(Nota de la Traductora) / María Sonia Cristoff

    
Normalmente aquí tomamos sólo té, me dijo Amy, desde la cabecera de la mesa, cuando pregunté en cuál de los termos estaba el café. Era mi primer desayuno en la estancia fueguina a la que había llegado contratada para traducir los Diarios manuscritos de un antepasado de la familia que había sido, además, uno de los primeros hombres blancos en asentarse en esas tierras. Era el primer desayuno, insisto, del primer día de un total de sesenta que en ese instante, a partir de esa sola frase, se me volvieron interminables, imposibles: no recordaba haber traducido ni una sola frase sin la conspiración implícita del café. Los otros contratados para trabajar en la estancia —tres biólogas recién recibidas que oficiarían de asistentes de Amy en sus investigaciones sobre los cetáceos australes y un diletante que, harto de recorrer el mundo, había recalado ahí con la promesa de encargarse de las flores del jardín— ya estaban sentados alrededor de la mesa larga de madera en la que, comprobaría con el correr de los días, nos servirían todas las comidas con una puntualidad imperturbable. Miré a mis colegas, por así llamarlos, buscando no sé qué clase de solidaridad, pero todas las mujeres tenían la vista baja; solamente el diletante me miró fugazmente antes de llevarse a la boca su tazón de té con leche. Las otras tazas, comprobé, estaban repletas del mismo brebaje. Mi estómago se estrujó.
     También en ese primer desayuno, Amy nos explicó cuáles eran las otras cosas que normalmente se hacían en su estancia: a las nueve en punto té con leche, a las nueve y media comienzo del trabajo, a la una en punto almuerzo, a las dos conducción de visita guiada por la estancia para los grupos de turistas que llegaban por el Canal de Beagle —tarea que debíamos realizar los cinco contratados, independientemente de nuestros trabajos y saberes específicos y de nuestro currículum y de nuestras preferencias—, a las tres y media retorno al trabajo específico, a las siete y media cena. Café jamás. Duchas tres veces por semana: bañarse todos los días, lujuria imperdonable. Cuarto no propio sino compartido con los colegas y, además, externo a la casa principal. Calefacción nula. Sentí de pronto una dislocación, el ingreso a un universo paralelo, una especie de Legión Extranjera en versión patagónica a la que nunca había aplicado. O de algún modo sí. En realidad, sin ánimo de entrar en detalles, debo confesar que se trataba de un momento de mi vida en el que volver a Buenos Aires era mucho peor que estar cautiva en medio de la Tierra del Fuego.
     Entonces hubo una noche en la que, al contrario de las otras, no me fui a la cama a leer, sumergida entre mantas insuficientes, inmediatamente después de comer. Decidí, al menos por una vez, quedarme un rato en la sala en la que mis colegas solían jugar a las cartas hasta la medianoche. Me desplomé en un sillón que estaba cerca de una puerta: los juegos de mesa me causan urticaria pero, embarcada en el plan de sociabilizar en el que estaba, no dije nada. Hojeé una revista vieja. Miré por los ventanales: las montañas, el Beagle, todo se veía negro. Me preguntaba cómo haría para resistir allí el tiempo que tenía por delante: el catálogo de normalidades que Amy había ido desgranando a lo largo de esa semana estaba haciendo estragos en mí. Por los comentarios y sobrentendidos que circulaban en la partida de cartas, deduje que los otros habían desarrollado ya vínculos bastante definidos. El diletante ejercía un poder evidente sobre el resto. En un momento, sin desviar la mirada de sus cartas, me comentó que por ahí había una revista con muy buenos crucigramas: me abstuve de decirle que los crucigramas me dan casi tanta urticaria como los juegos de mesa y me puse a leer un horóscopo viejo en el que se me instaba a resolver urgente cuestiones legales postergadas. De pronto sentí más frío que de costumbre: me di cuenta de que la puerta contigua a mi sillón se había abierto por alguna ráfaga de viento que ahora apuntaba directamente a mí. Me levanté para resolver lo que ya me parecía un ataque personal —esta vez de la naturaleza— y vi, por la puerta entreabierta, que del otro lado había una gran sala que parecía cumplir la misma función que ésta en la que estábamos, aunque la escenografía era muy distinta: los sillones se veían mullidos, los muebles antiguos, y en un rincón había una serie de botellas de bebidas blancas apiñadas en un mueble de madera que parecía tallado a mano. Una especie de salón vip, pensé. Estaba por cerrar bien la puerta para evitar más ráfagas cuando vi que, sobre una pared, había una biblioteca. Inmensa, llena de libros. Fui cual rayo hasta el cuarto que no era ni propio ni calefaccionado, busqué mi linternita de lectura y esa noche me quedé, quién sabe hasta qué hora, adivinando en lomos derruidos títulos de relatos de viajeros que hasta entonces, aun en una vida absorbida por la lectura, ni siquiera habían pasado por mi cabeza.
     A la noche siguiente volví a mi rutina de irme a la cama inmediatamente después de comer, con la diferencia de que, a partir de entonces, las novelas que me había llevado para leer desde Buenos Aires fueron desplazadas por los relatos de viaje que, subrepticiamente, iba sacando de esa gran biblioteca. La toponimia de esos relatos indicaba trayectos próximos, muy próximos en verdad al recodo del Canal de Beagle en el que yo había devenido una especie de traductora en cautiverio. A partir de ese momento, sin embargo, algo cambió: los grupos de turistas que los días previos me habían resultado un tormento me parecían ahora una bendición, una suerte de cómplices involuntarios. Esperaba ansiosa que se hicieran las dos de la tarde para verlos bajar del muelle. Entonces los llevaba de caminata entre los bosques, con la diferencia de que ahora, en vez de recitarles el guión oficial que Amy me había dado impreso el primer día, en el que convivían datos históricos con precisiones sobre la flora y la fauna, me entregaba a una deriva en la que iban apareciendo, inconexas y urgentes, algunas de las historias que había leído la noche previa. Convertía a los turistas en una especie de lectores cautivos y les contaba, por ejemplo, la historia de Allen Gardiner,
    
     el capitán de la marina inglesa que, a los cuarenta años, cuando muere su mujer, decide cambiar la fe en las flotas por la fe en los Evangelios y, después de fracasar en Nueva Guinea y en el sur de África, viene a predicar entre los indígenas fueguinos, pero naufraga en Puerto Español, en el extremo oriental de Tierra del Fuego, y mientras los hombres de su expedición van muriendo de sed y de frío, logra tomar notas en una libreta que fue encontrada diez meses más tarde del naufragio, en octubre de 1851, junto a los diarios y las cartas y los cadáveres, y en el cual la caligrafía temblorosa de Gardiner asegura que, a pesar de no haber probado agua ni bocado en varios días, no cambiaría esa condición de éxtasis por nada en el mundo.
    
     O la de Florence Dixie,
    
     la aristócrata inglesa que, hastiada de lo que considera «la superficialidad de la existencia moderna», decide hacer un viaje a la Patagonia que entonces, a fines del diecinueve, resultaba un territorio verdaderamente remoto, «otro planeta», como no deja de llamarlo, para lo cual parte en barco con una comitiva que no excluye a su marido y, en una época en la que la caza no era un tabú sino un deporte que reconfirmaba la diferenciación de clase, pasa allí un tiempo matando todo tipo de animales —ñandúes, guanacos, zorros y hasta una ibis— y cocinando varias de esas presas y recuperando la vitalidad perdida en las conversaciones de salones londinenses y hasta se podría decir que transformándose radicalmente, porque después de ese viaje, y de otro que hace al África como corresponsal de guerra, en su vuelta a Inglaterra Florence Dixie se convierte, a través de sus artículos periodísticos y de sus libros, en una opositora al imperialismo inglés en África y en Irlanda y, con igual vehemencia, en una activista a favor de los derechos de la mujer.
    
     O la historia de Iuliu Popper,
    
     quien huye de su Rumania natal, perseguido por su condición de judío, y se recibe de ingeniero en París, después de lo cual trabaja en el mantenimiento del Canal de Suez, en el ordenamiento urbano de Nueva Orleans y de La Habana y en los planes cartográficos del gobierno mexicano antes de recalar en la Argentina en 1885, donde rápidamente establece contacto con los círculos de poder, lo que le permite ir como enviado a inspeccionar las posibilidades de explotación minera en Santa Cruz, aunque él va más allá y da los primeros pasos para explotar oro en Tierra del Fuego, territorio en el que también explota indígenas y en el que planea fundar una colonia llamada Atlanta a partir de la cual se propone competir, en dudosa alianza con el gobierno argentino, contra la supremacía comercial que Punta Arenas, enclave chileno, obtenía por entonces de la multiplicidad de barcos que cruzaban entre el Atlántico y el Pacífico, pero el plan queda trunco, como varios otros, después de que lo asalta una muerte súbita y también dudosa en su departamento céntrico de Buenos Aires.
    
     Mientras yo me dejaba llevar por esos cuentos que me arrojaban a una locuacidad más que infrecuente, los turistas iban pasando por los bosques —llenos de especies de árboles, arbustos, flores y pájaros de nombre, colores y hábitos muy definidos—, por el galpón donde se hace la esquila —un proceso de lo más complicado y una de las industrias más representativas de la región—, o frente a la reproducción de las chozas en las que alguna vez vivieron los indios de la zona —que eran de características muy distintas y muy reveladoras según pertenecieran a la tribu de los Yámana, o la de los Ona—, pero acerca de todo eso yo no les decía nada. Algunos, los interesados en mis cuentos —a los cuales, por otra parte, con cada paseo les iba agregando nuevos ingredientes—, me seguían. Eran los menos, tengo que reconocer. Los otros, interesados en los objetos y especies que tenían por primera vez frente a sus ojos, se iban rezagando. Miraban las cosas, se miraban entre ellos. Esperaban, al menos, los epígrafes, porque es cosa sabida que las visitas guiadas despiertan la peor versión del escolar: jamás el curioso, mucho menos el autodidacta, sino el obediente que reclama datos para tomar apuntes sobre temas que en verdad no le importan. También la peor versión del lector: el que cree que hay una correspondencia directa entre lo que ve a su alrededor y los relatos que de allí puedan surgir.
     Fue al regreso de uno de esos paseos, no me acuerdo precisamente cuándo pero seguro que ya estaba por completarse mi primer mes en la estancia, cuando Amy me interceptó cerca del muelle donde debíamos despedir a los turistas que se iban por el mismo Beagle que los había traído. Roja, encendida de furia estaba. Normalmenteaquí les hablamos a los visitantes de lo que están viendo, dijo, y se quedó muda, mirándome fijo, no sé si para recuperar el aliento o para esperar alguna explicación de mi parte. Mucho más interesante me parece la cantidad de libros y relatos implicados en lo que estaban viendo, murmuré, ni siquiera sé si como respuesta, y seguí caminando. Horas y horas. Volví cerca de la medianoche y caí desplomada en la cama. Antes de dormirme profundamente, apenas atiné a preguntarme cómo sería la versión de ¡Está despedida! cuando no había un escritorio que vaciar ni un taxi para llamar a la salida.

Comparte este texto: