In memoriam † Gabriel García Márquez
En la semana que siguió a la de la muerte de Gabriel García Márquez, en una de las principales universidades públicas colombianas se organizó una lectura colectiva de Cien años de soledad. En ausencia del rector —los asuntos de la cultura no son de su incumbencia—, el vicerrector general tuvo el honor de inaugurar la recitación. Dijo un par de solemnidades rutinarias, leyó una vieja nota de prensa y, sin más, acometió las primeras líneas: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aurelio Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…». El auditorio dejó escapar una exhalación de espanto: la segunda cabeza de la universidad había errado, sin advertirlo, el nombre del más famoso personaje de la literatura colombiana después de María, su novio Efraín y el cauchero Arturo Cova.
El episodio universitario puso en evidencia dos hechos que, contundentemente, caracterizan la manera como el Premio Nobel de 1982 ha sido leído en su país: que su obra se conoce sólo muy superficialmente, y que lo poco que se ha leído de ella se recuerda de un modo mágico que, casi, disimula la ignorancia de base. Ahora bien, el adjetivo mágico no debe entenderse aquí en el sentido convencional, bastante huero, que suele invocarse ante la narrativa parcialmente realista de García Márquez y de las demás estrellas del Boom latinoamericano; con mágico debe entenderse en este opúsculo, y por metonimia, el sentido que le corresponde al conjuro, esto es, la necesidad de que se le recite con estricta exactitud cada vez que se necesita actualizar sus efectos.
Que a García Márquez se lo ha leído mal en Colombia es un hecho del que apenas cabe hablar, tratándose de un país en que, por ejemplo, no pueden exigirse libros a los estudiantes en las escuelas públicas, cuyas bibliotecas, por lo demás, suelen estar pésimamente dotadas; y un país en donde la única editorial nativa con talla de gran empresa —de hecho, el mismo sello que se encargó de la circulación local del Nobel desde la aparición de Del amor y otros demonios— decidió, no hace mucho, dejar de apostarle a la literatura y concentrarse en las obras maestras de la gerencia, la superación personal y otras materias en que las buenas ventas, impulsadas desde las canastas de los supermercados, parecen estar garantizadas. Mucho más peregrino es el asunto de la supervivencia mágica de la obra de Gabo en las cabezas de sus compatriotas.
La originalísima —por no calificarla de otra manera— ocurrencia de la crítica literaria especializada, en el sentido de que El coronel no tiene quien le escriba es la obra más redonda de García Márquez, hizo que, durante varias décadas, se incluyera el libro en los planes de lectura de muchos colegios del país (aunque no puede descartarse la hipótesis de que, por puro pragmatismo colombiano, se la eligiera por sus brevísimas setenta y dos páginas). A nadie le pasó por la cabeza que la compleja metáfora política encarnada en el iluso protagonista, así como su agonía existencial, no resultaran muy potables para jóvenes de trece a quince años. Con todo, la novela acabó convirtiéndose en un positivo hito anecdótico de esa generación, que hoy se acomoda entre los cuarenta y cincuenta años. Toda ella recuerda la palabra final, contundente y audaz: «Mierda». Eso sí, no recuerda nada más, por más que alguno de esos lectores —el que por excepción es especialmente perspicaz y conforma la minoría estadística— sabrá que el coronel, en la primera página de la novela, raspa un tarro de café hasta sacarle un polvo salpicado de viruta metálica.
El magisterio de Cien años de soledad está probado en el hecho de que un buen número de colombianos puede recitar sin ayuda su inicio —quién hasta el primer punto y seguido, quién hasta que llegan los gitanos, quién la página entera—, y algunos, incluso, el apocalíptico final: «…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra». Pero, en este caso, el recuerdo se apoya en el hecho de que la fórmula contiene —ni más ni menos— el título de la novela. Mientras tanto, las líneas inaugurales ganan por sugestivas; al menos es así hasta la alusión a las piedras parecidas a huevos prehistóricos, pero las demás líneas de la página bien pueden memorizarse a modo de prueba nemotécnica o patriótica. Sin embargo, la mayor parte de esos juiciosos recitadores no tienen idea de quién es Pietro Crespi, quién labraba pescaditos de oro o cuántos hijos tuvo y perdió Aureliano —no Aurelio— Buendía. Mucho se habla de las mariposas amarillas, pero pocos recuerdan a Mauricio Babilonia.
En la obra de García Márquez es palpable la intención de dejar atrapado al lector en las primeras líneas, o mejor, la de dejar esas líneas sembradas en su cabeza. No pocas de las introducciones poseen la rutilancia que permite al recuerdo recuperarlas al instante. Muy tempranamente, La hojarasca señaló ese camino de fórmulas perdurables: «Por primera vez he visto un cadáver»; un camino que no sólo se siguió en Cien años de soledad, sino en otras novelas que vinieron después, como Crónica de una muerte anunciada («El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo»), Del amor y otros demonios («Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre…») e, incluso, la postrera Memoria de mis putas tristes («El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen»). De hecho, la compleja armazón lingüística de El otoño del patriarca parece corresponder, en cierto sentido, al intento de extender el sortilegio de la frase memorable entre la primera y la última de las doscientas setenta y una páginas de la edición original. Asimismo, hay alguna lógica de conjuro en el título tremebundo del —por eso mismo— cuento más popular: «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada».
De acuerdo con la teoría de la magia establecida por los antropólogos, la eficacia de un conjuro reside, estrictamente, en que las palabras de la fórmula sean recitadas en el exacto orden que les haya conferido el mago original. Los colombianos —y no pocos latinoamericanos—, por haber tenido, desde muy jóvenes, los libros de Gabo en sus manos, acabaron apropiándose con todo rigor de las pegajosas palabras de las aperturas y de algunos finales. El problema es que, por arte de la magia desatada con esas palabras, para muchos de ellos —más de los imaginables— se dio y se ha dado el milagro impío de fungir como lectores en propiedad del Nobel, sin importar que no hayan hecho otra cosa que apenas asomarse, abúlicos, por las claraboyas de sus libros. La explicación de este fenómeno está consignada, en buena parte, en las primeras dos palabras de El amor en los tiempos del cólera: «Era inevitable».