Por un cigarro / Mario Praz

«Lo hizo un cigarro» (A cigarette did it): así rezaba al calce de la imagen de un chalet envuelto en llamas en el cartel publicitario de una compañía de seguros inglesa; en primer plano, una colilla de cigarro que distraídamente se había dejado en la orilla de una mesa y que había propagado el fuego. No quiero decir que la construcción de El conformista, de Alberto Moravia, esté en peligro precisamente por un cigarro; sin embargo, es necesario decir que en esa novela los cigarros contribuyen en mucho para destruir en el lector un cierto estado de ánimo que es esencial para el éxito de una obra narrativa. ¿Se han dado cuenta de esto? El protagonista va a consultar en una biblioteca pública (la Vittorio Emanuele de Roma) un viejo periódico. Moravia se detiene describiendo todos los movimientos que él realiza: sube las escaleras, llena la ficha de solicitud, se dirige al mostrador, entrega la ficha, espera, y mientras espera observa la hilera de escritorios, cada uno provisto de una lámpara con pantalla verde; le entregan el tomo correspondiente al año en el que se encuentra el periódico que pidió, posa el enorme volumen sobre el plano inclinado del escritorio, tiene cuidado de estirar un poco sus pantalones sobre las rodillas. Luego, «de un paquete de cigarros baratos, sacó uno, lo encendió, aspiró una primera bocanada de humo y, con calma, con el cigarro detenido entre dos dedos, abrió el fascículo y comenzó a hojear las páginas». ¿Y ningún empleado de la biblioteca intervino para advertirle que en ese local está prohibido fumar? ¡Y qué! Luego de un rato, cuando encuentra el ejemplar del periódico que le interesa, Marcello «quiso encender otro cigarro. Aspiró una bocanada y posó la mirada en el periódico». Ahora bien, en la biblioteca Vittorio Emanuele podrá escapar (como, ay de mí, parece que sucede muy a menudo) de los vigilantes el acto de un lector delincuente que arranca las páginas de un libro, pero nunca de los nunca se escapará el humo del cigarro de un infractor de la prohibición de fumar. Más adelante, en la novela, el protagonista, junto con su esposa, va a visitar al profesor Quadri en París. El profesor quiere ofrecerle un cigarro a sus visitantes: «Tomó de la mesa una caja de cigarros, miró en su interior, y al ver que no había más que uno, se lo ofreció con un respiro a Giulia: “Tome, señora… yo no fumo, y tampoco mi esposa…”». Y así nos olvidamos para siempre de que los otros adoran fumar. Siete páginas después, durante la misma escena, la señora Quadri «se acercó a la mesa, tomó un cigarro, lo encendió…». Ya, el acto de Marcello de fumarse dos cigarros en la biblioteca en donde está estrictamente prohibido fumar, y el acto de la señora Quadri, que, contrariamente a sus costumbres, fuma un cigarro que toma de una mesa en donde se apareció como en un juego de manos, son dos circunstancias que no tienen la mínima importancia para la trama de la vivaz novela; sin embargo, destruyen en el lector lo que Coleridge, en la Biographia literaria, llamó la «suspensión de la incredulidad» (suspension of disbelief): esa «apariencia de verdad suficiente para obtener, por estas sombras de la fantasía, esa voluntaria suspensión momentánea de la incredulidad que constituye la fe poética» (en las posteriores ediciones de su novela, Moravia eliminará estas incongruencias).
    El narrador nos transporta en su sueño, nosotros nos confiamos a él como a un experto conductor; si nos damos cuenta de que él maneja su coche saliéndose del camino, o de que toma mal una desviación, perdemos la confianza, nos preocupamos de su capacidad, y ya no logramos concentrar nuestra atención en el paisaje circundante. ¡De otras distracciones, que no de los inocentes cigarros de Moravia, son culpables muchos novelistas y poetas! Ariosto, como se sabe, se olvidaba de que había hecho morir a un personaje menor de su Orlando, y los autores de obras de teatro y novelas de ambiente exótico cometen de ordinario los más garrafales solecismos, desde Thomas Kyd, que en su Tragedia española pone a hablar en italiano —en vez de español— a sus personajes, hasta A. E. W. Mason, que en Musk and Amber pone en boca de sus napolitanos una improbable jerga, mezcla de español e italiano. La escritora norteamericana Josephina Niggli, hablando, hace dos años, en el Congreso de Historiadores en Monterrey acerca de la importancia de la novela para la mutua comprensión entre los pueblos, hacía notar el gran perjuicio que ocasionan las alteraciones de las costumbres de una nación por parte de los escritores extranjeros; y nosotros, los italianos, sabemos algo de esto. Una novelista estadounidense citada por Niggli, por ejemplo, casaba a un joven mestizo de buena familia, en su capilla privada y con el consentimiento de sus padres, con una mujer divorciada que había sido su amante y que en el ínterin había sido la amante de otro hombre. Situación ésta inconcebible en México. En casos como éste, el absurdo no salta a los ojos del lector inexperto con la cómica evidencia de los cigarros de Moravia o de ciertas caricaturas de Charles Addams (la esquiadora que pasó por encima de un árbol dejando las marcas de sus dos esquíes en el tronco), y por lo tanto es más insidioso: pero si el lector se da cuenta de este absurdo, se rompe el encanto, y el globo que nos hacía remontar un mundo de fantasía se desinfla y se precipita a tierra.
    Uno de los más probos novelistas que jamás existieron, el victoriano Anthony Trollope, escribió:

El pobre novelista descubre que en su descripción de las cosas, en general, comete con mucha frecuencia errores, y esto le es reprochado ásperamente por los críticos y amorosamente por sus amigos íntimos. En lugar de conocer la naturaleza de las cosas, como lo debe hacer un novelista escrupuloso, habla de ellas sin conocimiento de causa. Pesca salmón en octubre o caza perdices en marzo. Sus dalias florecen en junio y sus pájaros cantan en otoño. Abre los teatros de la ópera antes de Pascua y pone a sesionar al Parlamento un miércoles en la tarde. ¡Y, además, esas terribles cadenas de la ley! Un benévolo piloto de vez en cuando le brindará ayuda al pobre novelista, que no siempre sabrá hacer un uso discreto de ello.

    Trollope, precisamente, le pidió ayuda a un amigo abogado para poder escribir puntillosamente el caso jurídico del collar de diamantes de la familia Eustace, que le da título a la novela (The Eustace Diamonds) que la Oxford University Press volvió a publicar recientemente junto con Phineas Finn, con ilustraciones de artistas modernos (Blair Hughes-Stanton para The Eustace Diamonds; T. L. B. Huskinson para Phineas Finn) que han tomado el punto de partida para subrayar ciertos curiosos y pintorescos aspectos de las costumbres victorianas, las cuales, en cambio, no tienen relevancia alguna en las páginas del novelista. Ilustraciones jocosas, divertidas, pero con una pizca de caricatura por las barbas y los bigotes prolijos de los hombres de entonces, por los voluminosos vestidos de las mujeres, que el lector no advierte leyendo un capítulo tras otro de esas escenas de vida de todos los días, sin que casi nunca intervenga una suspensión que ofusque los nervios. Si un misterio se anuncia, el novelista se apresura a aclararlo porque, al contrario de Wilkie Collins y de Dickens, Trollope quiere ser honesto con el lector y «se niega a esconderle cualquier secreto». ¿Cómo es que sin los acostumbrados lenocinios del oficio, sin derramar una discreta o indiscreta dosis de sensacionalismo en sus páginas, sin recurrir a agniciones como Dickens, o a descripciones de ambientes y costumbres heterodoxos como lo hace nuestro Moravia; cómo es que Trollope logra encantar a muchos de nosotros, los modernos (está de gran boga en Inglaterra y en América desde finales de la primera guerra europea en adelante), y logra que todavía sigamos, si no con el corazón suspendido, ciertamente sí con la mente despierta, sus tramas un poco monótonas, sus situaciones que se repiten, sus diálogos que no brillan con golpes de argucia? Porque Trollope, con su precisa y consolidada observación, nunca deja una trama abierta, un punto remendado; como los viejos daguerrotipos, no adula; como los bordados en punto de cruz, es exacto, menudo, impecable: de sus páginas se desprende el mismo sutil hálito de poesía que se encuentra en las nítidas reproducciones dibujadas de los planos de arquitectura o de los modelos de caligrafía que el siglo XIX nos ha dejado como ejemplo de su espíritu de probo y fiel cuidado. Sí, sus personajes son victorianos, pero ante todo son hombres y mujeres de todos los tiempos, un poco como los personajes de Thackeray, y muy diferentes a los de Dickens que pertenecen a un mundo visto a través de una lente de aumento, una lente de la que Dickens también abusaba. Hombres y mujeres ordinarios, no héroes, no monstruos; con una mezcla de bien y de mal en su composición, y si el mal lleva la delantera, como en el carácter de Lizzie en The Eustace Diamonds, nunca se pierde el contacto con nuestra experiencia, de tal suerte que la «suspensión de la incredulidad» nunca es puesta a dura prueba. Se podrá decir que Lizzie Eustace es una Becky Sharp menos osada, y que su infatuación por el tipo del corsario byronico es mucho menos corrosiva que las infatuaciones literarias de Madame Bovary; se podrá encontrar que la carrera del fascinante diputado irlandés Phineas Finn —el cual, luego de haber estado muy cerca de conquistar la mano de brillantes damas de la sociedad, se desposa con una burguesita de su pueblo— es más de lo que Biedermeier pudo imaginarse. Pero, aceptadas las limitaciones burguesas del mundo de Trollope, una vez que nos han penetrado, podemos estar seguros de que nuestra confianza en el novelista nunca será perturbada. No veremos topos verdes, pero tampoco hilos que penden en el vacío o colillas de cigarros olvidadas atolondradamente en una mesita. «La honestidad es la mejor política» era su lema. ¡Oh gran bondad del viejo siglo XIX, que otros han definido como «estúpido»!

TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES
 
 
 
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