La anulación de la persona corresponde con una visión profundamente
autoritaria del poder en la que no hay personas, sino grupos y corporaciones
que viven en pos de ideales y, por ende, de los fines colectivos.
Marcela Lagarde
Sé que ando. Sé que anduve casi desnuda en un territorio que a cada campanada me lanzaba a mi ocaso, a mi propio ocaso. Aquel que no podía compartir con nadie porque entonces ni yo misma sabía cómo nombrarlo. Sé que ando con un pequeño frasco que alguien se ha empeñado en arrojar desde un andamio sin color. Sé que ando con un pequeño frasco que no quise que se convirtiera en botín de guerra para ese alguien que ahora sólo se me presenta como un cuerpo masculino. Un cuerpo delgado cuya voz trató de asfixiar mis textos. Sé que ando por las calles de una ciudad que desde hace más de cuatro años he asumido como mi patria. Ciudad. Ciudad ocre y recién humedecida.
Sé que antes de ese tiempo no me atrevía a mirar mi propia fotografía que el lente de los veinte años captaba en los días de lluvia. Antes… También había una ciudad y había un texto tachado, enmudecido, censurado. Acaso era una censura en forma de epígono de las palabras de los otros. Era una censura que emití con el mismo rigor, en mi cuerpo, en mi piel, en mi rostro, en mi nombre que creí maldito por las lunas de las lunas amén.
Acaso yo misma fui una ciudad sin darme cuenta, sin detenerme a ver mis formas, mi traza, mis edificios, mis recovecos, mis rincones ófricos. Acaso la ciudad trató mediante una y otra imagen de decirme que a mí también me pertenecía un territorio, un cuerpo, un deseo. Acaso por eso guardé en el estante de lo invisible aquellos libros que podían mostrarme un jirón de mi historia.
Como en batalla anticipada, como en enfrentamiento intuido, rompí frente a mi ausencia todo lo que pudiera hacerme sentir depositaria de la piel, de mi piel. Fui un territorio desnudado por mí misma, odiado por mí misma, enfrentado por los alguien que desde siglos habían inaugurado la mirada sin respiración.
Sé que anduve. Sé que recorrí, luego de aprender a leer mi historia, los estantes de lo que yo había nombrado invisible. Aprendí a pronunciar palabras de anhelo y de muerte. Aprendí a escribir el nombre con el que me bauticé luego de recorrer a solas mi piel y mis aromas. Aromas lentos, aromas tibios, aromas eco, aromas luto, aromas longevos, aromas placenteros.
Sé que anduve, sé que aprendí a refugiarme en mis propios besos. Hice latir mi corazón porque no quería seguir siendo la ciudad saqueada/mi cuerpo, no me quedaba duda, era también la ciudad sonora.
Lo intenté, lo intenté. Intenté reunirme con las otras. Intenté mirar mi cuerpo y sus avenidas. Pero aquella tarde de torrencial lluvia, el vacío, la ausencia de mí misma, o de otro, o de otra me situaron en el mirador del desastre. Mi cuerpo nuevamente opacado, mi cuerpo nuevamente abarcador y opuesto de lo que llaman esbeltez.
Sé que ando con el cuerpo aterido, olvidado. Ahora sé que tengo nombre y que tengo historia pero he olvidado hacer la síntesis de mis memorias. Por ello no puedo zafarme de este recorrido que en plena lluvia hago. Los montones de granizos golpean mi rostro, mi cabeza. El agua ha mojado mis piernas. Pero ninguna lluvia se compara con el diluvio desatado en mi cuerpo. No puedo parar porque he olvidado también el pequeño frasco que un día creí botín de guerra.
Sé que ando con el cuerpo que quisiera derretido, anulado. Recorro las calles de la que hasta hace unas horas creí mi patria. «Has subido de peso», creí oír en el teléfono. Por ello desde hace siglos, o hace textos, o hace miradas, recorro cada avenida, cada rincón. Lo haré hasta atreverme a pisotear la voz, aquella voz que afirmó: «Has subido de peso». Sé que ando a cuestas con los kilos de la triturada luz. Lo sé. Sé que ando, sé que anduve. Muerte en el bosque, recuerdo. Pero en uno u otro bosque me internaré hasta que me atreva a subir de nuevo a cualquier báscula que me otorgue el peso diminuto de mi insurrección.