a mis amigos Pablo y Mariel
instalarse en el miedo como quien vive dentro de la lentitud
Roberto Bolaño
Había olvidado mi terror a las serpientes. La semana pasada, sin embargo, durante una improvisada reunión, una amiga contó una anécdota que me lo devolvió en toda su magnitud. De hecho, ni bien terminó de contarla y cuando todavía estaba afectado por la impresión, mi primer impulso fue pedirle que la contara de nuevo. Lo hice con un entusiasmo egoísta, despreocupado del interés o la paciencia que podía tener el resto en volver a escuchar lo mismo. Pero la anécdota había tenido una gran influencia sobre mí; había sido como una vuelta en uno de esos juegos mecánicos de velocidad o altura, que después de haberme subido una vez, quería repetir incansablemente.
Mi amiga no tuvo inconveniente, se acercó y volvió a contar lo mismo, esta vez de manera un poco más lenta y didáctica, dando por seguro que yo me habría perdido en algún fragmento de la historia. Yo escuché con atención y, en el mismo momento que antes, sin importar que estuviera avisado, volví a sentir la inesperada cosquilla, el repentino escalofrío; sólo que en esta segunda oportunidad, aparte de aquel efecto, el relato me supo dejar algo. Me dejó adheridas las últimas palabras, la frase final: lo estaba midiendo. Lo estaba midiendo, repetí para mí, inaudible, como un rezo o un balbuceo idiota que de golpe eché a rodar por las encías, el paladar, la lengua y los dientes, sin comprenderlo, como si fuera la materia dura de un caramelo, o el jugo último de una mazorca o un hueso.
Con intermitencias, esa noche y los días siguientes, el relato de la serpiente siguió instalado. Lo esquivaba o deshacía con reflexiones y lo recuperaba en recuerdos. Los recuerdos tenían que ver con mi temprano pavor a las serpientes y a toda clase de reptil. Un pavor que con los años se había ido transformando en un rechazo o asco civilizado. En apenas un moderado ejercicio de desagrado y evitación. En verdad, mi terror hacia esos bichos, si lo pienso bien, siempre había sido tan fuerte como subestimado y secreto. Nunca había hecho que no me acercara, por ejemplo, a los serpentarios de los zoológicos, o que no pudiera ver escenas con serpientes en un documental. Y como siempre viví en la ciudad —donde el riesgo de las serpientes es un riesgo nulo para la razón— el terror sin medida supo quedar confinado a ciertas zonas remotas de mi cabeza. Pero debo admitir que toda vez que se mencionaban lugares turísticos, regiones o ciudades para visitar y conocer, enseguida se me cruzaba, como una alarma, como un alerta rojo, si en esos lugares habría o no serpientes. Así, México, el Amazonas, Egipto, la India o la Florida, por más cautivantes que yo sabía que pudieran ser, no lograban superar el filtro de mi angustia.
Además la anécdota me llevó a buscar información sobre toda clase de serpientes. Me enteré de singularidades y extravagancias. Observé con una suerte de masoquismo morbosos videos en internet. Supe de las primitivas serpientes con patas, de las que pasan meses sin comer o comen hasta sus propios huevos, y vi la digestión real, por parte de una pitón, de un mediano hipopótamo (eso fue como ver una versión negra, siniestra, del dibujo inicial de El principito). También me llamó la atención el tono neutro de las enciclopedias, donde las serpientes son tratadas como cualquier especie, e incluso, como una especie vulnerable y perseguida.
Con respecto a los recuerdos, el primero que reapareció en mi memoria fue un relato infantil, contado en casa de una familia ucraniana o rusa, donde yo solía jugar mientras mis padres trabajaban. La familia había llegado a la Argentina después de la segunda guerra, y en su largo periplo, había recalado y dejado parientes en las afueras de Asunción. Una de las mujeres, no recuerdo si la madre o alguna de sus hijas, me había contado —y tal vez, por ser yo un niño, también advertido— que en Paraguay, sobre todo durante las inundaciones, cómo las víboras y anguilas podían meterse y nadar por las cañerías de las cloacas y desagües, se daban casos en que alguien se topaba en el inodoro de su baño a merced de semejante atrocidad.
Recordé también un viaje con mi madre a Misiones —más precisamente a Oberá—, donde una familia muy pobre que vivía en una casilla en medio de una plantación de té o de yerba, al preguntar nosotros por las serpientes, nos contó cómo vivían, ahuyentando en distintas horas del día las yararás que se arrimaban a la casa. Recuerdo especialmente a los chicos, numerosos y de todas las edades. Eran rubios, flacos, de increíbles ojos celestes, y tenían los pies descalzos y curtidos, como si la planta del pie fuera una suela o sandalia delgada y bordó, hecha como de sangre reseca. Ellos mismos se reían del miedo que se traslucía en nuestros gestos y palabras, y hablaban sobre las serpientes como si hablaran de moscas o sapos; es decir, de una plaga molesta e inofensiva. Hasta contaban —esto ya no sé si lo dirían como una provocación hacia el niño crédulo de ciudad que era yo entonces— jugar con las víboras; pegarles con palos, correrlas, hacerlas saltar, hacerlas chillar y retorcerse con ese siseo típico, tan agudo y aterrador.
La anécdota que contó mi amiga fue breve y sencilla. Se reduce a lo siguiente. Un amigo de un compañero de trabajo suyo había adquirido hacía un tiempo como mascota una serpiente enorme, una de esas serpientes anchas y larguísimas, pero no venenosas. Mi amiga no recordaba si era una pitón o una boa, pero era alguna de ésas. Una serpiente constrictora. La había conseguido por contrabando y la había pagado bastante cara. Era un gusto y una excentricidad que el muchacho, de unos veinticinco años, se permitía a poco tiempo de haberse ido a vivir solo. Un video en YouTube lo había decidido. El encabezado decía: Serpiente pitón, amigo de niño de cinco años. El muchacho clickeó el enlace y vio —sin considerar que lo que veía estaba editado— cómo un pequeño niño camboyano de no más de siete años pasaba sus días junto al inmenso reptil. Las imágenes le causaron ternura al muchacho y lo ayudaron a decidirse. Yo mismo vi después el video y en verdad la serpiente parece una grandísima bufanda de cuero inflable, a la que el niño acaricia, monta, y hasta usa como almohada o colchón, para tenderse plácidamente arriba de ella, incluso para dormir.
El muchacho alimentaba a su mascota con roedores que conseguía —también en forma clandestina— de un laboratorio. La indicación general, imprecisa, era que el animal pertenecía a una especie venenosa, de modo que tendía a matar a sus presas estrangulándolas, para recién después tragarlas y digerirlas durante un largo tiempo. Pero en condiciones domésticas, y al ser alimentada cuando fuera necesario, el animal saciado transcurría sin mayores sobresaltos. Tal vez por no estar en su hábitat se deprimiera o estresara un poco, fue otro comentario que escuchó de lejos, aunque íntimamente se burlara.
Por necedad o desidia, el muchacho no averiguó mucho más; también porque ir a un veterinario de reptiles, consultar a un especialista, podía hacer evidente la irregularidad de su compra, y entonces, además de que le sacaran el animal, él debiera tener que pasar y pagar por toda una serie de trámites engorrosos.
Durante la primera semana, sin embargo, todo ocurrió en forma ideal y el muchacho se sintió orgulloso, bien acompañado y hasta, a su manera, querido por el excesivo y callado animal. Le gustaba, mientras miraba una película o una serie en el dormitorio, que la serpiente recorriera los cuartos o lo rozara como una gran soga de barco oscura, fría y animada por una vitalidad lenta, como estudiosa. Juzgaba a la gran serpiente como una presencia nada amenazante para su nuevo mundo; una compañía solitaria y respetuosa, nunca invasiva.
Pero un tiempo después —tres o cuatro semanas después de la compra— la serpiente se empezó a mostrar sin apetito. Omitía ingerir los mismos ratones de siempre, a los que pasaba por alto como a la mayoría de los objetos de la casa. El muchacho consiguió entonces hámsters y después pollitos que, también por haberlo oído o por haberlo visto en foros de internet, sabía que eran alternativas de alimentación para esa clase de reptiles. Nada. Al comienzo, al muchacho lo entristecía y desconcertaba la inapetencia del animal. Y en eso, una vez más, hombre y bestia también parecían habitar distintos universos. Porque mientras el muchacho se atormentaba y le dedicaba más y más atención, fantaseando incluso con cuidados absurdos, como dormir junto a ella o darle un plato de leche, la serpiente sólo parecía haber suspendido uno de sus impulsos. La serpiente únicamente no comía, pero eso no iba en desmedro de su rutinaria y escasa actividad. Acaso por eso, en el último refugio de su ignorancia, el muchacho pensó que tan mal no debía de estar porque el animal había seguido haciendo —o no haciendo— lo mismo de siempre; los hábitos que cumplía desde que había llegado a la casa, salvo por la alimentación, no habían variado en absoluto.
Pero eso no alcanzó para tranquilizarlo, y un día, desesperado por la incertidumbre y la culpa, alzó la serpiente, la llevó a su terrario, la cargó en su auto y fue hasta un veterinario especialista, dispuesto a afrontar lo que fuese a cambio de una verdad. El muchacho fue del todo franco; contó la compra en detalle, menos preocupado por la salud de su mascota que por purgar su inconsciencia. El veterinario supo escuchar todo sin interés, ya sabiendo el final, ni bien vio a la serpiente en el terrario inadecuado. Lo dejó hablar, sin embargo, y después de que el muchacho descargara su peso, sólo le preguntó desde cuándo no comía y si, durante los momentos que pasaba junto a ella, la serpiente se extendía y se enroscaba con cierta frecuencia. El muchacho le dijo que no comía desde hacía un mes y que sí la había visto realizar esa clase de movimientos; explicó que a él le habían parecido como las vueltas o rituales autómatas de perros y gatos, antes de dormir. El veterinario le dijo que cuando la serpiente hacía eso, en realidad lo estaba midiendo.Lo medía a él como posible, grande y segura presa. Que le estaba haciendo lugar, agregó. El muchacho sintió la amenaza como el roce de un cuchillo. Un escalofrío, sin embargo, inapropiado para ese momento en el consultorio, en el que la serpiente reposaba en el terrario, quieta e inerme. Sin rodeos, el muchacho le preguntó —o más bien le pidió— al veterinario cómo podía hacer para dejársela ya mismo ahí.
Varios días después seguí pensando en aquella anécdota. Me parecía tan curioso como verdadero que la historia, por cierto breve y bastante previsible, se pudiera sostener de boca en boca, incólume y eficaz, gracias a un mismo terror que se había trasladado del muchacho al compañero de mi amiga, del compañero de mi amiga a ella, y de ella a todos los que nos asombramos y asustamos aquella noche. Hasta se me dio por pensar que tal vez ni siquiera hubiera hecho falta una anécdota; que hubiera bastado con que alguien —un poeta, un mago, un actor— lograra hacer real, vívida, frente a nosotros, la aparición de la enorme serpiente, para que a su vez nosotros segregáramos de inmediato, como un olor o sustancia, el miedo ingobernable.
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Alejado de la impresión, hoy recordé, frente a un puesto de diarios y revistas, una particularidad que sin duda participó y participa de mi largo temor y de su encarnación zoológica. A mi madre la atraen desde siempre los horóscopos. Su curiosidad a veces ha tomado la forma de un discreto pero fervoroso conocimiento. Esto hizo que me enterara ya desde muy chico de que yo era serpiente en el horóscopo chino. Por muy pocos días, en realidad. Por muy pocos días no había sido caballo; por muy pocos días, entonces, me representaba para siempre en aquella fábula el arrastrado y aborrecible animal. Sin embargo, en mi distraído desprecio hacia los astros, nunca supe a qué elemento pertenecía; si soy yo una serpiente de metal, de fuego, de madera, de aire o de tierra.