No era cosa extraña que el viejo se inquietara. Sucedía a menudo en el reducido ascensor del edificio donde vivían. Pocos años atrás, Isak podía evadirlo subiendo o bajando las escaleras. Sin embargo, ahora apenas soportaba el peso de su cuerpo. Qué remedio, no quedaba sino utilizar el maldito ascensor. Desde entonces, Eva se había habituado a esos episodios que asaltaban al abuelo con frecuencia. Por eso no le extrañó verlo tan nervioso cuando entraron a la estación del subterráneo.
Toma mi mano, Abba, dijo.
Eva sostuvo la mano del viejo, anticipando el sudor frío sobre la piel blanda y las venas pronunciadas del anciano. Entendía que todo aquello —el temblor y el desasosiego— obedecía a una razón que siempre le había parecido una verdad distante, un capítulo que pertenecía a los libros de historia más que al álbum familiar.
Sacó un par de auriculares de su bolso y con la mano libre los colocó en sus oídos sin reparar si las bocinas correspondían al izquierdo o el derecho. Esos detalles jamás le preocupaban. Con el pulgar sobre el disco, buscó una canción entre los cientos de su librería musical y luego presionó el botón central para ejecutar.
El tren llegó.
Vamos, Abba. Debemos subir.
El vagón venía lleno pero, animado por Eva —si bien a paso lento—, el abuelo se decidió a entrar. No había asientos disponibles, de modo que hubieron de asirse al pasamanos más cercano a la salida.
Alto, detenga las puertas, por favor.
Un hombre de bigote engominado surgió de forma intempestiva. A toda prisa adelantó su brazo y colocó su portafolios entre las puertas eléctricas al tiempo que éstas se cerraban. Logró mantenerlas abiertas el tiempo suficiente para abordar. Un chico en uniforme escolar echó a correr detrás del hombre para alcanzar, él también, a entrar al vagón. Luego se abrieron paso entre la apretada comunidad de pasajeros.
Ahora llegamos, dijo Eva. ¿Qué tal si preparo blinis? ¿Te apetece, Abba?
El tren se puso en marcha. Isak comenzó a mostrarse más inquieto. Las horas pico en el metro siempre son las peores: muchedumbre, estruendo, espacios contenidos. En ocasiones los trenes se ven obligados a detenerse un par de minutos a mitad del túnel hasta que el tren que les precede haya desalojado el andén. Aquella ocasión, además, debió de haber una falla eléctrica, porque la iluminación se interrumpía de manera intermitente.
Eva le dio un apretón de manos al abuelo para tranquilizarlo. Lo miraba a los ojos como diciendo Tranquilo, Abba. No pasa nada, estás aquí. No podrías estar en otro sitio. Yo estoy aquí.
Entonces los vagones se fueron quedando, uno a uno, a oscuras. El aire se tornó más denso y algunos vociferaban asombrados. Eva se dejó abrazar por el abuelo. Era él, por supuesto, quien precisaba refugio.
Tranquilo, Abba.
Cuando Eva se quitó los auriculares, la música aún se podía escuchar, distante, en los altavoces.
Tu es partout car tu es dans mon cœur, tu es partout car tu es mon bonheur.
¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?
Los pasajeros comenzaron a inquietarse: la sed ya era más grande que la incertidumbre o el impune frío que se colaba por las rendijas. Algunos pedían agua a grandes voces, o cuando menos un puñado de nieve, por piedad. ¿Es que nadie los escuchaba? ¡Alguien, con toda seguridad, podía escucharlos! Aprisionados entre unos y otros, no se hicieron esperar las imprecaciones ante la más involuntaria invasión del mínimo espacio personal. Algunas situaciones lo llevan a uno a perder todo rastro de humanidad.
Una joven madre llevaba su hijo colgado al pecho. Ambos gemían. Él de hambre, ella de desconsuelo. Es muy pequeño aún, dijo. Tan pequeño. No había muro que soportara sus lamentos.
¿A dónde nos llevan? ¿Por qué nos detenemos?, preguntó, desde el fondo, una voz fracturada. Una anciana.
Por la mirilla no se alcanza a ver nada, habló el chico de uniforme.
Parece que hemos llegado a una llanura, dijo otro. Sí, estamos en campo abierto.
Un campo tan abierto como cerrada era la noche. Afuera el viento silbaba y transportaba, de tanto en tanto, el sonido de los altavoces, pero nada de ese rumor lejano que suele delatar a los lugares habitados.
Al menos no nos separaron. Estamos juntos, Abba.
Eso no importa ahora, habló el del bigote engominado. No será así por mucho tiempo, dicen que allá separan a todos: hombres y mujeres, jóvenes y viejos.
Sus sollozos se volvieron incontenibles. Sara, repetía. Sara.
Des fois je rêve que je suis dans tes bras et qu’à l’oreille tu me parles tout bas.
A lo ancho del vagón se escuchaba confundirse el llanto con la riña y el rezo. Si había una esperanza debía ser frágil, apenas un hilo, que les sostenía y evitaba que se entregasen al abandono. La realidad hacía tiempo que había dejado de ser una unidad común para volverse fragmentaria, individual. Un sucedáneo.
Eva procuraba tranquilizar a Isak. A ratos le hablaba a media voz, tomaba sus manos entre las de ella y las cubría con su aliento para frotarlas luego.
No temas, Abba, pronto estaremos en casa, tomando sopa caliente en la cocina.
Sin embargo, flotaba en el aire una sola certeza. Hombres y mujeres se abrazaban. Comprimidos en aquella informe masa de huesos e infortunios se hacían confesiones que, de estar bajo otras circunstancias, jamás habrían hecho. Al final se despedían de manera breve, sin ceremonias, como despidiéndose también de la vida, pues, todos sabían, de aquellos trenes jamás se regresa.
Isak alcanzó a hilvanar débilmente unas palabras: Nadie sale del Lager, a no ser que lo haga por las chimeneas.
De pronto, las ruedas se pusieron en marcha. Afuera resonaban los gritos: algunos militares ladraban órdenes en alemán. La calma que la resignación había concedido se vio interrumpida por el estrépito y la renovada intranquilidad.
¿Escucharon eso? ¡Alguien que traduzca! ¿Qué está sucediendo ahora?
Tampoco los altavoces daban tregua.
Je te vois partout sur le ciel, je te vois partout sur la terre.
Luego vino la cegadora luz de los reflectores.
Cuando todos los ojos se acostumbraron otra vez a la luz, el tren había alcanzado su destino. Por la ventana se alcanzaba a ver a un vendedor de discos pirata que avanzaba por el pasillo del vagón contiguo.
Entonces se abrieron los portones. Los encontró una caterva de gente. Algunos, los que luchaban por entrar, regresaban a empellones a los que luchaban por salir.
Ésta era la estación de Eva y su abuelo.
Vamos, Abba, dijo Eva.
Lentamente, Isak dejó escapar un breve aliento. Dejó ir el tubo del pasamanos. Se dejó ir. Eva le ajustó la manga de la camisa para cubrir su estigma, como el pudor del abuelo prefería.
Al salir de la estación, el sol esperaba para deslumbrar y abrasarlos.
La historia no estaba en los libros, pensó Eva. La historia seguía viva en el abuelo, en ella misma, y estaba condenada a repetirse. Quizás sería conveniente tomar un helado, para calmar el calor y al abuelo, antes de ir a casa y enfrentarse al ascensor.