La amistad con Dámaso venía de lejos. No sé decir de cuándo, las fechas se me confunden. Pero empezó, como tantas otras amistades, en la Redonda. La cárcel de encausados. Dámaso era uruguayo y había caído por un banco, el Banco de Londres y América del Sur. No su primer banco, desde ya. Llevaba un tiempo en la ciudad y estaba haciendo estragos.
Dámaso no viene por trabajo, ni por un viaje. No, se viene por una mina. Ya se sabe que un pelo de concha tira más que una yunta de bueyes. Se viene por Marisa, una pelirroja a la que había conocido en una competencia de turismo carretera, en Azul, en Olavarría, en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Ella estaba con un corredor de Rosario y se cruzan en los boxes, o en la tribuna. Al principio no le daba ni cinco de pelota, pero al mismo tiempo le daba a entender que le cabía, que le gustaba cómo venía la mano. Esas cosas de las minas. Yo también la hubiera seguido, porque Marisa estaba muy fuerte. Muy fuerte. No era especialmente bonita, pero sí alta, robusta, bien plantada. Un poco gordita, pero qué importaba. Entonces él se viene y al tiempo se junta con ella.
Yo estaba en la Redonda por un hecho en Casa Tía. Fue algo que en su momento dio que hablar, porque saltó un tipo de civil, un gil que empezó a gritar Alto en nombre de la ley, policía, policía, y terminó con un tiro en la pierna, pidiendo por favor que no le hicieran nada, porque le dolía mucho la pierna. Esa gente es así, no vale la saliva que me gasto en hablar. Pero antes de presentarme detenido, porque en ese momento pensé que no me quedaba otra, habían dado vuelta la casa de mi vieja, habían dado vuelta la casa de mi novia, y entonces antes de presentarme fui a hablar con García Jurado. Con el viejo, no con el hijo. Fui por una recomendación, y desde el estudio me acompañó a los tribunales y después se hizo cargo, después se puso a trabajar y de asociación ilícita, robo calificado, atentado a la autoridad, portación de arma de guerra y qué sé yo qué más, empezó a restar, empezó a restar, y llegó un punto en que no sé si el juez no me debía algo. La primera y última discusión que tuvimos fue por los honorarios, porque García Jurado calculaba un porcentaje según la plata que decían los diarios y yo le explicaba, y era la rigurosa verdad, que Casa Tía multiplicaba por tres, por cuatro, que nos habíamos llevado bastante menos de lo que se decía. Pero fue la primera y última discusión, porque él se dio cuenta de que yo iba con la verdad y yo me di cuenta de que él, a pesar de todas las cosas que se comentan, era un tipo de palabra. El viejo, al hijo no lo conozco. El viejo atendía a mucha gente del ambiente. Entonces yo estaba esperando que me dieran la libertad, cuando un día ingresa Dámaso a la Redonda.
En la cárcel estaban los rosarinos y los santafesinos. También había un grupito de porteños, pero los tenían aparte, como a los putos, porque si coincidían en el patio común los masacraban. Es más, creo que los porteños estaban con los putos, sí, los porteños estaban con los putos y creo que todavía sigue siendo así. Los rosarinos, los santafesinos, los evangélicos y los porteños con los putos. Pero los que mandaban eran los rosarinos y los santafesinos, por eso nos separaban de entrada en los pabellones. Y un uruguayo era, no digo un extraterrestre, pero no tenía nada que ver con nada. Aparte Dámaso venía con su cartel, lo habían sacado en el diario y en el diario decían que se había llevado una valija de guita del banco, el Banco de Londres y América del Sur, sin disparar un solo tiro. En el diario decían también que la policía no le había encontrado un centavo en el bolsillo. Y que le habían dado la captura en una cueva, una casa donde estaba aguantándose, por una tarea de inteligencia, o sea que lo habían buchoneado. Porque las tareas de inteligencia de la policía no existen, las tareas de inteligencia son tener cuatro, cinco buchones, hacer la vista gorda con ellos a cambio de datos, de nombres, de direcciones. Esta casa era de un tipo al que llamaban Anteojito. Anteojito García, que más de una vez ha salido en los diarios. Era un tipo que le conseguía dónde estar a gente que andaba prófuga. Un evadido, alguien que necesitaba borrarse, alguien con la captura recomendada. Anteojito tenía dos o tres piezas en el fondo de su casa, siempre había un lugar dónde tirar un colchón y esperar que bajara la marea. Había gente que decía que pateaba con las dos piernas y que ir a pedirle ayuda era meterse en la boca del lobo, pero Dámaso siempre lo defendió. O sea que la buchoneada vino de otro lado, pero fue imposible saber de dónde, los soplones son un ejército en las sombras.
Pero ya me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que los guardias quisieron hacerle pagar su derecho de piso, no directamente ellos sino a través de otros presos. Porque Dámaso, y ahí fue cuando empecé a pensar que era un tipo de ley, de nuestra ley, no les dio cinco de pelota. En la cárcel se puede dormir en un colchón, se puede comer fuera del menú de puchero y gorgojos, se puede tener papel higiénico y sábana para la visita íntima y se puede mirar un trocito de cielo por la ventana del calabozo, pero cada una de esas cosas se paga, y al contado rabioso. Y Dámaso, pudiendo hacerlo, no lo hizo. No lo hizo por una cuestión de estómago, porque peor que dormir en el piso y respirar el olor a meo y creolina impregnado en las paredes, en el piso, en el techo, peor que eso, decía, es comprar lo que los guardias les sacan a las visitas. Porque los guardias siempre tenían una excusa para quedarse con algo de comida, con un cartón de cigarrillos, con lo que les gustaba de lo que traían las visitas. Eso pasa en todas las cárceles, yo he estado en Córdoba, en Devoto, en Bahía Blanca, y en todas es igual. En todas. Los guardias les roban a las visitas de los presos y después venden esas cosas en la cantina. Yo he comprado un paquete de galletitas que tenía pegada la carta de un hijo a su padre preso, me pasó a mí, no lo estoy inventando. Y el derecho de piso, que a eso iba, era generalmente una paliza. Cuando uno entra en la cárcel tarda un poco en orientarse, en saber por dónde tiene que moverse. Los territorios están marcados y por más macho que uno sea hay lugares por donde no tiene que pisar. En la cárcel los amigos son tan importantes como los enemigos. Unos te ayudan, te aguantan cuando parece que el mundo se olvidó de vos, cuando no hay una visita, un paquete, nada, cuando volvés de los tubos, de las celdas de castigo, y están a tu lado si hay que defender el rancho o la parada o si hace falta una palabra de aliento. Y los otros, los otros también son necesarios, porque vos tenés que depositar el odio en alguien. El odio que vas acumulando día tras día, eso que te supura sin darte cuenta, cuando ves que un juez te basurea con un discurso o haciéndote comer un plantón, cuando te mandan a cortar los yuyos, a limpiar el baño, cuando una psicóloga te muestra una hoja con manchas y te pregunta qué ves, cuando tenés que quedarte en el molde aunque sea una rata la que te da una orden, porque los guardias son eso, ratas. Ese odio te puede pudrir la cabeza y si vos tenés un enemigo, alguien a quien putear, a quien prometerle que lo vas a matar cuando lo agarres afuera, lo podés descargar, podés oxigenar tus pensamientos, respirar mejor, pasar a otra cosa. La palabra de aliento es necesaria, pero la puteada también. La puteada te levanta, te mantiene vivo. Por eso tu enemigo es tan importante como tu amigo y no sé si más importante, porque un enemigo, aparte, te permite saber quién sos y qué pensás de la vida.
Entonces qué hacen las ratas, los guardias, digo. Traen a Dámaso de tribunales, que lo traen a los cinco minutos porque se había negado a declarar, todavía estaba con el defensor de oficio, un defensor de oficio que parecía un fiscal, que antes de entrar al despacho del juez le tiraba la lengua para sacarle de mentira verdad. Le tocaba con Carranza, encima, el juez Carranza, un gordo hijo de puta que parecía incómodo con el saco y la corbata, como si el saco y la corbata le picaran, un hijo de puta que seguramente estaría más cómodo con gorra y uniforme de la policía. Pero si había cerrado la boca en Investigaciones, en la jefatura de policía, no la iba a abrir con su señoría. Parece increíble pero todavía quedan giles que creen que la policía y la justicia son cosas diferentes, que dicen Señor juez, me comí flor de biaba, que dicen Me reservo el derecho de declarar porque yo creo en la justicia. Pero ya me estoy yendo por las ramas. Los policías de Investigaciones no pueden sacarle una palabra, querían saber dónde estaba la valija con la plata. Remueven cielo y tierra y se quedan con las manos vacías, sin morder ni un poquito de la torta. Traen entonces a Dámaso de tribunales, lo pasean un poco y como por descuido, como por casualidad, los guardias lo dejan en un patio equivocado. El patio donde estaban los porteños. Pero en la cárcel no hay descuidos, ni casualidades. Era la hora del mate, y yo venía de los talleres, porque en la panadería, en la carpintería del penal uno podía distraerse y pasar el tiempo sin agachar la cabeza. Venía con Mosquito, que había caído conmigo por lo de Casa Tía, y con el Negro Rizzo. El Negro Rizzo estaba con perpetua por doble homicidio y accesoria por tiempo indeterminado, pero era un pan de Dios. Un pan de Dios, nunca conocí un tipo más bueno. Trabajaba en la petroquímica, en Puerto San Martín, hacía su vida normal. Nadie podía decir nada de él. Hasta que un día se cargó a dos vecinos en una pelea de cumpleaños, porque le habían dicho algo a la señora, la habían ofendido, y uno de esos vecinos tenía familiares o amigos en la justicia.
Cuando vengo del taller con el Negro y con Mosquito, y paso por el patio de los porteños, lo veo a Dámaso solo, como si estuviera perdido, y al lado cuatro, cinco porteños, y un tipo que tenía tetas. Hugo, me dice Mosquito. Nada más. Hugo, me dice. Sí, le digo, como si nos estuviéramos hablando con la mente. Qué casualidad, no había un solo guardia alrededor. No había uno solo, cuando normalmente uno no se podía mover sin que le estuvieran diciendo algo. Los porteños lo rodearon a Dámaso y lo empezaron a apurar. Le decían que se había querido meter con el tipo que tenía tetas, y que ese tipo era del pabellón. Uno le tiró una trompada, y Dámaso le contestó y enseguida otro lo quiso agarrar de atrás y otro más le tiró una patada. Dámaso los tenía a raya, pero no podía zafar, atrás tenía los baños y si se metía en los baños no salía más. Entonces nos metimos nosotros. Vamos a emparejar, les dije. Porteños de mierda y la puta que los parió, les dije. No se pelea cinco contra uno, les dije, y Mosquito surtió al que parecía ser el jefe de ellos. Mosquito había hecho boxeo en el gimnasio del club Río Negro, había peleado como aficionado en la categoría mosca, de donde le venía el apodo, porque más que mosca, por lo flaquito y estirado, era Mosquito. Otros dos se le vinieron encima al Negro Rizzo, y el Negro, que era un pan de Dios, que era incapaz de matar una mosca si no lo provocaban, sacó una púa que afilaba en la carpintería, un pedazo de hierro con un mango de madera que afilaba mientras se ponía a pensar en los vecinos que se habían propasado con su señora, y tiró un chuzazo al aire. Uno de ellos quiso sacar también una faca, quiso nomás, porque le calcé una patada en los huevos y quedó desparramado por el suelo. El tipo que tenía tetas se puso a gritar y de pronto se llenó de ratas, digo, de guardias. Las ratas se ensañaron con el Negro Rizzo, porque le encontraron la púa y de paso le cargaron la faca que tenía el porteño. Le cargaron la faca y lo llevaron a los tubos, cuando salió el Negro Rizzo parpadeaba como si estuviera jugando al truco, no soportaba la luz del sol.
A los días, a la semana, Dámaso se vino a nuestro pabellón y empezamos a compartir el rancho. En una visita le presenté al viejo García Jurado y el viejo le empezó a llevar la causa y más o menos por la misma época salimos con falta de mérito. Falta de mérito o beneficio de la duda, no me acuerdo. Sin perjuicio de que continúen las investigaciones, dijo el juez. Pero qué perjuicio y qué investigaciones, si los reconocimientos en Casa Tía dieron negativos, hasta el policía al que le habíamos tirado se confundió cuando nos pusieron en la rueda, y a Dámaso tampoco le pudieron probar nada. Qué perjuicio y qué investigaciones, pelotudo.