Parecías un lirio, o mejor una estrella sobre un tallo.
Que no estaba seguro yo de si eras astro o flor,
porque perfumabas y refulgías.
Hablabas, y tu voz tenía el don feliz de una caricia.
NICOLÁS GUILLÉN
Me pregunto, madre mía, madre adorada, por qué no me dejaste acompañarlos para estar contigo por siempre, viviendo así, en el cáliz de tu grandeza.
Los sin color llegaron armados al río, con perros azuzados para atraparnos. Ni los perros ni sus dueños hallaron rastro de quienes rendimos nuestras más altas lealtades a ti, dueña del viento, hermosa dadora de vida. Sólo me encontraron a mí, desconcertado, todavía sudoroso, excitado. A punta de golpes exigieron una explicación. Se la di. Me miraron con rabia, quisieron matarme. Me trajeron preso sin atender razones, mas no me importó. En mi pensamiento había quedado tu imagen y la felicidad de saber a los míos fuera del alcance de esos mentirosos, insistentes en deshonrar tu memoria.
Esta prisión no alcanza a apagar tu candor. Nada me impedirá recordar mi nombre, quién soy, quién eres tú, madre mía, la más hermosa, colmada de flores siempre frescas. Mi madre venerada, mientras quede uno de nosotros, allí estarás tú. Al sentir la pequeña caricia del sol sobre mi cuerpo, sabré de ti. Entonces mis ojos serán girasoles alimentados por tu perfección.
Muy temprano, mientras me lavaba escuché tu voz. Apreté los párpados creyendo que, cuanto más lo hiciera, más clarita te vería al abrirlos, encantadora, quizás, al lado del árbol viejo. Al mirar de frente, madre, la más linda de todas las estrellas, no estabas allí, pero tu voz seguía dándome esa paz buscada en tantas noches con sus días, en tantas caminatas por estas tierras, de aquí para allá, pensando en la flor de tus pies, en la calidez de tu mirada. En aquel momento vi con claridad el futuro. Aunque no estabas allí como cuerpo, me habías hablado a mí entre todos nosotros. Con eso me abriste el corazón y el entendimiento para hacer valer la fuerza de tu mano en mi mano, para hacer de la verdad una nada más. Tus palabras, madre amada, las escuché cerca, como un susurro. Hablaron de tus pensamientos. Como plegarias, me dijeron suavemente tus deseos.
Al entrar en casa tomé de la cintura a mi esposa y le hablé de la felicidad por venir: las flores harían fiesta, las manitas de mis hijas peinándose serían todavía más lindas. Las había preparado hacía tiempo, pensando en este instante. Curiosas, ellas también supieron, al escucharme, lo que me habías dicho apenas un poco antes. Nos abrazamos. Cantamos aquella canción con la cual hemos mecido a nuestros hijos todos los del pueblo. Se la hemos enseñado para arrullar a los recién nacidos, la misma que ahora entonamos alzando los brazos, marcando el paso en la tierra mojada, entrando, con el baile, al fulgor divino de ti, madre mía, madre nuestra, madre adorada por todos nosotros y los iguales a nosotros. Al estar allí con mi familia pensé desfallecer de tanto gusto. Vayamos preparando este día luminoso, les dije. Vamos a poner todo del color de la tierra, vamos a bailar porque queremos llegar a tu morada cuando nuestro cuerpo se pudra, negra reina de nosotros. Cuando terminamos la última frase de la canción, mis hijas me tomaron por el hombro diciéndome con dulzura que habían recordado la historia antigua donde nos dabas el significado de la palabra, el sonido con el cual nuestros oídos sabían cómo nos llamamos cada uno y nombrábamos amores o sufrimientos. Aquella evocación de la niñez las iluminó. Sin dudarlo decidieron acudir a tu llamado. Se dispusieron a llevar sus mejores vestidos. Ya tú sabes, las mujeres quieren parecerse a ti, usar cintas color rosa o azul; combinar jazmín con canela para untarse el rostro; llenarse el cabello de miel al anochecer y enjuagarlo muy por la mañana; buscar en el camino piedras con forma de corazón y complacerte colgándoselas en el pecho; ser frescas para recibir nuestra semilla de hombre y florecer como tus manos cuando haces dibujos en el aire, valiéndote de las aves.
Partimos llenos de alegría. La rabia de recordar a los sin color repitiendo una y otra vez que eras mentira nos dio fuerza. Llamándote aberración habían destruido tus ofrendas colmadas de dalias acomodadas como si fueran tu cuerpo, de girasoles que hacían varios círculos alrededor de nuestra piedra de adoración, de azahares que colgaban de unos arbustillos con pequeñas flores blancas, de caléndulas formando tus aretes de sol, de claveles esparcidos para que, si llegaras a caminar por allí, tus pies no tocaran la tierra rala. El aroma de aquellas flores hermosas como tú se asimilaba al olor de las piñas más jugosas, de grandes manzanas rojas y verdes, de arándanos, frambuesas y limones machacados que vertíamos en tus cántaros de barro. Así, el perfume subía, se dispersaba para nuestro deleite sobre los dulces de plátano y amaranto esculpidos con formas animales. Y después de largos años de felicidad, todo eso se perdió cuando llegaron los sin color. No se contentaron con destruir la belleza y llamarte mentira. Encontraron la manera de burlarse de nosotros porque eras mujer, no hombre, como su dios. Pensé: «los equivocados son ustedes». Eres mujer porque lo eres todo. De las mujeres salimos nosotros, negros hermosos, sólo por haber sido creados por ti y por los que te acompañan. Alguna vez les expliqué que tu esposo era el más valiente de los hombres y por eso también lo respetábamos; en varias casas también le rendían culto a él, les dije. Ellos rieron de nuevo, llamándome tonto. Maldiciendo nuestras creencias se hicieron señas, dando a entrever mi supuesta locura porque no comprendían nada de lo que pasaba conmigo ni con mis hijas ni con los del pueblo.
Al sentir la víspera de algo a punto de cambiar, traté de llamar a toda mi gente ese mismo día. Temí tu abandono, tu olvido, la ausencia de tu preferencia divina. Quise correr, regresar el tiempo, querida madre mía, hermosa adorada, pero no pude. Todo seguía hacia adelante sin poderlo detener. Ya tú sabes. Varias veces fingimos creer en su dios, sin embargo, en nuestro pensamiento seguías siendo tú el sí de la luz eterna, quien nos dice quiénes somos, no ellos, no otros, aun cuando tienen tan bonitas mujeres para querer también, a las que llaman vírgenes. Me preguntaba, ¿ésas a las que quieren también, como nosotros te queremos, no son mujeres? Alguna vez fui a ver a una de ellas. Le pregunté, igual que te pregunto a ti, las cosas importantes de la dicha del corazón, pero no sentí nada. Vino el silencio. Regresé a mi casa con ganas de hablar contigo de nuevo. Pensé que tú, tal vez, tan hermosa con tus diademas de piedras preciosas, estarías enojada porque había ido a hablar con otra como contigo. Tú, hermosa negra, la más grande, la más generosa, me miraste. Con dulzura me diste de tu agua de noche, me hiciste saber de nuevo la verdad. Ésa eres tú, como cuando sentimos el sol en la piel y somos los más felices por sonreír, porque trabajamos o bailamos como lo hicieran los que estuvieron antes, que eran sabios porque eran y son tú.
Ya en camino, acompañado de mi familia, fui reuniendo a mis hermanos, primos, a otros parientes y a todos los demás. Fuimos en silencio cuando había caído la tarde, marchando por ese sendero al que íbamos obligados cada domingo. Porque nosotros a donde queríamos ir era al río para hacerte tus ofrendas, madre mía, la más adorada de todas. Algunos dudaron en ir o no con nosotros, pero al repetirles tus palabras de la mañana, mientras lavaba mis manos y mi cara para ir a trabajar, sintieron ese gozoso placer de saberte a nuestro lado como nuestra defensa más fuerte y no dudaron más. Yo lo sabía desde siempre. Tal vez lo sabía desde muy chico, mas no lo recordaba. Al llegar allí, donde los sin color estaban reunidos, lo supe de nuevo. Contigo a nuestro lado hicimos vivir tus deseos. Sólo en tu cobijo los machetes hicieron lo que nosotros también queríamos desde hace tanto. Estaban todos sentaditos en el templo. Niños, mujeres, muchos hombres rindiendo culto al equivocado, al que miente, tan parecido a ellos. Las velas estaban encendidas; sus sombras se proyectaban largas hacia el techo. Lo único que se oía eran sus rezos sin amor, su resignación, tan sin color, tan lejanos de nuestros orígenes; porque ésos habían querido hacer de nosotros unos mentirosos, deshonrar nuestro nombre y nuestra historia, dejar que nuestros cantos se perdieran, que se callaran para sólo poder cantar ellos sin darnos el goce de seguir bendiciendo tu nombre, madre adorada, madre de las lunas rojas más preciosas jamás vistas. El grito inicial fue como si todos los que te acompañan allá en tu reino fueran nuestras gargantas, hasta nuestros niños pusieron su pequeña voz y manos para ayudarnos. Cuando vimos a esos casi transparentes arrodillados en el suelo, dimos las primeras tajadas a sus cuerpos clamando por la salvación. Arrancamos sus ropas, los hartamos de dicha al teñirlos del color de la tierra para tu beneficio, madre de nuestro corazón. Con las velas hicimos una hoguera que, de tan alta, creímos que llegaría a tu morada, mientras los lamentos se unían a nuestras plegarias, a nuestros cantos. Las mujeres bailaron inmersas en el desenfreno, sabiendo que te tendrían a ti en su cuerpo. Sus movimientos serpenteantes imitaron tu extraordinaria sensualidad. Desde hace tanto, tanto tiempo no teníamos un gozo como aquél. Tal vez habíamos esperado así porque algo en el fondo nos decía que sólo tú podrías dar el primer paso para hacer valer tu poder, hacerte recordar como reina admirada.
Ya te digo, como pollitos, como gallinitas apenas estirando las patas, cayeron al suelo sin hacer muecas, casi también sin hacer ruido. Yo vi la cara de los niños. En su mirada sólo estaba la súplica de que los arrojáramos a la verdad, volviéndolos del color de la tierra, para que al renacer, algunas lunas después, pudieran parecerse a nosotros, parecerse a ti, madre mía, la más hermosa colmada, como es debido, siempre de flores, las más altas y más exuberantes que existieran, porque ésas son las que honran tu amada figura, tu amada presencia, la más grande entre todos los espíritus. Ahora saben los sin color dónde tenían que estar. Seguro gozan como nosotros por liberarlos de la mentira, por llevarlos al día de tu luz, al fuego de tu noche. Nosotros sabemos que si te enojas con nosotros es porque abandonamos tu presencia, así sea por un solo pensamiento que nos aleje de ti. Eso no lo quisimos, no lo queremos. Ahora estamos más unidos a ti, somos tú. Tú eres nosotros.
La fiesta prometida duró hasta entrada la mañana siguiente. El júbilo nos fue acercando al río, en el cual entramos deseosos de seguir cantando tu nombre. Cuando el tiempo ido y el presente se juntaron y los primeros rayos del amanecer estaban en su cumbre, sucedió. Todos callamos de súbito. Allí estábamos satisfechos de lo hecho, de lo alabado. En un momento de esplendor, te vimos sentada a la orilla del río con tu vestido rosado de seda estampado con flores y tu tocado de esmeraldas. Tal cual nos habían hablado nuestros padres. No dejábamos de asombrarnos de aquella divina imagen, cuando distinguimos a tus dos fieles serpientes, enormes, deslizándose hacia ti desde atrás. El sonido de sus cuerpos tornasolados fue creciendo cada vez más al hacer nobles imágenes ondulantes en el recorrido para acariciar tus manos extendidas. Pensamos que vendrían hacia nosotros, mas al llegar a ti se irguieron y te escoltaron formando dos anchas columnas que en las puntas dejaban ver dos lenguas a modo de antorchas. Aunque algo dijiste en aquel instante, no distinguí tus palabras. Mi palpitar era una furia, todos estábamos igual. Nos untábamos el agua mezclada con la tierra, tomábamos piedras con las que recorríamos nuestro cuerpo con embeleso. Por fin te inclinaste para llenar tu cántaro de barro, las dos serpientes entrelazaron sus cuerpos en el aire trazando el dibujo de un corazón, para después meterse, dóciles, en la vasija y levantar centellas de altura incalculable. Aquel regocijo fue una lanza directa a nuestro espíritu. Algunos de nosotros no lo resistieron. Después de experimentar la gracia de tu presencia quedaron allí, flotando en el río, sonrientes, muertos con los ojos bien abiertos. Otros quisieron hablarte, tocarte, decirte lo mucho que te adoraban, pero la distancia corta de una orilla a otra parecía inmensa. Podíamos verte cercana, mas no teníamos la posibilidad de avanzar hacia ti. En algún instante recuperé la conciencia de mis sentidos y me atreví a hablarte: «Madre mía, la más hermosa, colmada de flores siempre frescas. Mi madre adorada. Tus deseos han sido cumplidos. Porque aquí, los de abajo y arriba del pueblo sabemos a quién adorar. Aquí nos ves a todos. Tú no mientes, mi madre. Nos quieres a los negros porque eres negra como nosotros los que te bailamos en mayo, los que nos bañamos sonriendo por tu gran amparo. Te digo. Los sin color no querían comprender, no querían ver la verdad de nuestra palabra. Se obstinaron en seguir adelante sin importarles nuestros pensamientos. No hicimos más que seguir al pie de la letra lo que me pediste en la mañana. Lo hicimos, también, porque en nuestro deseo estaba ofrendarte, amarte, reconocerte».
Enseguida que terminé de decir estas palabras, creí que me derrumbaría, pero no fue así. Tú te posaste en mí y tu voz habló en mi boca: «Los corazones son como los ríos, van hacia donde tienen que ir porque para eso fueron hechos. En mi fuego llevo el nombre de todos ustedes, como en sus cuerpos llevan el corazón. Ahora que han llegado a la gloria por fuerza de su voluntad que es la mía, vayan al centro de la luz».
Tan pronto terminaste de darnos tu palabra, madre mía, madre adorada, apenas un poco antes de estar dentro de mí como presencia viva, vi cómo los cuerpos de mis hijas y mi esposa, de mis hermanos, de todos los que estaban congregados allí, ardían en el clamor de su propia devoción. Cada uno se incendió, uniéndose al albor al que nos habías convocado. Sus formas se perdieron en las mismísimas aguas del río, en el destello más vibrante al que pensé que yo también iría. Me sigo preguntando, madre mía, madre adorada, por qué no me dejaste acompañarlos para estar contigo por siempre. Me quedé a la espera por mucho tiempo antes de que llegaran los sin color. Pensé que en cualquier momento me hablarías de nuevo para decirme qué hice mal para no tener tu favor. No sé cuantas horas fueron, pero nunca llegaste, nunca llegó tu voz, sólo el silencio, los perros, los golpes.