer que busca hacer el bien de una forma que resulta cuestionable y exhibe la relación entre economía y ética; con ella ganó el León de Oro en Venecia. Topsy-Turvy explora el mundo del teatro y los altibajos de la colaboración y la amistad. La última da cuenta de prejuicios sociales que inciden directamente en la familia; el resultado alcanzó para la Palma de Oro cannoise. En Naked (1993), con la que obtuvo el premio a mejor director en Cannes, acompaña a un nihilista que malgasta sus días entre el ocio y la obsesión sexual; la cinta ilumina la angustia en una época en la que cada vez cuesta más trabajo inventar un sentido a la existencia. Leigh no duda en explorar las aristas más sensibles de la vida, por lo que su cine corre presuroso al melodrama, y con él la exacerbación reserva harta emoción.
El galés Peter Greenaway, siempre provocador, ha declarado en más de una ocasión que el cine ha muerto. Cuando vamos al cine, afirma, asistimos al imperio de la repetición: las películas, con leves variaciones, se han vuelto predecibles; considera, además, que la mayor parte de los asistentes a las salas son «analfabetos visuales». Apuesta por una renovación. Y él es un ejemplo de ello. Después de obras maestras del séptimo arte como La panza del arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), en la que la barriga se convierte en una simbólica obsesión; El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, 1989), en la que exhibe el hastío conyugal; El libro de cabecera (The Pillow Book, 1996), en la que la literatura adquiere corporeidad, literalmente; y más recientemente La ronda nocturna (Nightwatching, 2007), en la que se asoma al «lado oscuro» de Rembrandt, el galés ha experimentado con las artes plásticas, ámbito en el que inició su carrera artística: su espectáculo audiovisual Luperpedia invita a pensar en posibles aspectos futuros del cine: con músicas inquietantes, propone una ruptura con el texto, hace un uso reiterativo de la repetición, utiliza más de una pantalla e invita a la movilidad del espectador. Greenaway es hoy día el modelo (el modelo) de artista audiovisual más apasionante. Y si desde sus propuestas ha dinamitado la narrativa clásica, también ha dado aliento al cine documental, al que considera un género «arrogante» por su pretensión de verdad. El mundo del cine, en el que aún se ubica, lo ve con cierto recelo: le tiene miedo, como se le teme a lo desconocido. Su inconformismo, aun para los temerosos, resulta fascinante.
Como toda industria que se respete, la británica está en constante movimiento. Previsiblemente tiene entre sus prioridades la rentabilidad, pero es encomiable su tradicional e irrenunciable afán de asumir riesgos, de dar visibilidad al estado de las cosas (se puede seguir la historia moderna del Reino Unido desde su cine), lo mismo en el ámbito público que en la intimidad. Seguramente los viejos pilares serán renovados (candidatos abundan: entre otros, Edgar Wright, Andrea Arnold, Guy Myhill), porque el británico es un cine vivo y tiene un pie en la tradición y otro en la imaginación.