Encontramos a Gudmundsdottir a orillas del Tzäcjara, en las postrimerías de una tarde particularmente saturnina. Caminábamos con Blavatzky, de regreso de su clase de neurofisiología aplicada, y de pronto lo vimos, acuclillado sobre la hierba escarchada, con las puntas de su atuendo miserable tocando el agua, la expresión tranquila y la mirada sobre una de esas magníficas hormigas de vientre tornasol. No soy un naturalista, profesión respetable y muy en boga en nuestros días, pero supongo que no me excedo si afirmo que debía ser una reina porque sextuplicaba en tamaño a las demás y, mientras enfrentaba la mirada del hombre con el orgullo del que sólo son capaces los parásitos, balanceaba su vientre hacia un lado y hacia otro. Al momento en que su abdomen alcanzaba el límite de cada lado, dejaba caer, desde el orificio en el confín de su cuerpo, gotas de un líquido que, aunque viscoso, era de un rojo traslúcido y solidificaba al tocar el suelo.
Luego de unos minutos, a los costados del insecto se amontonaban dos piloncitos de perlas color carmín que semejaban rubíes desengarzados sobre el almohadón pálido de la nieve.
Resultaba una vista muy interesante: mientras las obreras negras seguían la labor, frenéticas en su obediencia, la majestad, soberbia en un diseño retráctil, parecía afrontar el virtual encuentro de los mundos con la parsimonia y la dignidad de los que se saben únicos.
Estaba absorto en esa imagen cuando Blavatzky me chistó solapadamente y, con repentino acuerdo tácito, nos acercamos al miserable, lo tomamos de las axilas y lo cargamos presurosos para sacarlo de allí.
En las maniobras para levantar al reo, y por la necesidad de una acción económica, no tuve más remedio que apoyar el talón sobre la hormiga. Aun así traté de pisar de modo incompleto para que el taco de mi bota no destruyera totalmente esa constitución magnífica.
No resultó: las patitas se desencajaron del cuerpo, que agonizaba de dolor y daba cuenta del suceso mediante espasmos que hacían ver al organismo como un signo interrogante.
Fue un episodio lamentable, pero refrendó una vez más mis creencias: si bien es cierto que la naturaleza es la manifestación de lo divino, también puede ejercer una fascinación maligna y hacernos evadir de nuestro verdadero compromiso: el hombre doliente.
Cargar el cuerpo y subir la pendiente del río hacia la carretera no resultó para nada sencillo, Gudmundsdottir pesaba toneladas y no parecía dispuesto a colaborar, además debíamos ser precisos en orden de evitar encuentro con la mirada indiscreta de algún comedido.
Una vez en el camino tomamos un coche de alquiler y nos dirigimos al laboratorio, donde, como siempre, nos esperaba Ávida.
El viaje junto a nuestra prenda fue del todo agradable, Blavatzky la bautizó como Gudmundsdottir —un sacramento demasiado ejecutivo para mí— porque su cara le recordaba a las secciones del cadáver de un liliputiense que había examinado y era la mascota de la morgue en sus prácticas en el hospicio de Sventrishveka.
Para mi solaz me dispuse a mirar por la ventanilla: la vista de los lejanos Blezinketz Pögrum en esta época es de un romanticismo glorioso y ese aire florado de la tarde fue toda la invitación que necesité para reflexionar acerca de los acontecimientos recientes.
La clase de Blavatzky había resultado nada más que lo esperable, una teoría que es cúpula de lo sublime pero una práctica decepcionante; no existe en la población general verdadera conciencia de la necesidad de privilegiar las ciencias médicas.
Es cierto que no es posible ir más allá de lo que los avances nos permiten, ya quisiéramos abrir cuerpos vivos y no solamente estudiar la fisiología de los muertos, fluidos que quedan secos, impulsos eléctricos inexistentes, vísceras corruptas, en fin, respuesta nula.
Los tropezones del camino dificultaban el normal desarrollo de mis pensamientos pero, a la vez, contribuían a evitar que me sumiera en desasosiego.
Cuando llegamos a la puerta de la calle Kraft-Ebing, pagué al cochero y el olfa, sin decir agua va, saltó del coche y se plantó sobre el umbral indicado con una expresión que, de haber sido uno de los nuestros, no hubiera dudado en calificar de sorna.
Ávida ya estaba allí, aguardaba detrás de la puerta como de costumbre, adelantándose a cualquiera de nuestras necesidades; abrió y nos invitó a pasar sin pronunciar palabra y sin exagerar ninguno de sus entrañables gestos.
Una vez adentro nos dirigimos al cuarto del subsuelo que se convertiría en el hogar del enfermo, bajamos la escalera de piedra en un silencio también pétreo. Ah… disfruto como de un ritual asistir al sitio en el que honramos al conocimiento, en esa ausencia de palabras que resalta la contundente presencia del deber, de la ciencia.
Ya en el laboratorio me conmovió algo que hasta podía respirarse, la invalorable contribución con que el sexo femenino hace mejor la vida de los hombres. La mujercita había encendido la estufa y, sobre los leños dispuestos prolijamente y que ardían con notable prudencia, una marmita de hierro prometía una sopa que ya entonaba su canon de burbujas embriagantes.
Ávida se disponía a servirnos cuando Blavatzky la chistó severo, ella me dirigió una mirada suplicante pero mis ojos le hicieron comprender que la admonición no se debía a falta alguna sino a la firmeza del hombre que sabe lo que hace. Obediente, la mujer retrocedió y permaneció callada detrás de nosotros.
Cucharón en mano, Blavatzky sirvió un tazón sobre el que desmigajó un octavo de hogaza y lo depositó en una esquina de la mesa. Me miró de soslayo y comprendí perfectamente el gesto, la asertiva decisión del hombre de ciencia: íbamos a espectar al espécimen en su idiosincrasia.
Es mi deber aclarar que en nuestro ideario, las herramientas morales con las que los estudiosos templamos nuestros recursos más nobles, no caben ni la crueldad, ni la humillación, más allá de la firmeza que eventualmente se impone para echar luz sobre las sombras de la enfermedad, de la desgracia.
Aunque era demasiado pronto para recursos de ese tipo, me confortaba saber que por esos días la comunidad médica recomendaba encapuchar a los pacientes que se prestaban al registro fotográfico. Que aparezca el organismo y su deformidad ensalzada en la placa, pero no el rostro que carga el peso de lo monstruoso, es prueba de la compasión con que la Academia traza su ruta en pos de la cura de los males de la humanidad.
Asimismo recomendábase suprimir los nombres propios. Esta medida, tendiente a preservar la intimidad del enfermo, completa un riguroso órgano de disposiciones para un mundo que se moderniza a la velocidad de constantes descubrimientos.
De esa manera, las láminas figurativas, recurso invalorable para la difusión y enseñanza de los progresos en el universo médico, quedan conformadas por fotografías de cuerpos desnudos, descabezados por la caperuza y anónimos.
Es fundamental también que nuestro cuerpo colegiado se avenga claramente a preservar la sensibilidad de los aspirantes. Una educación que ofrece un cúmulo de rostros y de nombres de personas sumidas en desgracia puede, más tarde o más temprano, corromper la llama que enciende el impulso del joven varón llamado por la ciencia.
La decisión de curar supone, debe suponer, que el cirujano fundamente su formación a la luz del más excelso conocimiento. Sin embargo, y en orden de forjar a fuego el espíritu del galeno inexperto, es necesario nutrir su costado menos sofisticado y fortalecer la decisión con que también el carnicero muestra su poder resolutivo y desbarata la organización muscular del cerdo.
En ese sentido, es imperioso concentrar la atención sobre pústulas, malformaciones congénitas, escoriaciones supurativas, fiebres de índole perversa o sexual, así como la inacabable diversidad de apariencias con las que suele presentarse la putrefacción.
Jamás como antes estuvo tan claro que el futuro es un punto que se deja ver a medida que avanzamos, mancomunados y decididos, en la línea que se traza natural ante nosotros.
Mientras mi colega encabezaba la aún azarosa investigación, yo me distraje un momento mirando los detalles del cuarto. La mano de Ávida podía reconocerse en cada cosa, la ubicación de cada objeto parecía calibrada por el don de quien conoce naturalmente el intrincado arte de la mesura. Daba miedo moverse allí, sentíase uno aturdido por la acechanza de la propia torpeza, como si cualquier acto pudiera descompensar esa báscula inmaterial que era gobierno del laboratorio.
Los chistidos insistentes de Blavatzky me trajeron de vuelta a la tarea: Gudmundsdottir se había ubicado frente al tazón y lo miraba hipnotizado pero no se movía, no atinaba a saciar más que sus ojos, la idea de la sopa parecía conformarlo, era absolutamente sorprendente, desconcertante.
El cuadro evocaba un cierto paisaje infantil, el olor, sin embargo, era una contrapartida repugnante: el tufo del Tzäcjara lo impregnaba todo desde el abrigo del enfermo y en lo hondo del laboratorio resultaba inextinguible.
Para precipitar alguna contingencia se me ocurrió acercar una cuchara al costado del cuenco de sopa junto a la mano del anómalo, un recurso que, por lo lacónico de su expresión, supe que Blavatzky no aprobaba.
Mi colega es un verdadero purista: escoge siempre la carretera más larga, desecha sin miramientos los atajos y repudia la ansiedad por resultados con los que, según él, la medicina moderna equivoca el rumbo.
Concertada o no, la acción, salvo por un leve suspiro del transgresor, no pareció modificar los hechos en modo alguno. Blavatzky me hizo una seña y sirvió dos tazones más de sopa, tomó el pan y dispuso todo sobre una bandeja de madera; señal inconfundible de que la jornada había concluido y que dejaríamos a Gudmundsdottir descansar hasta la mañana siguiente.
En nuestras acciones de fin de labor: tomar sucintas notas de lo acontecido, organizar los enseres para el próximo día e intercambiar alguna opinión para nada concluyente, Blavatzky me propuso que pernoctara en la casa y Ávida prometió una copa de ese aguardiente de guindas bávaras del que siempre guarda una botella. Acepté todo de muy buen grado y la amabilidad de ambos fue un gesto que, si bien esperaba, me confortó con creces.
Cuando estábamos por atravesar el umbral escuchamos una palabra, diría más bien una organización vocal incomprensible, claramente dirigida a nosotros. Nos dimos vuelta. Ávida, atemorizada, se encaramó detrás de Blavatzky y yo quedé un poco más atrás pero me ubiqué de modo de ser visible ante el que volvió a hablar.
—Sindri —dijo, y sonrió.
Luego de eso metió la mano derecha en el bolsillo izquierdo de su abrigo, avanzó unos pasos, me enfrentó sonriente y extendió la mano ante mí. De su palma cadavérica cayeron al suelo aquellas mostacillas escarlata que secretó la hormiga reina y que en no sé qué momento el olfa pudo haber recogido.
Entre asombrado y confundido busqué la mirada de Blavatzky, que lucía contrariado. Desde atrás, Ávida alzó la vista y me entregó la ventura de sus ojos. Por la sutil aprobación que ofrecían esas pupilas, como nubes delgadas desliándose en el cielo vaporoso del atardecer, pude recobrar la confianza.
—Sindri —repitió mirándome fijo, la mano roja delante de mí y una ternura que logró conmoverme.
Ávida sacó una manta del armario y, en un gesto de sorprendente gallardía, se acercó por detrás y envolvió a Gudmundsdottir con pasión de madre. Fue un exquisito final de día y, por cierto, el gesto de la mujer, otra vez, concedió con sapiencia lo que era necesario.