No aminora el tren la marcha 
        
        a Isidora Aráoz
        
        Estaban quietos los cielos
        En Yacanto
        Al parecer moría, no lo sé
        Mi hermano, el más pequeño
        Los membrillos no habían madurado aún
        Y en sus verdes huevos seguía guardada la cría del tero
        Un cierto tinte rojo allá
        Atrás, en la montaña
        No lo he visto yo morir
        Más que otros días
        Al señalar algunas de esas florcitas tibias
        Silvestres
        Que esplenden en las lomadas
        Esto me da paz —decía
        Me hubiera gustado esa tarde
        Echar un galope tendido, a campo traviesa
        Saltar cercos, una y otra vez
        Cruzar los ríos
        En mi yegua baya
        Correr, correr hacia los oradores de la montaña
        
        
        Gran ciudad 
        
        
        He visto, al fin, una gran ciudad: voraz, tormentosa, amante
        terrible. He visto al hombre desnudo en ella, atosigado,
        criminal, cerniéndose sobre otros, chirriando dientes,
        adosado a sus paredes, monumentos, espiando en las iglesias
        vacías. Y este tumulto, sin embargo? Qué llevan todos
        en sus miradas que los une, que los compacta contra el
        tiempo o los latigazos de la tormenta? Cómo es posible
        que no giren como plumas en el vendaval? Atornillados
        a raíces, sus suelas adheridas a la brea. Oh! Es apenas una
        hebra de acomodo espiritual lo que los preserva. Y ese
        hombre desnudo, catástrofe, el desencajado, ese llamado
        Gran Ciudad u Horror, el más limpio, el que no entendía
        el llamado de los otros, el que perdió la silla en el juego,
        el último, el primero, el que masticaba las preguntas, ese
        a quien todos hubieran adorado como al Ángel si no hubiera
        sido pérdida de tiempo, soltar la hebra bendita y
        por todos glorificada; ese que se paseó desnudo ante los
        escaparates y las tiendas, ése, después de todo, era el destinado
        a las furiosas descargas, al colorido, al escándalo de
        los elementos. La multitud, al atisbarlo, se horrorizaba y
        cambiaba el rumbo: desorden! desorden! Ese hombre
        era el desorden de sus vidas. Oh! Qué puede un hombre
        solo, realmente solo, sino abrirse las entrañas y contemplar
        en ellas, aturdido, las magnificencias, las matanzas, el
        eterno abismo y, sobre todo, esa apenas hebra que cohesiona
        a la gran ciudad.