La partida* / Gabriela Cabezón Cámara

Fue el brillo: el cachorro saltaba luminoso entre las patas polvorientas y ajadas, con tajos, porque la miseria alienta la grieta, la talla, va arañando lenta a la intemperie la piel de sus nacidos, la hace cuero seco, la cuartea, le impone una morfología a sus criaturas. Al cachorro todavía no, brillaba con la luz de lo alegre de estar vivo, una luz no alcanzada por la triste opacidad de una pobreza que era más falta de ideas que de comida.
     Hambre no había pero era gris y polvorosa la vida en esos llanos, los míos, tan poco brillo había que cuando vi el cachorro supe que era eso lo que quería para mí, algo radiante, luminoso. No era la primera vez que veía uno, incluso había parido a mis criaturas y no es que no brillara nunca la llanura: brillaba con el agua. Revivía aunque se ahogara, toda ella perdía la chatura, corcoveaba de granos, tolderías, indios dados vuelta, cautivas desatadas y caballos que nadaban con sus gauchos mientras cerca les brincaban los dorados como rayos: burbujas de amanecer condensado que duraban un instante sobre el agua toda entera partida en pedacitos que se iban para abajo, para lo hondo, para el centro del cauce del río desbordado, y en cada pedacito de ese río agigantado brillaba algo de cielo y no parecía cierto ver todo eso, cómo el mundo entero era arrastrado a un vértigo barroso que caía lentamente y girando sus cientos de leguas rumbo al mar.
     Primero era algo así como una competencia: nadaban hombres, nadaban perros y caballos y terneros huyéndole a lo hondo, a lo que chupa, a lo que asfixia, a lo fuerte del agua que nos mata. Unas horas después ya no había lucha, era larga y era ancha la manada, las vacas, los toros, los terneros, cimarrón como el río mismo ese ganado ya perdido y arrasado más que arreado, dando vueltas carnero los carneros y todo lo demás; las patas para arriba, para adelante, para abajo, para atrás como trompos con eje horizontal avanzaban veloces apretados entraban vivos salían kilos de carne putrefacta y terminaban empotrados en el barro como un monte de bichos encastrados con las patas estiradas en todas direcciones, un ejército de soldados de plomo amontonados, trabados con sus sables y fusiles, con sus piernas y sus torsos valerosos. Era un río de vacas en veloz caída horizontal: así caen los ríos en mi tierra, con una velocidad que a su vez es un ahondarse, y así vuelvo al polvo que todo lo opacaba del principio y al brillo del cachorro que vi como si nunca hubiera visto las vacas nadadoras ni a sus cueros relumbrantes ni a toda la llanura echando luz como una piedra mojada al sol del mediodía.
     Lo vi al perro y desde entonces no hago más que buscar ese brillo para mí. Para empezar, me quedé con el cachorro. Le puse Estreya y así se llama aun hoy tan lejos y tanto tiempo después de la llanura cuando hasta yo cambié de nombre. Me llamo Lady Josephine Star-Iron ahora. De entonces conservo sólo, y traducido, el Fierro, que ni siquiera era mío, y el Star, que elegí cuando elegí a Estreya. Llamar, no me llamaba; nací huérfana, como si me hubieran parido los yuyitos de flores violetas que suavizan la ferocidad de esa llanura, pensaba yo cuando escuchaba el «como si te hubieran parido los yuyos» que decía la que me crió, una negra que enviudó más luego por el cuchillo de él que quizás no veía de borracho y lo mató por negro nomás, porque podía, o quizás, me gusta creer esto aun de la bestia de Fierro mi marido, lo mató para enviudarla a la Negra que me maltrató media infancia como si yo fuera su negra.
     Fui su negra: la negra de la Negra media infancia y después, que fue muy pronto, me entregó al gaucho cantor en sagrado matrimonio. Yo creo que el negro me perdió en un truco con grapa en esa pobre tapera que llamaban pulpería y que el cantor me quería ya y de tan niña que me vio quiso contar con el permiso divino, un sacramento para tirarse arriba mío con la bendición de Dios. Me pesó Fierro: antes de cumplir catorce ya le había dado dos hijos a la bestia. Cuando se lo llevaron, y se llevaron a casi todos los hombres de ese pobre caserío que no tenía ni iglesia, me quedé tan sola como habré estado de recién parida, sola de una soledad animal porque sólo entre las fieras se pueden salvar ciertas distancias: una bebé rubia y de ojos azules como no hay azul fuera del cielo allá en la pampa no caía así nomás en manos de una negra. Pero esta boca, me dicen acá, donde me han abierto los brazos como a una hermana medio salvaje nacida en las selvas del Imperio de un padre tan británico como la Reina Victoria, esta boca no es de inglesa.
     Cuando se llevaron a la bestia de Fierro como a todos los otros se llevaron también al gringo de «Inca la perra» como cantó después el gracioso y se quedó unos días en el pueblo aquella colorada, Elizabeth, sabría su nombre luego y para siempre, en el intento de recuperar a su marido. No le pasaba lo que a mí. Jamás pensé en ir tras Fierro y mucho menos arreando a sus dos hijos. Eso lo había hecho la Deolinda Correa cuando el Tigre se llevó a su hombre. Yo no. Yo me sentí libre, sentí cómo cedía lo que me ataba y le dejé las criaturas al matrimonio de peones viejos que había quedado en la estancia. Les mentí, les dije que iba a rescatarlo. El padre volvería o no, no me importaba entonces: tenía catorce años más o menos y por lo menos había dejado a los pendejos con dos viejos que los llamaban por sus nombres, mucho más de lo que yo nunca había tenido.
     La falta de ideas me tenía atada, la ignorancia: no sabía que podía andar suelta. Por el color nomás, porque había visto poco blanco y albergaba la esperanza de que fueran mis parientes, me le subí a la carreta a Elizabeth. Le pasaría algo parecido a ella también, porque me dejó acercarme a mí que tenía menos modales que una mula, menos modales que el cachorro que me acompañaba. Me miró con desconfianza pero me alcanzó una taza con un líquido caliente y me dijo «ti», como asumiendo que no sabría hablar y teniendo razón. «Tea», me dijo y eso que en español suena a vocativo en situación de recibir, «para ti», «a ti», en inglés es una ceremonia cotidiana y eso recibí con mi primera palabra en esa lengua que tal vez había sido mi lengua madre y eso mismo es lo que tomo hoy mientras el mundo parece amenazado por lo negro y lo violento, por el ruido furioso de lo que seguramente no será más que una tormenta de las que baten el mar contra estos acantilados.

 

*          Fragmento de Una novela imperialista, en curso.

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