La taquigrafía narrativa de Roma / Silvia Eugenia Castillero

LLEGAR A ROMA significa volver. Desde cualquier colina por la que se ingrese se deja sentir en la respiración un inhalar hacia sí como si el aire regresara a nuestras cavidades. Roma otra vez, aunque nunca la hubiera visto antes, es la frase que murmuro mientras el Tíber me imanta hacia sus márgenes. Camino. Frente a mí aparece el Castel Sant’Angelo como la anunciación de mi ingreso al nudo, al centro.
    Caminar Roma es una experiencia que contiene una mirada doble, a la manera en que la entiende Roberto Calasso: la mirada que observa y la mirada que contempla la primigenia contemplación. Hay un sentido de pertenencia en el mirar, ¿un sentido de posesión anterior a la identidad? La posesión en ese mirar viene como una forma primaria del conocimiento en la concepción griega, ese sentir experimenta quien llega a Roma. De inmediato, una especie de potencia pareciera albergar el alma, o mejor, la percepción. Entonces comienza el mirar a vislumbrar formas y perfiles, ¿dioses?
    Roma es porosa porque sus objetos se metamorfosean, ésa es la manifestación de su realidad, los objetos no se fijan, fluyen. De ser transeúnte me convertí en un ente abierto, invadido, sacudido, donde incursionaron sensaciones de asombro y estremecimiento. Y los objetos se transformaban en cuanto los miraba. Incursio —recuerda Calasso— es un término técnico de la posesión. Nunca antes, sino en Roma, tuve cabal comprensión de lo que es poseer o ser poseído al incursionar mirando. Antes de nombrar hubo ese estado de embeleso, de estremecimiento lúcido.
    Llegué a Roma a buscar literatura, a encontrarme con autores italianos contemporáneos con el objetivo de formar este número que leemos de
LUVINA dedicado a la literatura italiana. Durante este recorrido, crucé el Foro Romano y el Coliseo (con las figuras de Julio César y Augusto casi en las entrañas) para llegar a casa de la poeta Antonella Anedda y bajar horas después hacia el monumental Panteón con su inmensa cúpula original y su espacio circular y conocerme con Maria Grazia Calandrone, cruzar enseguida la Torre Argentina, uno de los núcleos romanos más conmovedores por ser de los más antiguos de Roma, y llegar a la residencia del escritor Valerio Magrelli en el Barrio Hebraico, que se remonta al siglo II a.C., período de la migración de los mercaderes en busca de más fortuna fuera de Palestina, Egipto y Grecia, hasta Campo de’ Fiori, donde me dio cita la poeta Patrizia Cavalli, plaza que desde la época romana concentrara gran densidad de población y que en los siglos XVI y XVII fuera un punto de reunión del pueblo tan importante que allí mismo se realizaban las ejecuciones públicas, donde quemaron vivo a Giordano Bruno en 1600. Luego, del otro lado de la avenida Vittorio Emanuele, la Plaza Navona, bajo cuyo encanto y barullo conocí —a distintas horas y en diversos días— a Carlo Bordini, Bianca Garavelli, Alessio Brandolini, Marco Giovenale, Giuliano Mesa, Fabio Ciriachi y otros artistas de la palabra. Los ojos no cesaban de recorrer lo que oculto —detrás de las fachadas de los edificios modernos— da cuenta del estadio que construyó el emperador Domiciano en el año 86 d.C. Inmenso, de 240 metros de largo y 60 de ancho, dentro de este espacio se realizaban juegos gimnásticos, o «agonales», de donde deriva la palabra navona.
    Anduve la sinuosidad del centro, sus hondonadas y las ondas de sus aguas, y bajo el encanto de este delirio descubrí que, siguiendo el hilo conductor de sus fuentes que contienen una discreta presencia de rincón, se penetra la verdadera Roma, la de los dioses profanos y ocultos. Ese hilo de agua que va de una a otra fuente, en un simulacro que centellea, habla, oscila, es una potencia que articula un fluir certero, un sino que va del trasunto a la claridad: una epifanía. La antigüedad grecorromana, esa mitología tan en el fondo y en la superficie de nuestra cultura, tan descoyuntada y descontextualizada, tan lejana y nombrada en nuestra educación, se vuelve una experiencia: presencia y posesión y la vía de un conocimiento.
    Todo comenzó en la Via Giulia, esa noche luminosa en que caminaba por la calzada que construyó Julio II para unir la Basílica de San Pedro con el Campidoglio. De pronto un rostro aparece, centelleante presencia, resplandor inesperado, ¿es una doncella o un dios? Un mascarón hermafrodita que guarda en sus entrañas una potencia metafórica, lo que Calasso dio en llamar Ninfa, a la que pertenece la materia misma de la literatura, «potencia que precede y sostiene a la palabra. Desde el momento en que aquella potencia se manifiesta, la forma la sigue y se adapta, se articula según aquel flujo». (La literatura y los dioses, p. 37). Así fui conociendo la Roma de seres híbridos, entre doncellas y tritones, apolos, sátiros, gorgonas, dianas, esfinges y monstruos, seres marinos titubeantes entre el mar y los ríos, entre el agua y la tierra. Seres de la mitología que al mirarlos forman —como lo afirma Karl Kerényi— un ser supraindividual que ejerce en nosotros un poder bajo el cual se llena de imágenes el alma: ésa es la condición y el objeto de la mitología, una materia completamente humana porque puebla de sueños el imaginario.
    Roma se vuelve un recinto donde hace su aparición una asombrosa variedad de formas y tamaños. La presencia de «este cuerpo enorme y desorganizado de la mitología griega», como la define Robert Graves, es una «reducción a taquigrafía narrativa de la pantomima ritual realizada en los festivales públicos y registrada gráficamente en muchos casos en las paredes de los templos, en jarrones, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc.» (Los mitos griegos, p. 11). Y en las fuentes. Gracias a esta narración de flujos y fuentes, Roma —desde todas sus capas de historia que la hacen una ciudad atractiva y misteriosa— se nos ofrece coherente como una gran metáfora que a nuestros ojos de forasteros resuena como bienaventuranza perfecta.

 

 

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