para Alicia Rolón
Somos un grupo bastante grande, por lo menos un par de centenares de personas, y estamos en lo que parece ser un largo comedor, o un salón de actos, o acaso una de las bodegas de un barco anclado en el puerto de Buenos Aires. Hay unas pesadas, rústicas mesas fraileras atornilladas a los pisos de acero, con largos listones de madera a los costados que hacen de bancos. Sobre ellos se sienta la gente mientras come, charla y vigila a los muchos chicos que juegan alrededor. No conozco a ninguna de esas personas, pero, puesto que todo transcurre apaciblemente, como si fuera domingo y estuviésemos en un parque al aire libre, pienso que todo está bien. Hasta que de pronto me pregunto qué hago yo ahí.
Es entonces cuando advierto que hay unos tipos muy serios en las únicas puertas del salón, el cual de repente descubro que no tiene ventanas y semeja una enorme caja de acero llena de gente. Me dirijo hacia la salida como un tranquilo parroquiano que se retira del bar al que concurre todas las mañanas, y saludo a uno de esos hombres amablemente. Pero cuando estoy por salir como para caminar por la cubierta y acaso fumar recostado en la barandilla y mirando la ciudad, el tipo me dice —también amablemente pero con firmeza— que por favor permanezca adentro, que no puedo salir. Pregunto por qué, pero no obtengo respuesta y su mirada se endurece. Entonces le digo, desafiante, que quiero irme de allí y que voy a irme le guste o no, pero él me responde secamente que no puedo y que no insista. Mientras lo dice, se acercan varios hombres más y advierto que todos están armados.
Disimulo mi contrariedad y regreso al interior del salón. Camino por el pasillo mientras me recompongo y al cabo me detengo ante una de las mesas del fondo. Hay allí unos tipos charlando, riendo: fuman y juegan al truco. Me siento en la punta de uno de los bancos, como para integrarme al grupo, y les digo que estamos presos. Algunos me miran y yo les informo: Este barco es una cárcel. ¿Alguno sabe, acaso, qué hacemos aquí? Todos se manifiestan asombrados y se miran entre sí como despertando súbitamente de un sueño colectivo, como figuras de cera que de pronto se animaran. Veloz, ansiosamente decidimos que tenemos que salir de allí. Planeamos una fuga masiva.
Me dirijo nuevamente hacia la puerta donde está el guardia que me detuvo, y al andar me cruzo con una enana que me guiña un ojo. Es una mujer muy pequeña, regordeta como suelen ser los enanos, y también una mujer preciosa, casi una muñeca rubia enfundada en un vestido de época, de esos que usaban las mujeres norteamericanas en los tiempos de Abraham Lincoln. Me detengo cuando ella se interpone en mi camino y la observo durante unos segundos, sintiéndome paralizado. Me pregunto a qué bando pertenece. Y mientras dudo, advierto que toda la gente, detrás y alrededor de mí, parece estar lista para una rebelión. Varios hombres se han acercado a las puertas y alguno de ellos ya está discutiendo con los guardias porque también ha querido salir pero se lo impidieron. Se oye un grito, hay forcejeos cerca de la puerta y se escuchan pasos en el piso superior como de tropas que llegan para reforzar a nuestros carceleros. Aprovecho la confusión generalizada y empujo a uno de los guardias, cruzo la puerta, corro unos metros por la cubierta y me lanzo al agua.
Hace mucho frío allá abajo y lo único que sé es que son aguas sucias, de puerto, que debo aguantar la respiración bajo la superficie hasta que estén por estallarme los pulmones y que debo nadar sin detenerme.
Cuando emerjo, desesperado por esa bocanada de aire que me entra como un trozo macizo de algo, como un bocado demasiado grande e imposible de tragar, advierto enseguida que el barco es un caos de gritos, disparos y ayes; parece una caja de metal llena de locos, un manicomio flotante que se incendia. Y veo también que del otro lado de los altos muelles, como una niña que se asomara sobre una barda para mirar el vecindario, se alza la silueta inconfundible y bella, querida y siempre misteriosa de Buenos Aires.
Nado con tanto asco como urgencia por alejarme, y, cuando finalmente salgo de las asquerosas aguas y me trepo a un muelle y me refugio entre los brazos oxidados de un viejo guinche en desuso, me pregunto qué es lo que ha sucedido. Y no tengo respuesta.
Pero sé que estoy en peligro y que debo secarme y buscar un sitio seguro donde encuentre algo fuerte y caliente para beber y acaso una explicación. Del puerto a mi casa hay mucha distancia, unos quince kilómetros de caminata, pero no veo más opción que andarlos. Soy un buen caminador cotidiano, así que me lanzo, al resguardo de las sombras, procurando circular por los sitios más oscuros. La zona del Bajo es buena para ello y recorro a paso firme e intenso toda la Avenida del Libertador, y Figueroa Alcorta, y Monroe. La ciudad tiene la apariencia de la normalidad más absoluta: pasan los coches y los micros de siempre; los trenes cruzan los mismos puentes, el Aeroparque recibe y despacha aviones, y en plazas y veredas casi no hay nadie porque hace muchísimo frío. No se ven más policías que los habituales, y cada vez que aparece un patrullero con su andar pachorriento pero siempre temible, yo me detengo y me escondo entre los árboles.
Por fin llego a mi viejo y pequeño departamento de solitario en la Estación Coghlan. Como no tengo las llaves, despierto a Edith, la encargada, y le pido los duplicados que ella tiene. Me recibe sorprendida, y aunque la preocupación se le marca en el rostro, con la inigualable amabilidad de los chilenos del sur me dice que quizá no sea conveniente que yo me quede esa noche en casa: algo muy grave está pasando, aunque no sabe precisar qué. Le digo que sólo voy a cambiarme las ropas.
Subo al séptimo piso y, sin encender las luces, bebo un largo vaso de ginebra que me produce una sensación maravillosa: algo me vuelve a llenar el alma y es como si el alma encontrara nuevamente un sitio en mi cuerpo, que se había vaciado. Enseguida me doy un prolongado duchazo de agua muy caliente. Hago todo veloz y eficientemente, y mientras me visto preparo una muda de ropa alternativa que guardo en un bolso deportivo de ésos de propaganda de cigarrillos norteamericanos, típicos de tienda libre de impuestos.
Cargo conmigo también mis documentos, el pasaporte, todo el dinero que encuentro y una foto de mis hijos, y reviso rápidamente mi agenda telefónica. No voy a llevarla para no comprometer a nadie si cayese en manos de mis perseguidores, pero grabo mentalmente algunos números que en ese momento pienso que me pueden ser útiles. Salgo del departamento y lo cierro con doble llave. Desciendo por la escalera para que ni siquiera se escuche el ruido del ascensor y, en la planta baja, le devuelvo las llaves a Edith y le digo que por supuesto no nos hemos visto. «Por supuesto», responde ella, «y que Dios lo acompañe». Salgo a la noche y al frío.
Ahora casi no hay nadie en la ciudad, lo cual me parece aún más extraño. Esta Buenos Aires me recuerda a la de los tiempos de dictaduras y estado de sitio, cuando el toque de queda amparaba las cacerías humanas. Busco un teléfono público y marco el número de mi amigo Jorge. No contesta. Pruebo en el de Luis, en el de Laura. Nadie responde. Dejo de intentarlo.
Camino hacia el norte; debo salir de la ciudad. No me atrevo a tomar un taxi ni un colectivo, así que marcho al mismo paso atlético de una hora antes, ahora con dirección al Acceso Norte. Planeo hacer dedo en alguna estación de servicio. Los camioneros son gente solidaria y no suelen hacer preguntas si los acompañantes también son discretos.
El que finalmente acepta llevarme es un gordo de bigotes que parece un Cantinflas obeso. Siempre viaja escuchando radio, me advierte como para que no se me ocurra entablar conversación, y en cuanto me acomodo alcanzo a oír el final de un noticiero. El gordo cambia de estación y mientras escoge una en la que Rivero canta «Tinta roja» dice: «Qué barbaridad lo que está pasando». Yo murmuro algo que parece un acuerdo, un sonidito imprecisable, y durante un buen rato sólo se escucha el rugir del motor, que parece que rompe la noche como una insolencia rodante. Al rato el gordo enciende un cigarrillo y me propone hablar de fútbol. Le sigo la corriente y después de que comentamos la mediocre campaña de Boca Juniors y compartimos pronósticos para el próximo Mundial, me quedo profundamente dormido y sueño que soy un señor gordo, muy gordo, tan gordo que para sobrevivir debo hacer un régimen a base de hidratos de tristeza y féculas de amor; debo comer de postre un dietético dulce de lágrimas y mi vida toda es una batalla a muerte contra los trigli-cerdos y el ácido fúrico.
Al día siguiente llegamos a Resistencia, cruzamos la ciudad y el puente sobre el Paraná, atravesamos Corrientes, y media hora después me deja sobre la ruta 12, en la entrada al Paso. Él sigue hacia Oberá. Nos saludamos como viejos amigos, nos prometemos un encuentro en el que ninguno de los dos cree, y yo emprendo la caminata hacia el pueblo. Son exactamente diez kilómetros, que conozco de memoria, pero me siento agotado y temo que el cansancio vaya a vencerme. Además me duelen los pies. Camino por el costado de la ruta y miro unas garzas que alzan vuelo, como desconfiadas de mi presencia, mientras pienso en Carlos, el último recurso que me queda.
Ya en el pueblo, lo busco en su casa pero no lo encuentro. La puerta de su casa está cerrada y no se ven los sillones en la galería. Puesto que todos me conocen en el Paso y quiero evitar ser visto, me dirijo a la playa, desconsolado, exhausto, y me quedo mirando, impotente, hacia la costa paraguaya que está del otro lado, a varios kilómetros de agua, dibujada como una línea verdinegra en el horizonte. Me recuesto en la arena y siento deseos de llorar. Entonces me dejo llevar por ese sentimiento de desolación, que me gana rápidamente sin que yo ofrezca resistencia, y en efecto me vence el llanto y así, lentamente, me voy quedando dormido como los niños saciados de leche.
Sueño que una lancha viene a buscarme: son mis amigos paraguayos, Guido, Víctor, Gladys, quienes desembarcan sobre la arena vestidos con jubones y petos de acero como los de los viejos conquistadores, como Garay o como Ayolas, portando lanzas de larga empuñadura y en sus cabezas aquellos mismos cascos de dos picos y empenachados. Me dicen que no haga caso de sus extravagantes indumentarias, que ya me explicarán de qué se trata pero que huyamos cuanto antes. Subimos a un yate bastante lujoso que me parece haber visto alguna vez, y nos alejamos rápidamente de la costa. Cuando andamos por el medio del río, junto a un banco de arenas blanquísimas que semeja un preparado de harina y levadura para ser amasado por un gigante, vemos que pasa un guardacostas de la Prefectura Naval lleno de gente vestida de gala (hombres de smoking; damas de largo) brindando y festejando. Nos saludan y se ríen a carcajadas, y en ese momento despierto del sueño.
Me encuentro ante una luz enceguecedora que me da de lleno en los ojos. No puedo ver nada, no distingo lo que hay del otro lado. Pero sé que hay alguien.
—¿Dónde estoy? —pregunto, angustiado—. ¿Quién está ahí?
—Adivine —me responde una voz fría y superior.
Y en ese momento me doy cuenta de que los sueños no siempre despejan las dudas y que esa voz acaso proviene del rostro indevelable de quien no conocemos y sólo podemos imaginar. Quizás he estado soñando que soñaba todo el tiempo, como si los sueños surgiesen de una infinita matrushka rusa que vengo abriendo desde siempre, desde mucho antes de haber estado en aquel barco anclado en el puerto de Buenos Aires.