Testamentario, David Viñas (1927-2011) escribió su última novela, que tituló Tartabul o los últimos argentinos del siglo xx, con un impulso de desafío final al lector. Lo invitaba a que transformara una especie extraña de ilegibilidad en otra especie no menos fantasiosa de legibilidad. No era Viñas amigo de especulaciones sobre la teoría de lectura como acto de significado póstumo que nos permite compaginar la trama agonística de la realidad. Sin embargo, iba inventando un género rememorante que sustraía deliberadamente los nexos de tiempo, espacio y administración de las expectativas, haciendo de la lectura de su postrera novela una aventura insondable. Desde luego, defendía la escritura que fuera capaz de conmover los cimientos de la nación (entendida como un vacío infinito cuya reparación reclamaba inexistentes redentismos), pero concluye lo que él llamaba «su faena» con un reto a la comprensión lineal, inmanente o saturada de transparencia. Por fin había llegado al límite último de la opacidad; el lector que entraba a ese infierno de conversaciones sólo podía desear escapar de ese enrejado de voces quebradas, o implorar que alguien le suministrara las claves para entenderlas.
Viñas vivió expulsando de sus ficciones los distintos nexos usuales de la gramática, que es lo que la escritura siempre le ofrece a la oralidad. Concibió la desmesura de una oralidad que, como los mapas que postulaba Borges (y no era éste su autor favorito), cubriera la totalidad de un territorio real, haciendo inútil la representación. Viñas por fin había consumado el proyecto de sustituir el terreno entero de la escritura por el atlas de una oralidad que la envolviese por completo. Pero a esta oralidad en estado de crudeza silvícola siempre hay que trabajarla, postular su verosimilitud como si efectivamente alguien lograse el imposible de abolir la escritura y dejar desnudo y solitario el imperio de una voz. Necesitó de la escritura para intentar revocarla o mejor, extinguirla.
De este modo, sólo pudo simular que rescindía la gramatología de su escritura, para presentar su conversación como el aflorar taumatúrgico de la voz. ¿Pero no es una escritura la que tenemos ante nuestros ojos? Sí, pero Viñas se dirige a un lector al que, si él hubiera sido menos orgulloso, le hubiera implorado que comprendiera que necesitaba ser cada vez más alegórico, con alegorías con cuyo anagrama no se contaba. Él tampoco lo sabía, y, si la sabía, confiaba en que sus lectores fueran indulgentes con su canto de destrucción de la literatura, que sin embargo todavía precisaba de la literatura para mostrar el esqueleto sin carne de la última agonía posible: esos diálogos entre sus personajes en que los implícitos sirven de deliberado obstáculo a lo que toda novela tiene de fatalmente naturalista cuando por fin enfrenta el último bastión de los intercambios dialógicos.
Tartabul… está hablada de esa manera, como en una caverna platónica en la que todavía no hubiera sonado la hora del lenguaje articulado, mientras que los que huían de esa prisión de sombras no sabían aconsejar otra cosa sino seguir de ese modo, como espectros descarnados. El aguantadero sepulcral no era otra cosa que la conversación sin ciudad y sin cuerpo, sólo entelequias deshilachadas de recuerdos. Tan luego él, Viñas, el que había descubierto, adoptado o retraducido las nociones de cuerpo, ciudad, gesto, transpiración y mucosidad de la literatura argentina.
El monólogo es la esencia de la conversación que, si los entrecruza y los va conduciendo cada uno a su tiempo, no por eso logra que desaparezcan como irreductibles unidades de sentido. Viñas trabaja con los pedazos dispersos y las astillas quebradizas de lo que en algún momento fue la conversación arquetípica, la que tiende a la inteligibilidad. Aun Joyce, aun Faulkner, no se desprenden enteramente de la esperanza intelectiva. Viñas llevó todo eso hasta las últimas consecuencias del desastre comprensivista. Están hablando sus ventrílocuos: los últimos argentinos del siglo xx. Pero, para decirlo de otra manera, enteramente justa, eran los últimos argentinos, sin más. Permanentemente asistimos al oscuro sentimiento de que hubo un tiempo anterior, mítico y extinto, cuyos detritus permitían que alguien escuchara esas voces hechas trizas, a cuyos restos no había que pedirles orden y sentido. Sólo destellos, lucidez instantánea y fugitiva.
Esos sueltos, dispersos cascajos del idioma, Viñas los toma como peñascos del habla nacional que, a punto ya de sumergirse, dilapida sus últimas claves. Pero el flujo carnavalesco del hablar de los personajes —Chuengo, Moira, Pity, el Griego y el esquivo Tartabul— parodia una arena fantasmal, que está allí sólo para tolerar sus bufonerías trágicas. ¿No dejan en el lector la evanescente impresión de que esos nombres son máscaras de otras novelas, del propio Viñas, y más allá, de Los siete locos, o alguna otra localidad ficcional del legado novelístico argentino, que a su vez sería otra vez una máscara, en este caso de un Dostoievski o de un Balzac?
El punto de arribo de Viñas es el de una mofa misericordiosa, pero a veces también sangrienta, por el mero hecho de estar hablando. De ahí que lo que toda ficción tiene el deber de representar, si esta noción aún conservase validez, sería tan sólo el sufrimiento mismo del hablar. Hablar sería una máscara provisoria cuyo tema es el recuerdo de lo que se extingue, y que sólo sigue en existencia por la íntima necesidad de que los últimos testigos balbuceen un saludo final a las voces en la inminencia de desaparecer.
En Tartabul… se pregunta y se contrapregunta; son diálogos, sí, pero tan lastimados que quizás Tartabul —una alusión a un personaje payasesco de una antigua novela argentina del ciclo realista, La Bolsa, de Julián Martel— es la caída del lenguaje en su basural originario: ese tartamudeo infernal que seguramente debe de haber precedido a las frases articuladas que de alguna manera ordenaron el sentido y al mismo tiempo lo privaron de su aura originaria de ofuscación y aspereza. El tartajeo, el implícito y la ausencia de sentido secuencial en los diálogos proponen un rompecabezas idiomático que alguna vez hubiera existido y que los conversadores encuentran luego que un daño esencial hubiera ocurrido, dispersando la débil unidad que se había logrado. En ese mundo ya nadie era inocente para buscar que se restaurara el sentido perdido, y conversar sobre el pasado era una punzante pasión que desechaba tener la paciencia para recomponer esas piezas desconsoladas en el vacío de los recuerdos, las revoluciones perdidas y los muertos sin sepultura.
En una conversación casual y sin prevenciones siempre hay sedimentos que quedan flotando en un líquido amniótico, escorias desdeñables de las que, sin embargo, surge la trama volcánica de donde sale el lenguaje. Viñas labora con el frenesí de la pregunta irrespondible por naturaleza: ¿dónde comienza el lenguaje? Su tono irónico y desencantado lo resolvía con su monólogo interior donde había toda clase de interlocutores invisibles: mientras hablaba en la ciudad y aludía a los cuerpos como último reducto de la realidad, su literatura se poblaba de fantasmas sin respiración, sólo con voces hechas huesos. Hablar lo hacía sufrir o lo volcaba a un sarcasmo sin límites. Tartabul… es la novela argentina que exhibe su origen en una fuente atormentada, pero muestra en su escritura el tormento en acción, haciendo de la lengua en que está concebida un pudridero refundador del idioma, no obstante presentado como el momento de la falta de redención. Pura gelatina crasa de la memoria, Tartabul… es una sucesión de historias resueltas con un despliegue rapsódico de estocadas verbales, repreguntas incesantes, torsiones enigmáticas de una lengua que parece un automatismo surrealista regado con babas de adultos que se proponen no ser lascivos en sus medias confesiones, en sus silabeos eróticos, en sus insinuados ludibrios. Todo es un amplio y violento «titeo», concepto que Viñas había aislado en sus trabajos de crítica literaria para señalar el modo de deshonrar arteramente a los inferiores.
Los personajes de Tartabul… se remedan, se chasquean, se escarnecen, se zumban a sí mismos. Por eso, quizás para abrir esa compuerta evocativa de una masmédula, Oliverio Girondo abre absurdamente la novela enmascarada, que encierra su propia aventura joyceana, en los truenos internos de la escritura rememorante; pero también hay otra burburja titilantemente encerrada en Tartabul…, que por momentos parece una extremación humorística de ciertas descripciones de Lezama Lima en Paradiso —orfebrerías místicas sobre objetos, animismos que en Viñas son concesiones a la ironía o al fastidio con el que se recarga el conversador, aunque cercanas a la cosmología lezamiana. Paradoja del antibarroco David Viñas.
Esto quizás explica las abundantes comillas que suspenden el fraseo, que en Viñas figuran el hecho de que no se sabe ni quién lo dice ni si forma parte de una hemiplejía sorprendente de la narración, como si Viñas se molestase con lo ya dicho, pero se le hiciera necesario seguir diciendo una y otra vez. En un falso presente absoluto, que de repente hace aparecer aquellas comillas en intercesiones que revelan algo que dice alguien miles de años antes, pero está allí como estalagmita que se puede seguir contemplando una vez más. ¿No son los diálogos esas estalagmitas? ¿Los guardianes cavernosos de un monólogo enloquecido que disimula su deshilván con la invocación de varios personajes, que remitirían al «conversando conmigo mismo» del notable escritor y general Lucio V. Mansilla, modelo atesorado y repudiado luego por Viñas?
Los álteres femeninos y masculinos de Viñas le permiten descender a los surtidores turbios del lenguaje, que van de la delicada obscenidad hasta la sensación vaporosa de que siempre se trata de discusiones irresueltas de una historia intelectual argentina, apenas velada por alusiones nerviosamente imprecisas, hasta que aparecen no pocos nombres propios, con los cuales Viñas entabla discusiones sobre la lucha armada o la elaboración de revistas en el exilio, rompiendo en todos los casos las secuencias narrativas enhebradas por un tiempo racionalizado y presentando en cambio el quiebre del nexo entre texto central y nota al pie, entre una frase y su posible continuidad tronchada, entre la memoria como urdimbre actuante y el fracaso de la memoria.
Viñas siempre escribió elegías, desde Los dueños de la tierra en adelante. Sólo que en Tartabul… la elegía aparece al descubierto, y la suma de voces mezcladas es un llanto que, sin abandonar ni el consuelo de la parodia ni el aire de circo, es una bolsa de huesos que se entrechocan provocando sonidos de palabra humana o un tapiz del cual ya no sabemos si está al derecho o está al revés. Es el «revés de la trama» que Viñas ahora ha convertido en Tartabul… en una sepultura de las conexiones histórico-narrativas que habitualmente sostienen una novela —o que por lo menos sostenían las de sus comienzos, como, sin duda, Hombres de a caballo, que mantiene todavía un equilibrio entre acciones, escenas, cuadros vitales, diálogos o conflictos.
En Tartabul… todo eso ya se consagra como elemento a ser incluido en capas soterradas de la conciencia, espectros que teclean una epistolografía luctuosa y a un tiempo sexuada. Son epigramas que actúan como reliquia moral, las verdaderas acciones a golpes de sarcasmo lamentativo, seguidos de todas las menciones posibles a un escarnio redentor por la vía de lo irrisorio. Una cuestión amatoria contiene un comentario sobre el linimento Sloan, a modo de darle un colofón despechado, grotesco. Esta escritura que remeda telegramas apócrifos o el acto de pegar obleas engomadas en una pared con palabras-talismán, o, si no, con modismos o «ademanes» que le atribuye a Sarmiento como vivacidad corporal de la escritura, deja el sentimiento de que sólo así hablan los sobrevivientes y sólo así se sobrevive, hablando en el descuartizamiento de la memoria. O con la memoria descuartizada.
Montaje de cartas perdidas, viñetas, inscripciones en los carros, recorrido autobiográfico en círculos aflictivos o fraseos sin retornos que se entrecortan con una parodia al hablar de la gran ciudad —decir, por ejemplo, la palabra «Apart-hotel»—, que en el oído fino de Viñas suena como un escándalo idiomático a ser perdonado. Por eso Tartabul… perdona. Es una enciclopedia deshojada, cuyo personaje, Tartabul, tomado del interior mismo de la literatura argentina, probablemente represente la idea de que el testigo siempre tiene o debe tener algo de payasesco si no quiere tomarse en serio el martirologio de serlo.
Hay en Viñas una idea cíclica de la historia: fin del siglo xix, fin del siglo xx, los «últimos argentinos», recurrencia mesiánica que él trata como «requisitoria y fellatio»; con alusiones en el borde de la agonía, asomando apenas una pizca que permite rescatarlas de la pérdida de sentido. Evidentemente, con Tartabul…, última novela de Viñas, el verdadero argentino póstumo, estamos ante un manual de retórica que rompe las ataduras con cualquier pedagogía u orden explicativo. Viñas marchó así hacia el anarquismo de la letra, al collage anunciado de una locura que en literatura significa un proyecto de salvación personal como sobreviviente que sólo guarda en su memoria un conjunto de retumbos de sus frases anteriores y las recombina como un poseído. Proyecto, al fin, inútil para él.
Los monólogos son lo que queda de diálogos remotos ya destrozados, con secuelas de barroca obscenidad que a veces permiten un extraño recuerdo de Leopoldo Marechal, autor que no había sido de la galería predilecta de Viñas. Quizás un Arlt recubierto por un Marechal, monstruo delicado y sonoro en el que,entre un plano y otro de la conversación, nunca decidimos si estamos hablando de la historia o de nuestro yo. O bien, en todo caso, de la imposible razón que sensatamente nos obliga a mantener circuncidado el Yo, pues sólo se promete en Viñas el desemboque en el cuerpo, las superficies de carne, pero luego se nos entregan astillas de oralidad que son tan escurridizas y arteras, tanto como parecen grabadas en cortezas de árboles.
¿No es así la memoria, que parece firme cuando es etérea y tornadiza cuando se sostiene en recuerdos brutales y concisos? La memoria histórica y corporal se convierte en las sombras de la memoria o sombras que sostienen memorias. La «evocación de las sombras», para entender una tragedia nacional. Viñas lo hace elegíacamente, sin programa político ni descripción de caracteres humanos en tanto caracteres sociales, como en Sarmiento. Subsiste la cuerda biográfica, pero descuartizada, perdiendo su sostén lingüístico.
Esta experiencia de escritura mitológica, libertaria y basada en un proyecto de hermetismo esclarecedor —éticamente formulado: se trata de renovar la persona moral del intelectual desolado— exige nuevos lectores. Sería fácil decir que apela al lector capaz de ver desciframientos detrás de cada embozo —a pesar que la novela está cubierta de nombres reales que rodean a los arquetipos gran-viñescos: Tartabul, Griego, Tapiro, Moira, Pity—, por lo que más adecuado sería pensar que el lector de esta novela debe construir un proyecto de lectura desacostumbrado, mítico e insultante. Debe ser también, como lector, un lírico fracasado capaz de extraer del infortunio los pedazos candentes de la reconstrucción de la vida, y ver la literatura en el interior, siempre, de un estado de agonía.