Ernesto Lumbreras
Para finales de 1915, el Plan de Guadalupe había triunfado en todos los frentes. La figura de su impulsor, Venustiano Carranza, se consolidaba en las exigencias de un país devastado que clamaba sosiego y reconstrucción, tranquilidad en el día a día, esperanzas de renacer tras el humo de la metralla. Para Ramón López Velarde, quien había arribado a la capital del país a comienzos de enero de 1914 —para no abandonarla jamás—, el año que concluía sumaba algunos adeudos que la Revolución le había arrebatado con saña. Después del crimen contra su «héroe» político, Francisco I. Madero, el trastierro de su nutrida familia —de Jerez a la Ciudad de México en condiciones extremas— o el asesinato de su tío el cura Inocencio López Velarde por tropas villistas, días después de la Toma de Zacatecas, el escritor parecía divisar la famosa luz al final del túnel. Para este momento, con el Chacal Huerta en el exilio, Villa y Zapata reducidos a prófugos de la ley, los gobiernos de la Convención en jaque, la nación vivía un paréntesis de paz y definiciones. En sintonía con la situación personal del jerezano, en el segundo semestre de 1915 la Revolución Constitucionalista ganaba adeptos a su causa. Para el poeta, esos primeros dos años de vida en la capital —epicentro del acontecer de la República— fueron fructíferos en relación con su moderada estabilidad económica y el reconocimiento de su obra literaria. Con el padrinazgo de dos de los santones de la lírica nacional de aquel periodo, José Juan Tablada y Enrique González Martínez, un López Velarde de veintisiete años de edad se aprestaba a presentar sus cartas credenciales al Parnaso del Anáhuac con la publicación de su opera prima, La sangre devota.
Editado en la imprenta de Revista de Revistas, dirigida por el poeta José de Jesús Núñez y Domínguez, en este semanario, ligado al periódico Excélsior, el zacatecano daría a conocer varias de las piezas que integrarían las páginas de su debut lírico. Con esos antecedentes, a los que habríamos de añadir los vaticinios y el chismerío en los cafés y en las tertulias, la colección velardiana había causado gran expectación desde su anuncio editorial. Por la reseña anónima de un crítico de la citada revista, deduzco que el libro comenzó a circular a finales de enero de 1916. Pocos días después, el 2 de febrero, Antonio Castro Leal comentaba el volumen en las páginas de El Nacional y remarcaba en su reseña que estos poemas «sorprendían, sobre todo, por su moderna visión de las cosas». En el mes de mayo, en la efímera revista La Nave, Julio Torri acusaba recibo del libro con una nota de tono campechano, la cual, al finalizar sus renglones ponía al joven bardo en los cuernos de la Luna: «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue ayer Manuel José Othón».
En ese 1916, después de un casi unánime reconocimiento entre el gremio y la crítica, el mal llamado cantor de la provincia mexicana —la más ciega y limitada lectura de su obra— comenzaría una indagación hacia el corazón de sombra de su lenguaje, del que regresaría con un discurso poliédrico e iridiscente donde, inevitablemente, el tema o la anécdota del poema se asumirían casi siempre como punto de fuga. La estética de su siguiente entrega, Zozobra (1919), provocaría deserciones de antiguos admiradores y simpatizantes; sin embargo, los más fieles lopezvelardianos notaron que el presumible enrarecimiento no era sino la búsqueda audaz y genuina de una sensibilidad extrema, insumisa respecto de cualquier zona de confort, aunque, también, abismal en su aventura de oscurecer el sentido de realidad de estrofas y poemas completos. El propio González Martínez amonestó estos «malabarismos» verbales de su nueva época; con el mismo tenor lapidario, su primer editor, Núñez y Domínguez, se sumó a la cargada de los descalificadores.
Pero mucho antes de que eso pasara, en 1909, Eduardo J. Correa, director del periódico católico El Regional,que circulaba en Guadalajara, le propuso a su joven colaborador, entonces estudiante de Derecho en San Luis Potosí, publicar sus poemas en una edición impresa en los talleres del diario apostólico. Apesadumbrado por pérdidas recientes, la de su padre el 8 de diciembre de 1908 y la ruptura definitiva con Josefa de los Ríos, mejor conocida como Fuensanta, en octubre de 1909, la invitación puso a remar a contracorriente al poeta cachorro a fin de ordenar el material poético que había escrito y publicado en los últimos dos años. Con toda seguridad en los primeros meses de 1910, López Velarde remite el manuscrito de la primera versión de La sangre devota a las oficinas de El Regional, ubicadas en la calle de Don Juan Manuel y de la Alhóndiga, es decir, en una de las esquinas de la actual manzana del periódico El Informador.
La mayoría de los críticos del autor de «La suave Patria» apuntan que, a raíz de un ejercicio de autocrítica, el poeta retiró el original postergando la publicación
—con notorias transformaciones y notables añadidos— para seis años después. Por mi parte, y en apego a datos biográficos, y muy especialmente a la correspondencia entre Correa y López Velarde, editada y anotada magistralmente por Guillermo Sheridan, me atrevo a sumar algunos imponderables que cancelaron la edición tapatía de La sangre devota. Una vez que el periodista, y también poeta aguascalentense, recibió y leyó con atención la carpeta escrita de puño y letra del natural de Jerez —la balanza moral inclinada sobre la de los méritos estéticos—, se replanteó el ofrecimiento. No obstante que el diario contaba con un grupo de accionistas, el principal sostenedor era, ni más ni menos, el poderoso y acaudalado obispo, el Ilmo. Sr. Lic. D. José de Jesús Ortiz. El recién llegado director ¿pondría en juego no sólo su trabajo, sino además su nombre de buen católico en aras de la gloria de un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud?
Como se lee y sobreentiende en la correspondencia aludida, Correa da largas al tema de la edición y no enfrenta la situación tal y como es. En una carta le dice, de plano, que la calidad de la imprenta de El Regional no es de lo mejor y que buscará en Aguascalientes una mejor propuesta, insinuando que, en este nuevo escenario, el autor correrá con los gastos. En el funesto año de 1910, la situación económica de la familia del poeta, después de la partida del patriarca, era agónica; para colmo, López Velarde, el primogénito de la tribu, aún no concluía sus estudios y sumaba su mantenimiento a los gastos que sufragaban, en Zacatecas, sus tíos maternos. Asegura Luis Noyola Vázquez que, antes del tropiezo con la prensa católica, el estudiante de Derecho barajó posibilidades para editar su libro en San Luis Potosí, en un momento nada propicio para imprimir algo que no fuera el informe anual del gobernador.
Con una portada de Saturnino Herrán, una gentil moza enrebozada con la iglesia de Churubusco a su espalda, lució la primera edición de uno de los clásicos de nuestra poesía. De los treinta y siente poemas que integran el volumen, López Velarde recuperó trece textos del manuscrito original conservado en la Academia Mexicana de la Lengua. Fundamentalmente con poemas escritos entre 1914 y 1915, en los años iniciales de su segunda residencia capitalina, el jerezano redondeó la faena y concluyó La sangre devota; rabo y orejas, además de un arrastre lento para éste, su primer astado, en una tarde pletórica de pañuelos al viento, nervios y sol.