Para comenzar en este viaje es necesario tender velas, pero, antes, un número de enseres multiplicado por igual cantidad de tripulantes, algunos fardos, otros tantos sacos de harina, y de moscas, un ciento, citando y parafraseando el primer poema, que es casi como el «embarcadero».
Dodo, de Karen Villeda (Tlaxcala, 1985), poemario ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2013, es un libro que busca la marea, que lleva al lenguaje por cada ola hasta romperse infinitamente en la orilla de una isla que apareció en el catalejo de sus páginas; con un lenguaje poético que se mece sobre el mar, una pinaza, o el propio galeón flamenco bautizado Güeldres,expone desde el horizonte sus acciones, los personajes, las palabras que se asientan o desembarcan sobre la playa, y cuando la espuma apenas se desbarata, deja ver la huella del ave, del dodo.
Debo decir que apenas tuve una sensación de bitácora, de diario de viaje, porque entre barriles, brazadas y una escotilla, por la cual miro cada poema, diviso marineros pisando una arena húmeda bañada por una prosa firme, que es como la brújula que marca una constante, una constante del oleaje como un sueño narrativo. Siempre es difícil escribir plantado al borde de las orillas y más si a la orilla hay un mar turbio.
Cuando comencé a leer Dodo, a finales del mes de mayo, descubrí una poesía puesta desde el fragmento, que no alcanzaba a asir del todo; el ritmo me parecía tropezado, con palabras que, de algún u otro modo, se escapan del común poético, pero que finalmente, con mi segunda lectura fueron exponiendo, extendiendo el universo acuático, costero, violento, isleño y, sobre todo, narrativo, que uno navega en un mundo difícil de concebir. Hay un elemento provocador con el proseguir del viaje, hay una crueldad dulce. Aquí no hay florituras, sino una carnicería en la costa. Luego de tomar el ritmo en la lectura, todo se acelera. Quieres releer, hacer anotaciones, marcar esto o aquello, el abismo, la duda, los elementos y los símbolos.
Y es que su poesía, la de Karen Villeda, fluye de una manera singular, el poemario en su totalidad decanta en una unidad narrativa muy concisa pero fragmentada, un tanto agreste. Por ejemplo: «Estamos tan agotados que tomamos la siesta. El Mongol duerme al sol, sin tostarse. Catorce pulgares, siete pitos estancados en Mauricio. Una verdad demográfica», escribe Karen Villeda.
En otras, a contraluz, algo más sensibles, pero sin descuidar lo ya logrado. «El Mongol balbucea una canción de cuna. “Pra lapra pran lapra lapra para pran”. Una percusión desde siempre. Mauricio se reverdece».
Dodo se funda en la repetición (anáforas everywhere), esto apuntala al poema, le da ritmo, le da el ejercicio perfecto para saber deslizarse en la lengua; por otro lado, en su conjunto total como poemario, cohesiona con las más básicas emociones y conductas humanas —sumamente atractivas. Por lo contrario, la fragmentación, si así también lo queremos ver, forma núcleos perfectos, poemas en un ir y venir de crestas de olas, elementos para acunar los sentimientos, el querer volver a la raíz de donde venimos, y que está siempre presente en nosotros.
Como dijo Montaigne sobre la identidad: «No estamos hechos más que de piezas añadidas». Estas piezas que son, obviamente, fragmentos, partes en la construcción del todo. La poesía se asienta en la identidad que posibilitan sus propias palabras, para luego añadirse y convertirse en bloques homogéneamente no líricos, sino puramente poéticos, asiendo, desde la pluma, significados esenciales. Esto es evidencia del trabajo con las palabras, hay mucho en poco, y esto lo convierte en una buena poesía, en una poesía que no se puede pasar por alto, porque simplemente no hay forma alguna de salida.
Es indudable el uso de los símbolos. Luego de una cuarta lectura, que fue más que forzosa, por ese corte tan breve que durante todo el viaje, al leerlo, me pareció totalmente un acierto, vi la propuesta del diálogo, escribir brevemente, lo poético, símbolos, símbolos que interactúan, no hay más, no se necesita más, se sostiene, flota. Todo esto se mezcla cualitativamente con la narración, y tienes un coctel Molotov o una granada en la mano.
Sin darme cuenta, Dodo me recordó mi niñez, mi infancia. Con aquellas historias de piratas memorables, y las otras que se olvidan, como el primer raspón en la rodilla, pero que reviven al primer ápice que logra tocarlas, y traerlas de vuelta, haciendo presente de nuevo la infancia. La isla que no es más que la distancia escogida en mis adentros hacia el mundo. Hay una experiencia límite si uno lo desea, no soy de los lectores que empatan mucho con personajes ni con historias, pero Karen o su Dodo me devuelven algo, un berrinche, una travesura, o el simple sentido irónico de la vida confrontada con sus esencias más básicas, instintivas, del ser humano, las contradicciones, y ese deseo inagotable de querer inmolarnos.
Por último, cabe decir que la trama de la historia es muy bien llevada por la tensión poética-narrativa, más que lograda, perfecta, para luego ser prolongada por cada línea, por cada anáfora sumada en cada uno de los poemas, que son, al final, una estela de espuma sobre las aguas.
Dodo, de Karen Villeda. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2013.