Tengo cinco dedos en una mano y tres en la otra. Mis amigos de la primaria decían que tener menos dedos estaba mal y que los deformes merecen ser castigados por el Señor. No sé de qué señor hablaban. Lo que sí sé es que me daban una patada por cada dedo ausente. Pero mis amigos en la primaria eran quince, es decir que recibía treinta patadas en cualquier parte del cuerpo, incluso hasta en las más dolorosas. Eran quince, y digo bien que eran mis amigos: cada patada reflejaba, de alguna forma, una expresión de afecto, sensación de ser parte de un grupo, el centro que acaparaba la atención de todos los chicos durante los recreos, en medio de la sala, entre los bancos que ellos apartaban para que yo pudiese acomodarme con tranquilidad en el piso de madera, antes de que llegara el maestro de Ciencias Naturales a dictar la clase sobre las mitocondrias. Siempre el mismo tema, siempre con esa vocecita y ese bigote, mitocondrias, decía y entonces me sangraba la nariz. Hágame el favor de ir a lavarse, señor, decía el maestro de Ciencias Naturales, y yo me levantaba del pupitre, caminaba por el pasillo central de la clase con el guardapolvo blanco —en ese momento roto y sucio— y me perdía en lo frío del patio de la escuela en invierno.
Un año después ya no estaba en la primaria ni en mi escuela ni en mi ciudad. El colegio secundario —era colegio y no escuela— me alejó de los amigos y de los golpes. Y quizás por eso me había convertido en una persona taciturna: no me gustaba hablar con mis nuevos compañeros en el ómnibus que me llevaba al colegio cada mañana, aunque las mañanas de invierno aún eran frías y yo recordaba ese patio, ese guardapolvo y la sangre del chico que yo había sido. En el viaje de Vicente López al Centro intentaba dormir apoyado en la ventanilla; por momentos veía las calles húmedas, abría apenas los ojos: la mirada de una mujer se cruzaba con la mía y tenía ganas de morderme un dedo. Esa ciudad y ese frío me resultaban extraños. Mientras el semáforo cambiaba de rojo a verde, el chofer me veía por el espejo retrovisor. Quizás pensaba cosas raras de mí. En realidad yo no le daba importancia ni al chofer con cara de dormido ni a mis compañeros de viaje —algunos también imbéciles compañeros de curso— que jugaban a pelear o peleaban, en los asientos del fondo. Adelante, dos chicas hablaban de sus cosas. A ellas sí las miraba. Pensaba que ya eran grandes para comer chupetines, pero no lo decía. Ellas no se fijaban en mí. Yo no me animaba a hablarles. Siempre decía que mañana, siempre mañana les hablaría.
Cuando uno pasa del primario al secundario cree que ya es un tipo grande. Que ya tiene responsabilidades, y la única responsabilidad que tiene es aprender a masturbarse como corresponde o, en el mejor y más improbable de los casos, a tener sexo rápido con alguna chica después de una fiesta en casa de algún compañero. Tal vez cogerse a la hija del chofer en uno de los asientos del fondo. Eso debe de ser más fácil. Pero no hay que ser estúpido: coger a los doce años es una mentira que los tíos solterones, ya medio borrachos, relatan en las fiestas familiares. Después, en la oscuridad de la habitación y de mi cama, las contorsiones habituales y, desde luego, palabras que se convierten en imágenes quizás con la ayuda de las fotos de alguna revista de domingo, alguna publicidad de la televisión o la ropa interior de mi hermana colgada en el baño.
En primer año no me invitaban a fiestas. Nadie me conocía, no tenía amigos. La hipótesis de mantener relaciones sexuales con una chica luego de haber bailado algún tema lento de Roxette me resultaba ajena. Además, el guante de la mano derecha no terminaba de disimular mis dedos ausentes. Quizás por eso no se me acercaban las chicas. Quizás sintieran repulsión. Quizás fuera lástima. No les interesaba «el chico nuevo»: sólo-tiene-tres-dedos-vamos-a-ver-cómo-coge.
Ni siquiera eso.
Después del colegio ocupaba las tardes en la televisión: me masturbaba con publicidades y me quedaba dormido hasta las cinco. En esa época escuchaba poca música, cosas extrañas que pocas veces pasaban en la radio, y no tenía plata para comprar discos. Me gustaba Charly García: mi hermana tenía un cassette grabado con el disco Cómo conseguir chicas.
En el colegio nuevo nadie me pegaba y a los tres meses comencé a extrañar los dolores, las cicatrices, ser el centro de atención. Papá tampoco me pegaba, contento con su nuevo trabajo en una empresa de tecnología. Incluso a veces lo veía llorar frente a una fotografía de mamá en el portarretratos de su mesa de luz. Sofía, mi hermana, siempre fue diferente. Ella nunca me pegó y además, en la ciudad nueva, disfrutaba de las nuevas amistades que le había regalado su nuevo colegio. Con dos de sus amigas se encargaba de organizar la fiesta de egresadas en un lugar que se llamaba Caix. Se hizo amiga de las chicas populares del colegio: lindas, sociables, inteligentes. Me gustaba que se juntaran a estudiar en casa para el parcial de Matemáticas o para el de Física. No se quitaban el uniforme, esas polleritas a cuadros, esas camisas blancas desprendidas en los tres primeros botones. Se quitaban, quizás, los zapatos para tirarse en los almohadones de la habitación de Sofía. A veces yo abría la puerta para pedir algo, buscaba cualquier excusa: una goma de borrar, un sacapuntas, dónde había dejado la película de la noche anterior. Sofía me tiraba un almohadón o se reía de mí: ojeras por tanto hacerme la paja, decía. Y sus amigas sonreían igual que ella.
En una de esas tardes encontré una nueva forma de pasar el tiempo: hacer pequeños cortes en mi cuerpo. Utilizaba cualquier cuchillo que pudiera encontrar en la cocina. Una vez estaba en el baño, desnudo, en pleno desarrollo de un dibujo con forma de cruz, cuando mi hermana entró sin anunciarse. Me vio desnudo: un cuchillo en la mano izquierda, sangre en el brazo derecho. No sé qué le dio más impresión, si mi excitación o la sangre que ensuciaba el lavatorio. Por un momento —pude verlo en sus ojos— creyó que intentaba suicidarme, pero pronto comprendió mi nueva forma de diversión, y no me habló durante tres días. Me miraba, y cuando yo la miraba, se ponía a hacer cualquier otra cosa. Sus amigas, de seguro, ya se habrían enterado. Podía imaginar a Sofía encerrada en la habitación mientras relataba, entre lloriqueos y carcajadas, la anécdota de su hermano en el baño. Cuando se juntaban por las tardes, ellas también me miraban con esa forma que tienen las mujeres de mirar cuando algo les resulta extraño, intolerable quizás.
Tiempo después me enteré de que esa historia del baño las había excitado. Pero eran chicas demasiado normales o, como se dice, chicas bien. No les interesaba un pibe extraño que se hacía cortes en el cuerpo. Aunque, y esto lo pienso ahora, les hubiera encantado tenerme como un freak en el cuarto, desnudo, la música de New Order desde los parlantes y yo, como bien digo, desnudo, bailando para ellas, las cicatrices de mi cuerpo frente a sus ojos, frente a sus polleritas a cuadros que, en la habitación cerrada, no dejan de moverse ni de bailar.
Pero nada de eso ocurrió.
Una tarde, mientras intentaba dormir en mi habitación después de acabar en la ropa interior, escuché que mi hermana abría la puerta. Estaba descalza. Se acercó hasta mi cama, me observó durante unos pocos segundos mientras yo me hacía el dormido, se arrodilló y tomó los tres dedos de mi mano derecha para acariciarlos. Después se los llevó a la boca y besó la ausencia. Me dejó así, con un beso en la mano mutilada. Y soñando las cosas que soñaba siempre me dormí hasta la hora de la cena.
Esa noche, Sofía cocinó una carne al horno con cebolla, pimientos y salsa de soja, receta que a ella siempre le salía bien. Cuando estábamos sentados a la mesa, papá contó que había conocido a una chica del trabajo y que la había invitado a salir. Mi hermana me agarró de la mano —la otra— y la apretó fuerte. Se incorporó, le dio un beso a papá en la mejilla y dijo que nos quería, que aunque nunca nos iba a entender, nos seguiría queriendo. Eso me alegró. Mi hermana es tan linda como mamá.
Eso también me alegra.