Velador / Oliverio Coelho

En vez de ir a la clínica a cumplir con los protocolos de la muerte, Sauri sube al Peugeot 504 modelo 87 y va hacia el monoambiente que su padre alquiló cerca de la estación Pacífico. Entra de manera sigilosa, como si temiera interrumpir la siesta de alguien. Las persianas están bajas y las bombitas de los techos, quemadas. Sólo funciona el velador apoyado en un tacho de pintura de plástico, junto al que su padre, en un colchón, solía tenderse a leer el diario, fumar y rastrear en horas vacías el origen de su enfermedad.
     Hay diarios, tazas sucias, ceniceros, colillas, objetos disecados por capas de polvo y eras de soledad. El lugar luce desértico y material, como una fábrica alguna vez espléndida que fue abandonada. Los diarios apilados junto a la cama datan de más de veinticinco años atrás. En la mayoría de ellos Sauri aparece mencionado y/o fotografiado como un joven prodigio del ajedrez argentino.
     Busca bolsas de consorcio. Empieza a separar los documentos útiles, papeles con teléfonos, agendas, carpetas con planos, boletas, escrituras, fotocopias de expedientes y tarjetas personales de lo más variadas. Toda una riqueza hipotética con la que siete meses atrás Luis Alberto, tras echar por la borda décadas de matrimonio, dejó el pequeño pueblo de Laprida, o bien para curarse, o bien para morir en Buenos Aires, la ciudad que amó hasta que una mujer, a los veintitrés años, cuando todavía existían los trenes, lo arrastró al fondo de la pampa. 
     Mientras forma dos conjuntos, lo valioso o enigmático por un lado, y la basura por otro, Sauri tiene la sensación de que perpetra un saqueo deseado durante años. En la misma bolsa guarda las pequeñas pertenencias que va encontrando en el suelo y en el tacho de pintura que oficia de mesita de luz. Prefiere dejar en su lugar los objetos grandes, cargados de anonimato como si nunca hubieran sido realmente de nadie y cumplieran una función para la que no han sido creados. Son lo suficientemente vulgares y visibles como para satisfacer la avidez de su madre. A las miniaturas —ceniceros, anteojos, monedas, cucharas—, todas cosas anticuadas que no puede decir que su padre haya coleccionado pero que en secreto recolectó y liberó, como a animales callejeros, en ese dominio del azar que es su monoambiente, las va envolviendo en hojas de diario que ahora no hacen más que fechar un fracaso.
     Le sorprende que Luis Alberto haya trasladado desde Laprida esa colección de elementos insignificantes. La presencia de esos objetos parece anticipar la muerte, como si lo verdaderamente propio, aquello con lo cual un hombre emprende un viaje al más allá, fueran sólo miniaturas en el teatro de la vida. Abolla uno por uno los diarios que quedan y los mete en una bolsa. Una página se resiste a entrar en la bolsa. Al empujarla no puede evitar reconocer cenizas de su biografía en una foto blanco y negro del diario La Razón. Aparece pensativo en un panamericano juvenil que, no recuerda exactamente cuándo, ganó en Mar del Plata.
     Antes de irse, pasa a la cocina, recorre a tientas la bajomesada, mueve platos y ollas, y por fin da con el paquete negro que en sus manos cruje como el envoltorio de un caramelo.
     Guarda en el baúl del Peugeot una bolsa de consorcio con los papeles secretos de su padre y otra con sus miniaturas. Tira en el cordón de la vereda una tercera bolsa con recortes que fechan su pasado. En la guantera ubica el paquete negro. Se repasa las encías con la lengua y se inspecciona la boca entreabierta en el espejo. Hace pantalla con las manos, embolsa y verifica su aliento. Luego, rumbo a la clínica intenta sintonizar Radio Continental, deslizando la aguja del dial morosamente para evitar el ruido blanco.
     En el quinto piso, apenas sale del ascensor, su madre recién llegada de Laprida habla con el jefe de terapia intensiva. Parece extraer de la enfermedad de su padre una satisfacción que la llena de vitalidad. Detrás, un ventanal recorta edificios agrietados y nubes bajas.
     Durante unos treinta segundos Sauri presencia la escena de incógnito, hasta que Lidia lo ve y le dice algo al médico. Ambos se vuelven hacia él, impasibles, como si conspiraran en un mismo tipo de gravedad. El médico le extiende la mano suave y helada. Una mano falsa. «El cuerpo de su padre se está apagando».
     La bomba de morfina, junto al respaldo cromado de la cama, emite una alarma. Una enfermera demudada, como si la pólvora de la muerte la transformara en una completa intrusa, irrumpe en la habitación. Sauri y su madre, a los lados de la cama, asisten a ese fenómeno que arruina la perfección de la cuenta regresiva. Mientras la enfermera calibra esa especie de reloj que en vez de arena dosifica una maravilla opiácea, Sauri trata de hacer coincidir la apariencia de ese hombre disecado por la quimioterapia con la imagen de su padre. La medicina le impone una melodía patética a la extinción. Su padre no muere, se borra. Lidia lagrimea mientras el hombre al que no amó vuelve a ser humano, pausa la respiración, entra de a poco en la muerte y va recuperando, paradójicamente, la máscara de un hombre vivo.
     La enfermera se retira. La bomba no vuelve a sonar. Afuera llovizna. Por la luz del ventanal abierto, Sauri tiene la impresión de que el mundo, del otro lado, se paralizó. ¿Cuánto puede tardar un hombre en morir? ¿Cuánto puede durar la muerte en alguien que ya fue sentenciado? Desea que todo termine pronto. Entonces, en un segundo sobrenatural que empalma tiempo y realidad en una misma duración, su padre da un suspiro profundo. Una sensación de irrealidad invade a Sauri: ¿es eso la muerte? El momento en que la respiración se apaga probablemente sea insignificante en relación a la duración de esa muerte en el futuro.
    
     Vaga por la ciudad en el 504. Piensa que la pequeña intimidad de su padre está en el baúl del auto, pero no puede imaginar su cuerpo confinado para siempre en un cajón. Recuerda cuántas veces, de joven, deseó verlo muerto. Ahora sólo anhela un último fragmento de vida, una imagen ínfima, porque la muerte barrió de pronto todos los recuerdos e instaló en la memoria a actores en pose de desgracia.
     Sopesa la posibilidad de seguir errando por la ciudad. Frena de golpe, para no pasar un semáforo en rojo. Le parece que no pasar ese semáforo es importante. De inmediato, con el ruido agónico de la frenada, recupera una imagen de su infancia: su padre al volante de un Renault 12 azul del año 78, abollado y sin asientos traseros. Una bestia semidesguazada que había sobrevivido a todas las batallas, incluso al desorden de un dueño que nunca pagó patentes. En la parte trasera del coche se acumulaban miniaturas mugrientas y se condensaban olores extrañamente agradables que Sauri, de chico, asociaba a actos de hechicería que creía que le permitían a su padre vivir sin trabajo fijo. Por el tapizado de cuerina cuarteada asomaba una gomespuma que él solía desmigajar en silencio, mientras su padre le arrancaba al vehículo resuellos para ponerlo en marcha.

     Permanece detenido en punto muerto sobre la senda peatonal, con el semáforo en verde, acariciándose el mentón, hasta que alguien le toca bocina. Recuerda que después de un choque grave contra un tractor en la Ruta 86, el Renault no arrancó más. Aunque Sauri mucho después pidió verlo, su padre le confesó que no recordaba en qué kilómetro había abandonado esos restos de chatarra.

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