Primeras dimensiones / Marco Julio Robles

para Pedro Saturno

Me oculté tras la codera del sillón al escuchar que la puerta de su recámara se abría. Calculé sus pasos. Contuve la respiración. No quería que me descubriera, tampoco oír su voz gritándome de nuevo. Aunque, a decir verdad, ése no era uno de sus días violentos; aquella mañana, como en otras ocasiones, optaría por el silencio.
No recuerdo si me tapé la boca, si bajé una mano al piso para acomodarme mejor o si suspiré sacando el aire poco a poco. Lo que sí recuerdo es la tela del sillón: flores color carne con hojas de un verde muy pálido en los cojines y el respaldo. Escuché la puerta de la casa abrirse y luego el inconfundible ruido de su llavero de plata: una esfera con láminas adentro que al menor movimiento emitía unas notas musicales, no era una canción completa, sólo unos acordes que se iban callando lentamente como una caja de música sin cuerda. Cada vez que veía el llavero sentía dos impulsos diferentes: primero deseaba tomarlo y abrirlo para ver cómo funcionaba; después, pensaba en esconderlo en algún rincón de la casa para poder abrir los armarios clausurados.
Cerró con llave, quedándose afuera. Con el paso de los años no dejo de pensar que gustaba de encerrarse en el lado equivocado. En las otras recámaras mis hermanos dormían; mi padre no estaba o andaba perdido en alguna de las alcobas, dormido o leyendo, bebiendo o pensando… No lo sé.
Abandoné mi escondite en la sala para verla por una de las ventanas de la puerta. Estaba parada en el centro del jardín. No, no se atrevería a salir vestida así; ella menos que ninguna mujer a las que yo conocía era capaz de salir sin pasar por el largo ritual del arreglo y la limpieza: primero un baño de más de una hora; después las cremas y el maquillaje; el perfume; las medias; al final dos o tres cambios de ropa, siempre con la mirada fija en el espejo para cerciorarse de que se trataba de la combinación adecuada. A veces, antes de aplicarse las cremas, tomaba las pinzas y se depilaba las cejas y luego con un lápiz de cera las afinaba un poco en las orillas. Peinarse era toda una faena, el pelo mojado debía irse secando bajo el aire caliente de la secadora; lo cepillaba a los lados y luego hacia arriba para dejar el copete en el lugar preciso.
El spray olía dulce, su vestidor se llenaba de aquel olor como una ráfaga que iba descendiendo lenta hasta convertirse en un aroma suave pero inconfundible. Al verla peinada, de espaldas a mí, frente a su espejo rectangular, me daban ganas de tocar su nuca, meterle los dedos en las hebras de cabello y sentir esa textura de pelo pegajoso como algodón de azúcar. Claro, nunca me atreví a tocarlo. Cosa rara, hasta el día de hoy no guardo registro de cómo se siente su cabello almidonado. 
Después se pintaba los labios de rojo o rosa y las uñas de color vino. Metía sus cosas en el bolso: buscaba un monedero, contaba las monedas, abría la cartera y acomodaba los billetes. Su bolsa, lo recuerdo a la perfección, pesaba más que mi mochila de la escuela. Cuando salíamos a la calle me pedía que la ayudara a cargarla mientras ella leía las instrucciones en los empaques. Me gustaba sostenerla con ambas manos y aprovechando el más leve descuido metía la mano adentro para tantear lo que llevaba: tijeras, estuches, espejos, perfume, dulces, pañuelos, pastillas, jabón y hasta agua por si era necesario enjuagarse las manos donde no hubiera sitio para hacerlo. Muchas de esas cosas me parecían inútiles. Pero ella ni admitía reproches ni era posible para mí, en ese entonces, decírselo; porque una de las máximas —que por supuesto yo violaba— era que no podía hurgar adentro de su bolsa.
El jardín estaba en buen estado. Unos días antes había venido mi abuelo con un jardinero a plantar una hilera de azaleas con flores de colores y un árbol de limón en el centro. Pegadas a la pared crecían enredaderas. En las esquinas del jardín se veían unos árboles más pequeños, todos bien cuidados, todos en perfecto orden.
Recorrió el jardín, acarició las plantas, vio las azaleas, tomó una de las flores con los dedos y luego la cortó. Mientras inspeccionaba todo con ojo experto llevaba la flor en la palma, apretaba el tallo con los dedos. Dio dos o tres vueltas. Puso una mano en la pared y arrancó unas hojas de la enredadera. Yo la observaba por la ventana al lado de la puerta, en diagonal. Ella no me veía desde donde estaba. En ese momento, justo antes de que comenzara, yo habría podido salir y quizá todo se hubiera detenido. Aunque no le hablara, mi presencia habría bastado para suavizar su ceño. Pero la puerta estaba cerrada y yo no quería moverme para correr hacia la parte de atrás y salir a su encuentro. Quería mirar.
La bata era floreada, y las pantuflas negras en realidad no combinaban. Estaba despeinada. Eso le habría podido gritar desde la puerta, pues la ventana no se abría, era puro cristal, una barrera. Además, unos meses antes había mandado a polarizar los vidrios para poder mirar hacia la calle sin que nadie la viera.
No podía verme, sin embargo, su sola presencia me causaba la sensación de estar frente a algo que podía mirarme sin que yo me diera cuenta; por eso, a pesar de tenerla de espaldas, conservaba la precaución de no asomarme demasiado.
Mis hermanos siguieron sin aparecer. Fueron minutos, tal vez una hora. Yo estaba estático, ella seguía recargada en la pared y de vez en cuando acercaba su vista a las hojas de la hiedra como si hubiese descubierto una fila de hormigas, hongos o musgo creciendo debajo de los tallos.
El sol empezó a alumbrarla de lleno. Al principio sólo era un resplandor que brillaba detrás de las otras casas, frente a la nuestra. Ahora el sol subía y una línea horizontal comenzó a marcarse cada vez con más intensidad.
Sacudió la cabeza y volteó hacia la puerta. Era inútil esconderme, aunque sentí en las piernas el impulso de correr detrás de algo. Vi su mirada, no sé si veía la cerradura, la puerta, el cristal, o si oyó mi respiración cerca de la ventana. Creo que la calle estaba vacía, al menos yo no me di cuenta si pasaba gente cerca de la reja de nuestra casa y la miraba como a una extraña; tal vez, es posible, en ese momento yo no quise pensar en eso: en que llamaba la atención aunque quisiera pasar desapercibida.
Tiempo después hice la prueba. Dejé entreabierta la puerta y saqué la mano hasta tocar el cristal de la ventana: no vi nada. En verdad funcionaba ese tinte que le daba a la casa un aire de misterio. Era como un ser viviente oculto detrás de cristales oscuros. Muchos ojos podían estar ahí mirándote. Viendo cómo te rascabas la cabeza o te detenías a buscar algo en la acera; observando tus manos; adivinando la comezón de tu cuerpo al seguir con la vista el rastro de tu uña; riéndose de ti; sintiendo pena o asco.
Tenía hambre y un poco de sueño. Quería regresar al sillón y tomarme un vaso de leche mientras veía la televisión, pero me intrigaba saber por qué había salido de ese modo. Salió cual si hubieran tocado el timbre, como si aun medio dormida hubiera escuchado el grito del cartero trayéndole una correspondencia que no tenía nada de particular: cuentas de banco, promociones y algunas veces su Selecciones de Reader’s Digest. Nada de eso, eran las plantas…
Quizá se levantó tras una pesadilla en la cual vio cómo se deshacía su jardín. Tal vez soñó con plantas de otras épocas y evitó ser molestada por nosotros mientras recordaba. Con el paso de los años (para llenar en mi mente esa laguna) me enfrasco en explicaciones cada vez más complicadas, aunque siempre llego a la misma conjetura: necesitaba arrancarse algo.
Tomó la enredadera y jaló con fuerza. Al mirarse las manos comprobó que sólo había arrancado unas cuantas hojas. La tomó de nuevo y jaló, esta vez puso una de sus piernas detrás de la otra y se inclinó hacia la pared para después jalar con toda la fuerza de su cuerpo, sirviéndose de las piernas como de una palanca. Logró un mayor avance, la enredadera se despegó del centro, ahora se parecía más a esos cables mal puestos en los postes, vencidos por la lluvia y el viento, por su propio peso. Siguió jalando hasta que la enredadera se confundió con el pasto del jardín. De su frente escurrían gotas de sudor y pronto su cara se manchó de tierra a pesar de que no se limpiaba el sudor con la palma abierta sino con la manga de la bata.
Sonó el teléfono. Corrí hasta mi recámara y, metiéndome en la cama, me cubrí con las cobijas. Sonó dos, tres, cuatro veces… Nadie contestaba y mi madre no daba indicios de volver a la casa para responder. Mi padre o no estaba o no tenía ganas de descolgar el auricular, al menos, para que no siguiera sonando. Mis hermanos siempre han tenido un sueño muy pesado. Yo no quise responder a la llamada porque seguía fingiendo que dormía incluso para quien llamó aquel sábado por la mañana.
Cuando abandoné la cama el teléfono volvió a sonar, esta vez el sonido ya no me espantó. Descendí y tomé mi lugar. De alguna manera me sentía obligado a mirarla. Era como una obra de teatro hecha para mí, aunque no alcanzara a comprender el sentido de la trama.
Ya estaba atacando las azaleas cuando volví a mi puesto. Las arrancaba con ambas manos y después cavaba en la tierra para sacar las raíces. Las plantas bailoteaban entre sus dedos antes de caer en el pasto. Al final arrancó el limonero y luego se paró con las manos apoyadas en su cadera. Estaba satisfecha.
El teléfono siguió sonando, sin duda se trataba de algo urgente, pero si mamá no lo consideraba así, yo tampoco tenía por qué hacerlo. Las raíces quedaron bocarriba, hacia el cielo. Las enredaderas se confundieron con las demás plantas y el limonero, cortado en dos, quedó dividido junto a los otros restos.
Sacó las llaves de su bolsa para aventar el llavero hacia una de las esquinas del jardín; la esfera trazó un arco en el aire y sus notas resonaron sólo un momento, apresuradas. ¿Cómo iba a entrar?, me pregunté antes de imaginarme buscándolo entre las hierbas secas para abrirlo y ver, por fin, cómo funcionaba. Las llaves ya no me importaban, si mamá no estaba en la casa no tenía sentido abrir las puertas clausuradas. Llamaban mi atención porque ella lo prohibía; si se iba, nos dejaba solos, encerrados, y después yo lograba hacerme de esas llaves, ya no me hubiera interesado observar lo que ocultaba.
En ese momento volvió a mirar hacia la puerta. No miraba la madera sino el cristal. Dio tres o cuatro zancadas decididas y llegó hasta la ventana antes de que yo pudiera moverme. Tocó con el puño. Ábreme, ordenó. Yo giré el picaporte, pero la cerradura me impidió abrirle la puerta. Ábreme, volvió a gritar. No podía hacer nada. Está cerrado, alcancé a decirle antes de que ella lanzara un gruñido de desesperación y caminara hacia el costado de la casa para entrar por la puerta de servicio. Cuando entró yo ya no estaba en el hall.
Escaleras; puerta; puerta de nuevo; el seguro en la chapa; cama, cobijas, respiración sofocada debajo de las mantas. Mi aliento topaba con la sábana y volvía hacia mi rostro para calentarme la cara. Poco a poco, mis ojos se adecuaron a la oscuridad de la tela: vi las rayas de la sábana, la sentí humedecida por mi propio vaho. Después me quedé dormido.
Cuando salí de mi cuarto ya comenzaban los programas de la tarde; mis hermanos veían la televisión. En la mesa de centro vi unos platos con las sobras de leche y cereal que habían comido. Sentí hambre. Me preguntaron si sabía dónde estaba ella. Me encogí de hombros y bajé a la cocina. Al pasar al lado del hall volví a girar el picaporte, otra vez encontré cerrada la puerta. Me asomé al jardín, ya no vi las plantas: hojas, flores y raíces habían desaparecido y en el pasto sólo unas líneas alargadas de tierra revolcada denunciaban lo ocurrido.
La cocina estaba oscura; mi madre no se encontraba adentro. No quise salir ni a ver lo que sobraba del jardín ni a buscar las llaves. Escuché el llavero, sus notas se confundían con el ruido de la televisión, en algún lugar de la casa mamá jugaba con él. Sus acordes, empañados de distancia, inventaban dimensiones.
Años después, en el fondo de una caja junto a otras cosas inservibles, encontré la esfera desprendida de su cadena de plata. Pero ya no tuve ganas de abrirla para ver cómo funcionaba.

 

 

Comparte este texto: