Ana, Darío y el televisor / Lorena Ortiz

i
[21:00 hrs. Barrio de Belgrano, Buenos Aires, Argentina].
Ana tiene la mirada perdida, la tiene puesta en el televisor pero en realidad no está viendo nada, o quizás sí ve pero no está poniendo atención a lo que dice ese conductor de traje y corbata de los concursos que tanto odia.
—¡Cómo me gustaría que a ese gordito le diera un infarto! —me dijo una mañana, mientras desayunábamos.
—¿A cuál gordito, señora Ana?
—Ése, el del programa de concursos sobre animales y naturaleza.
—Pues simplemente no lo vea y listo. Su televisor tiene más de cincuenta canales.
—¡Eso! ¡Justo eso es lo que digo! Con tantas opciones y Darío tiene que ver esa mierda cada noche. Podríamos ver tantas cosas: una película, una serie, qué sé yo, hasta un poco de fútbol, como cualquier hombre común y corriente de este país, pero no, resulta que el señor viene de Marte y no le gusta el fútbol.

ii
Desde hace dos semanas soy la enfermera de Ana. No tengo mucha experiencia, apenas voy a hacer los exámenes para titularme. Ana es mi segunda paciente fuera del hospital donde realizo mis prácticas. Darío fue quien me contrató. Me eligió a través de un catálogo del Instituto donde aparecemos todas las egresadas como si fuéramos productos de alguna marca de belleza: con nuestra foto, edad, promedio de calificación final y una descripción breve de nuestra personalidad. Según me explicó la directora, Darío se interesó en mí por mi juventud y entusiasmo.
—El señor Marchini te quiere como enfermera por tu poca edad, por tu vocación y capacidad de escuchar al prójimo. Su esposa ha estado muy deprimida, necesita que le platiquen, que la escuchen, además de todos los cuidados y servicios de una enfermera.
—Le recuerdo que no soy psicóloga, señora directora.
—Linda, no te confundas, no se trata de que le des terapia y consejos, sólo tienes que ser una especie de dama de compañía. La paga es muy generosa, cualquiera de tus compañeras estaría interesada.
Efectivamente la paga era muy buena y yo no estaba en condiciones
de rechazarla, tenía la tarjeta de crédito hasta el tope y debía dos mesesde renta. Esa misma tarde firmé un contrato temporal de tres meses.

iii
La primera semana fue terrible. No dormí nada. Ana tiene cáncer de mama. Ésta es la primera vez que le dan quimioterapias y la hemos pasado muy mal. Los médicos dicen que está a muy buen tiempo de combatirlo y que por esa razón le esperan más quimios. Por las mañanas se le ve más animada, la luz le sienta bien. A medida que va oscureciendo, Ana se apaga poco a poco hasta quedarse quieta, casi inmóvil frente al televisor. Al principio imaginaba que era por cansancio, pero desde hace días me queda claro que es por el programa de los concursos. Darío ni se inmuta, todas las noches se sienta frente a la pantalla chica con un choripán y una cerveza. Dice que cenar frente al televisor le relaja. Desde hace quince años trabaja como contador en una universidad privada, no le va mal. No viven con lujos, pero tienen piso propio, pequeño pero con lo necesario para dos personas: sala, comedor, cocina, dos cuartos, baño y medio, un patio. La recámara principal tiene un pequeño balcón con vista a un parque. Éste es el lugar favorito de Ana. Puede pasar horas mirando los árboles y a la gente que circula por ahí. A diferencia del televisor, en el balcón no se queda inmóvil como un zombi, sino que de vez en cuando sonríe. Le gusta imaginarse historias con la gente que observa.
—Esa mujer rubia —me dice.
—¿Cuál de las tres?
—¿Cómo cuál de las tres? La única rubia, la del vestido azul, las otras son castañas. Nena, ¿sos daltónica? —pregunta con cierto tonito de burla.
—No, que yo sepa. ¿Qué hay con la rubia?
—¿Qué signo zodiacal vos crees que sea?
—Ni idea.
—Piensa un poco, mira cómo camina…
—¿Cómo?
—Con altanería, queriendo aparentar cierto poder. Seguro se trata de una Géminis. Observa cómo se le acerca al hombre sentado en la banca. ¡Pobre, ha de ser un Cáncer, se le ve asustado! ¡Pero mira cómo se sienta tan cerca de él! ¡Definitivamente esa mujer es una Virgo! —lo dice sonriendo con cierta satisfacción, como si hubiera resuelto un acertijo.
Ana voltea hacia otra dirección, como buscando a otra víctima o personaje, como ella los llama. Todavía hay gente en el parque, pero no encuentra a nadie que la inspire. De repente me voltea a ver y pienso que hará lo mismo conmigo. Desde que llegué no hemos hablado mucho de mí, eso es algo que le agradezco. Sin embargo, imagino que ya llegó el momento en el que el paciente quiere saber todo de uno.
—Oye, Nena, ¿tenés todavía cigarros?
—¿Qué cosa? —le digo, sorprendida por su pregunta.
—No te hagas la tonta, que esta madrugada me di cuenta de que saliste al balcón a fumar.
—Pero si el señor Darío se…
—El señor Darío ¡nada! Anda, prende uno y me das un poquito.
Me le quedo viendo sin saber qué decir.
—¿Por qué me mirás así? ¡Lo que tengo no es cáncer de pulmón!

iv
Desde que llegué, Darío se mudó al otro cuarto. A mí me acomodaron en un sofá-cama en la recámara principal, para estar al pendiente de Ana. Las últimas noches han sido muy tranquilas, incluso placenteras gracias al regalo que le hizo su sobrino Germán.
—Prepárate, Nena, que esta noche es especial —me dijo, luego de que Darío le informara que cenaría en un restaurante en el centro con los compañeros del trabajo, un compromiso del que no pudo zafarse, según explicó.
A las ocho en punto llamaron a la puerta. Detrás de ésta apareció un chico alto, delgado y con mirada melancólica. Vestía jeans, la típica playera de la lengua de los Rolling Stones, unos Converse desgastados y una pequeña mochila sobre la espalda. Lucía una melena castaña casi hasta los hombros y llevaba un piercing en la lengua.
—Hola. ¿Está Ana? —preguntó, mirándome a los ojos.
Caminamos hasta la recámara principal. Una hora antes, Ana me había pedido que la ayudara a vestirse; generalmente traía puesta la pijama.
—¿Cómo me veo? —me consultó, viéndose al espejo.
Antes de que pudiera contestarle volvió a cuestionar:
—¿No me veo muy demacrada?
Del cajón de su tocador saqué un poco de maquillaje y se lo puse.
—Gracias, Nena. No quiero que mi sobrino se asuste cuando me vea.
Cuando Germán entró en la habitación, Ana parecía diez años más joven. Caminó hacia él y lo abrazó, conteniendo las lágrimas. El chico respondió al abrazo con cierta emoción. No tenía los ojos llenos de agua como Ana, pero dejó escapar una ligera sonrisa cuando la tenía en sus brazos.
—¿No te metí en problemas? —le preguntó al chico, al tiempo que lo soltaba.
—Sólo un poco.
—No me digas —dijo Ana, con cierto tono de preocupación.
—Es broma —repuso riendo el chico, mientras se quitaba la mochila y la abría—. Parece que está muy buena.

v
Sentados desde el balcón todo parecía más fácil. Era una noche de luna redonda y amarilla. Las calles estaban quietas, el parque iluminado y en silencio. Era viernes, la gente solía concentrarse en el centro o en sitios como Palermo, donde los bares, restaurantes, discotecas y cafés estaban a reventar.
Ana estaba sentada en su mecedora, tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y una sonrisa en el rostro. Germán sonreía satisfecho. A diferencia de nosotras, él no había fumado nada, se excusó diciendo que venía en bicicleta.
Sus visitas se volvieron más frecuentes. En ocasiones nos acompañaba con medio porro y luego se iba casi volando a ver a su novia. Por petición de Ana yo lo llevaba hasta la puerta principal, a veces nos besuqueábamos en el camino.
—Deberías acostarte con mi sobrino.
—No me gusta tanto.
—Ya lo sé. Pero te aburrirías menos.
—No lo hago.
—¿Qué me dices de aquel chico? —preguntó, señalando al vendedor de helados que siempre está en el parque.
—No está mal.
—A tu edad sólo pensaba en tener sexo.
—¿Sólo pensaba?
—Claro que no, también lo tuve y con chicos muy lindos.
—Me alegra.
—¿Te alegra? ¿Y lo dices en ese tono?
—¿Cuál tono?
—¡Tan fúnebre! ¡Me gustaría verte alguna vez un poquito cachonda. Sentir que corre sangre por tus venas! ¡¡¡Nena, eres tan robotizada!!!
—Así que le gustaría verme, ¿eh?

vi
Hace cinco días que no sé nada de Ana. La otra tarde se puso mal y Darío se la llevó al hospital en una ambulancia. Me dijo que me fuera a casa y que él me mantendría informada. A la mañana siguiente me hablaron del Instituto para decirme que Darío había cancelado mis servicios y que estaba un cheque listo en la oficina de cobros. Al principio imaginé lo peor, pero me tranquilicé cuando la directora me informó que Ana estaba fuera de peligro, pero que pasaría algunos días en el hospital. Traté de comunicarme con Germán pero fue inútil, su teléfono marcaba ocupado. Desesperada tomé el subte rumbo al hospital. En lugar de bajar en la estación Independencia me seguí hasta Belgrano.
El otoño había llegado. El parque parecía más lindo con su alfombra de hojas secas. Caminé en dirección al vendedor de helados. Ante su asombro y el de algunas familias comencé a bajarle el pantalón. Desde el balcón, Ana mira satisfecha, la enfermera que está a su lado nos observa con actitud seria.

 

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