El libro / Sylvia Iparraguirre

El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cu-bículo, la luz morteci-na le alcan-zó su cara en el espejo manchado. Maquinal-mente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanita-rio, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, descubrió el libro. Estaba en el suelo, de canto contra la pared. Era un libro peque-ño y grue-so, de tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momen-to. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó dis-traí-do las primeras pági-nas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró el re-loj. Fal-ta-ba para la salida del tren.
     Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido, reconoció coin-cidencias. En una página leyó nombres de lugares y de perso-nas que le eran familiares; a continuación, encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unas cien páginas más adelante —aunque era difícil calcularlas por el papel de arroz— leyó, sin error posi-ble, el nombre completo de Gabriela. Cerró la tapa con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmó-vil mirando la puerta pinta-da toscamen-te de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina express del bar. Cuan-do logró cal-mar un in-sensato pre-senti-mien-to, volvió a abrir el libro. Reco-rrió las páginas sin ver las palabras. Final-men-te sus ojos cayeron sobre unas lí-neas: En el cu-bículo, la luz mor-tecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmen-te se pasa la mano de dedos abier-tos por el pelo. Se le-vantó de un sal-to. Con el índice entre las pági-nas, fue a mirarse asom-brado al espe-jo, como si necesi-tara corroborar con alguien lo que estaba pa-san-do. Volvió a abrir-lo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las pági-nas, va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio tran-s-formado en un objeto candente. Lo miró horrori-za-do. Consultó el reloj. Su tren par-tía en diez minu-tos. En un gesto irreprimi-ble que consi-deró de locu-ra, reco-gió el li-bro, lo metió en el bolsi-llo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con an-gus-tia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escri-to, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con
     espanto, la ten-tación cada vez más fuerte, más imperio-sa, de leer las páginas finales. Se detuvo desconcertado; faltaban tres minu-tos para la par-tida. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.

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