Premio FIL de literatura en lenguas romances / Ocho notas sobre Joyce / Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas

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Joyce tenía un impresionante oído de poeta y de músico. Cuando escribía una página de prosa creía que estaba trazando una paralela a la página musical que más prefería. Es un modo de trabajar muy loco y muy interesante a la vez. Lo recomiendo. Un escritor cree que es Debussy mientras escribe y el resultado no es Debussy, pero raya a mayor altura que si no se hubiera creído que era Debussy. Por cierto, en cuestión de música Joyce era muy ecléctico. Y ahí tenemos una pista para comprender su afán por abarcarlo todo y negar todo tipo de fronteras. Entendía a los clásicos alemanes, la música italiana antigua, la música popular, y también los compositores de ópera, desde Spontini hacia atrás, y los franceses hasta Satie. Poseía, además, una espléndida voz de tenor y Svevo, que le tenía gran aprecio, siempre manifestó que le gustaría ver a su amigo Joyce caminar triunfalmente sobre un escenario lírico interpretando a un Fausto o a Manrico (personaje de El trovador, de Verdi).
     La música de Ulises a la que me refiero en Dublinesca es la música del mundo. Cuando ya el mundo no exista, quedará su música, un ruido de fondo, el ruido eterno. Ese ruido me lleva a pensar en Hamlet cuando dice que para él ya sólo queda el silencio, un silencio infinito. Horacio le da entonces las buenas noches y en ese momento se oye un tambor. Hamlet, sorprendido, pregunta por qué viene hacia él ese tambor. El tambor anuncia esa especie de ruido eterno, una música sin fin, la música del tambor del universo. Es también la música de Ulises.

En cuanto a mi primer acercamiento a Ulises, debo decir que cuando éste se produjo yo era extremadamente joven y no entendí nada del primer capítulo, el único que leí. Un amigo me explicó entonces que yo necesitaba de otro libro que explicara el libro para poder comprender aquel libro. En ese momento descubrí un lado interesante del arte contemporáneo, el lado que nos viene del modernismo, donde todo cambió para nosotros: ahora el discurso teórico ocupa un primer plano, es esencial. Si tú no sabes que estás mirando un cuadro cubista, seguramente no vas a saber ver lo que tienes que ver. Tienes que ver el cuadro cubista acompañado por un manual que te explica lo que estás viendo. Es el triunfo de la teoría. A mí me parece muy bien, porque me entusiasman las teorías, disfruto inmensamente con ellas.
     En resumen: que para poder volver a leer Ulises me dediqué a leer libros que explicaban Ulises y fui lentamente quedando fascinado, con unas ganas enormes, cada vez mayores, de volver a aquel primer capítulo que no había entendido. Cuando volví por fin al libro, me di un gran festín como lector. No podré olvidarlo nunca.

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También yo considero que es la cima del modernismo y de la era Gutenberg y que después ya no hemos hecho más que trabajar sobre las maravillosas posibilidades que nos abrió para escribir, pues cambió, de una vez y para siempre, los rumbos por donde habría de transitar en el futuro la novela. Incidió en el futuro, sí. Porque para mí está claro que si uno lee un libro tan diabólicamente distinto e inteligente como Ulises, después, si es un escritor honesto, no puede hacer como que no lo ha leído y prescindir de los hallazgos de alguien que te ha precedido con tan sumo genio.
     Es una obra de arte indispensable especialmente por su enloquecida ambición. «Después de mí, el diluvio», debió de pensar Joyce mientras iba preparando su «obra / bomba maestra». Para mí, no hay duda de que llevó a la prosa en lengua inglesa al límite de sus posibilidades, sometiéndola a la mayor renovación de toda su historia. Y eso lo hizo con un genio diabólico y burlón que, sorbiendo el tuétano de las palabras, sabía cómo llegar al alma misma del idioma, para desde allí, entre risas y sudores, reventar códigos y normas, jugando con la sintaxis, tejiendo telarañas donde caían prisioneros los morfemas… Y detrás de todo eso, la impresionante fuerza desnuda de la poesía.

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Entiendo que se produjo un equívoco parecido al que años después se reprodujo con Lolita, de Nabokov. Corrió la voz de que era inmoral y eso le dio fama y al mismo tiempo generó rechazos. Lo de siempre: se hablaba de oídas sin haber leído el libro. Pero lo que más me llama la atención de este asunto no es que Ulises fuera prohibido en el mundo anglosajón, sino que tuviera tantas dificultades para encontrar editor. Hoy es un lugar común decir que, dado el estado estupidizado de nuestra industria del libro actual, novelas como las de Kafka o las de Joyce no encontrarían editores en nuestro tiempo. Pero parece que ya no recordamos las dificultades que tuvo Joyce para publicar y también para ser leído. Quizás no todo tiempo pasado fue mejor. Y quizás los escritores jóvenes de ahora deberían no dejarse amedrentar por la mediocridad de una parte notable de los editores actuales y atreverse a ser osados, tan ambiciosos como lo fue en su momento Joyce.

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Ulisesrefleja la belleza del mundo moderno y a mí me hizo enamorarme de Dublín. Cuando voy a esa ciudad, me emociono por todo, creo estar dentro de la novela. Eso demuestra que Ulises es más realista de lo que la gente piensa. Quiero desmentir a aquellos que pregonan por ahí que el sustrato último de la novela es la épica y nuestra época no produce situaciones épicas. Pero ¿quién puede creer en una cosa así? Ante todo, no es verdad que nuestra época esté reñida con la épica, si entendemos ésta como la aventura exterior, es decir, el ser humano saliendo de sí mismo para hacer frente a lo desconocido y creciéndose, rompiendo sus límites para combatir contra los demonios y los dioses, a fin de sobrevivir. Como dice Vargas Llosa, acaso como nunca antes en el largo discurrir de la civilización ha estado la existencia humana enfrentada a riesgos tan atroces de violencia, e incluso de extinción, como en ésta, la era de las armas atómicas y bacteriológicas y de los descubrimientos científicos y la revolución genética, que, desde los higiénicos recintos de un laboratorio, permite, por ejemplo, deshacer y rehacer cambiada lo que antes llamábamos naturaleza humana. Probablemente, la vida actual es más imprevisible, sorprendente, arriesgada y misteriosa que aquélla, remotísima, en la que un aeda ciego cantó las hazañas de los héroes homéricos.

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¿La innovación fundamental? Cada lector ve una distinta. Para explicarle la que vi yo en ese libro he de tratar de contarle mi experiencia —extraordinaria, maravillosa— como lector: una experiencia —para mí hasta entonces inédita— de grandísima libertad y de gran potenciación de mi imaginación. Al igual que ocurre con los poemas simbolistas, por ejemplo, el universo objetivo de esta gran novela se ve frecuentemente a través del medio empleado (es decir, el estilo mismo), de modo que mi placer de lector lo causó el proceso de aprehensión de lo que pasaba, la captura de ese sentido. Por ejemplo, Joyce actúa de una forma que hace que en un pasaje de flujo de conciencia nos interese más el efecto que esos incidentes particulares tienen en el personaje que los incidentes mismos, hasta que nos damos cuenta de que éstos también tienen una función y que ésta, en última instancia, aunque a menudo indirectamente, enriquece nuestra sensación de acción y de sentido. Joyce nos ofrece detalles y acciones en un amasijo y nos obliga a entresacar los datos, a reconstituir primero el momento, luego su efecto y su significación y más tarde quizás a volver al detalle para encontrar nuevas joyas. En estas circunstancias, la trama e incluso los más simples incidentes de la acción se convierten en premios a la lectura atenta y cuidadosa. Como lector me lo he pasado en grande siempre con este libro infinito que es pariente del Tristram Shandy y de la libertad de su espíritu y de sus digresiones inacabables. Libro infinito que abarca sin embargo —bonita paradoja— sólo veinticuatro horas de la vida de unos personajes, de una ciudad.

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Sin Joyce mi literatura sería muy distinta, porque yo trabajo con la mezcla de ficción con ensayo, de narración con pensamiento, una herencia en realidad del flujo de conciencia. Permítame usted ahora que le diga de pasada que eso no impide que haya muchos escritores que ni se hayan enterado de lo que hizo Joyce. No estoy exactamente en contra de que se pueda escribir como si no hubieran existido ni Mallarmé ni Joyce ni Mansfield ni Duras ni Blanchot ni Beckett ni Kafka, en definitiva, como si no hubiera existido la mejor literatura del xx. Pero, como dijo Roberto Bolaño en la televisión chilena, los que escriben como en el xix hacen algo que está ya muerto desde hace tiempo. Y lo curioso es que lo siguen haciendo como si no pasara nada, sin cesar, como zombis en la pradera de Balzac.

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Después de Shakespeare faltaba Joyce diciéndonos que había que sorber el tuétano de las palabras y renovar la lengua inglesa. Ilustraré esto con una anécdota que explica la clase de talento que trajo Joyce al mundo. Llevaba en la punta de la lengua la verdad de su destino el día en que muy niño puso por primera vez un pie en el colegio. Conforme al catecismo ––cuyo lenguaje le pareció tan jocoso que lo incorporó como modo narrativo dominante en dos capítulos de Ulises—, técnicamente le faltaban aún seis meses para alcanzar el uso de razón. El pequeño Jimmy Joyce acababa de llegar al internado de Conglowes Wood; con aire benévolo, un padre jesuita se inclinó sobre él y le preguntó su edad. La flemática exactitud de la respuesta hizo pestañear al clérigo: Half past six. ¿Había oído bien? Momentáneamente desconcertado, el padre se llevó las manos al bolsillo de la sotana, buscando la cadena del reloj, pero se interrumpió a mitad de gesto. Escrutó el rostro del niño, y soltó una carcajada. Half past six pasó a ser el mote escolar de Jimmy Joyce. Le faltaba mucho para ser escritor, pero las palabras eran ya su juguete favorito.

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Hemos educado a la gente para que sea dócil y analfabeta y diga que no puede leer Ulises. Pero el lector que desee ser ambicioso, entrar en una aventura que le seguirá toda la vida, hará bien en lanzarse a leer este libro, seguro que notará pronto aquel escalofrío del que hablaba Nabokov: aquella sacudida, no en nuestro cerebro sino en nuestra espina dorsal. 

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