Zapopan, Jalisco
–Todo esto comenzó como una venganza… cruel, exquisita; una que finalizaría las afrentas pasadas y las del porvenir.
El hombre se levanta de su cama y con energía camina hacia el baño para lavarse la cara. Toma un poco de jabón y casi con la uñas rasca, sin lastimarse, su rostro. Regresa a la habitación para cambiarse la camisa. Luego, preparándose para salir, echa en la bolsa lo necesario y toma de la mesa una pistola, que esconde bajo su camisa. Al abrir la puerta, la luz lo ciega por un momento.
En la calle observa el suelo, buscando cualquier cosa que patear. Sigue así unos diez metros, hasta recargarse en un poste. Observa una ventana del edificio de enfrente.
–Ahí vive. Esperaré el día, la hora, el clima ideal para matarlo… sólo espero que no me acobarde y pueda jalar el gatillo.
Comienza a seguirlo, camina unos pasos detrás de él, aprovechándose de la ventaja de no poder ser reconocido. Empieza a observarlo detenidamente, sin pestañar.
La manera de caminar, de lanzar miradas a las mujeres… Ya lo está conociendo. Sin embargo, todavía no le nace el odio necesario para matarlo. Luego regresaría a su constante vagabundeo sin sentido por la ciudad.
En las noches pasadas veía al cielo, esperando olvidar todo el asunto; pero la necesidad de pensar cada detalle lo desesperaba. Matarlo era su deber. Se había obligado a sí mismo a no pensar en la piedad o la tristeza, matar a este hombre se justificaba por un acto divino. Era como si Dios le hubiera susurrado “¡Mátalo!”.
Al día siguiente la persecución se llevaba a cabo otra vez. Igual a la primera, a la segunda, a la tercera… Cuando el otro miraba en una dirección, obligatoriamente, él giraba al lado contrario.
–Pero hacerlo significaría un punto y aparte en esta historia, o ¿acaso no sería el final? ¿Mi historia no es la de él también? Yo he existido desde el instante en que deseé asesinarlo. Abrí los ojos y la idea estaba fija, dibujada con precisión.
La ventana brillaba con suavidad, como para recibir a cualquier. El hombre entendió que debía hacerlo con amabilidad. Así que fue hasta la puerta, timbró y sólo dijo:
–Yo. Ya llegué.
Se escucha el intento de abrir la puerta. La luz ya no es tan acogedora, el foco, cual ojo de Dios, sería el testigo del crimen. Entra el hombre a la recámara y comienza la explicación de su llegada. Saca el arma y apunta al frente. Espera unos segundos y, cuando está por jalar el gatillo, su anfitrión exclama:
–¡Por favor, no!
–No tengo más opción.
Cierra los ojos y se lleva la pistola a la boca. ¡BUM!. La oscuridad reina en el universo una vez más, esperando que el Caos se disipe. La luz regresa, el ojo de Dios se enciende de nuevo. El hombre yace en su casa, muerto por un impacto de bala.
FIN
–Todo esto comenzó como una venganza… cruel, exquisita; una que finalizaría las afrentas pasadas y las del porvenir.
El hombre se levanta de su cama y con energía camina hacia el baño para lavarse la cara. Toma un poco de jabón y casi con la uñas rasca, sin lastimarse, su rostro. Regresa a la habitación para cambiarse la camisa. Luego, preparándose para salir, echa en la bolsa lo necesario y toma de la mesa una pistola, que esconde bajo su camisa. Al abrir la puerta, la luz lo ciega por un momento.
En la calle observa el suelo, buscando cualquier cosa que patear. Sigue así unos diez metros, hasta recargarse en un poste. Observa una ventana del edificio de enfrente.
–Ahí vive. Esperaré el día, la hora, el clima ideal para matarlo… sólo espero que no me acobarde y pueda jalar el gatillo.
Comienza a seguirlo, camina unos pasos detrás de él, aprovechándose de la ventaja de no poder ser reconocido. Empieza a observarlo detenidamente, sin pestañar.
La manera de caminar, de lanzar miradas a las mujeres… Ya lo está conociendo. Sin embargo, todavía no le nace el odio necesario para matarlo. Luego regresaría a su constante vagabundeo sin sentido por la ciudad.
En las noches pasadas veía al cielo, esperando olvidar todo el asunto; pero la necesidad de pensar cada detalle lo desesperaba. Matarlo era su deber. Se había obligado a sí mismo a no pensar en la piedad o la tristeza, matar a este hombre se justificaba por un acto divino. Era como si Dios le hubiera susurrado “¡Mátalo!”.
Al día siguiente la persecución se llevaba a cabo otra vez. Igual a la primera, a la segunda, a la tercera… Cuando el otro miraba en una dirección, obligatoriamente, él giraba al lado contrario.
–Pero hacerlo significaría un punto y aparte en esta historia, o ¿acaso no sería el final? ¿Mi historia no es la de él también? Yo he existido desde el instante en que deseé asesinarlo. Abrí los ojos y la idea estaba fija, dibujada con precisión.
La ventana brillaba con suavidad, como para recibir a cualquier. El hombre entendió que debía hacerlo con amabilidad. Así que fue hasta la puerta, timbró y sólo dijo:
–Yo. Ya llegué.
Se escucha el intento de abrir la puerta. La luz ya no es tan acogedora, el foco, cual ojo de Dios, sería el testigo del crimen. Entra el hombre a la recámara y comienza la explicación de su llegada. Saca el arma y apunta al frente. Espera unos segundos y, cuando está por jalar el gatillo, su anfitrión exclama:
–¡Por favor, no!
–No tengo más opción.
Cierra los ojos y se lleva la pistola a la boca. ¡BUM!. La oscuridad reina en el universo una vez más, esperando que el Caos se disipe. La luz regresa, el ojo de Dios se enciende de nuevo. El hombre yace en su casa, muerto por un impacto de bala.
FIN