El sueño / Julio Horta

Ya rompía el alba en sus ojos… Ya entonces comenzaba a recordar la ansiedad que le había apartado del sueño… Los tambores que reciben al Dios del Sol y de la Obranza se mezclan con el escaso trinar de un ave menguante. Mientras la conciencia se incorpora en la vista, ella se lleva una mano a la frente, palpando el frío sudor, epílogo de una noche calurosa. Un dolor de cabeza, la insistente punzada: las visiones nocturnas siempre dejan un desagradable malestar…
     En la somnolencia, un profundo silbido libera del letargo la responsabilidad: es un día de fiesta, la «Fiesta de la Fertilidad». Un día nombrado en agradecimiento del regalo divino, pues ya está en el cantar de los ancianos del consejo la advertencia ante el rito fallido: «Como ha sido dispuesto por los dioses, el hombre debe dar gracias por no encontrarse con aquel que provee de hambre y muerte».
Aún con el enrarecido eco retumbando en su cabeza, se apresura a tomar el camino de las «antorchas eternas», una senda de luz que conduce a la gran pirámide del Dios Lluvia, vencedor de Noche en el combate definitivo que dio principio al tiempo. Pero no hay instante que perder, los rayos del sol ya comienzan a romper en las altas copas de los árboles, el paso presuroso, el alma sobrecogida por esa extraña neblina del ensueño… Son días de fiesta y todo el pueblo de «tierra suave» espera, sólo espera…
     Envuelta en una contemplación interrumpida, mira la promesa del amanecer levantarse por detrás del sepulcro divino del dios; pero sigue de largo hacia los lindes del pueblo, más allá de lo imaginado, toma un camino diferente: debe cosechar el cacao, arrancarlo del seno maternal de venas enraizadas, no hay tiempo, el pueblo espera…
     Sin menguar el paso, con el cielo abierto como testigo, bruma a la distancia, el valle arenoso, la claridad que obliga a fruncir el rostro, calor, el bosque ya no debe de estar lejos. Después de todo, es un día aciago: desde el comienzo de la era del jaguar, todo se presenta diferente y, quizás, lo más curioso es que ella no encuentra novedad en eso.
     Por designio de las estrellas, y asentado así en los códices del templo, la familia de la joven «Pies de Fuego» tiene la responsabilidad de preparar la bebida sagrada que culmina con el ritual del sacrificio dedicado al dios: en la cima de la pirámide, ante la imagen de la forma mortal de la divinidad, el rito debe ascender hasta perderse en la Morada sagrada, en un lugar más lejano que el tiempo.
     El peso de una responsabilidad sagrada oprime su pecho, el camino continúa y se extiende: ¿tal vez no quiere llegar? Con paso débil, un pequeño morral de urdimbre entre sus manos, una piedra inesperada y maliciosa tropieza la importante tarea. Con la espalda cimentada en la tierra, los ojos clavados en el cielo, mira las nubes multiformes perderse en la vaguedad. Pero no hay dudas, ni flaquezas, debe llegar, el ciclo debe ser cumplido… así ha sido escrito.
     En la soledad del camino, un halo azaroso le ayuda a recordar cómo preparar el brebaje: trozar el cacao lentamente con mano firme, lograr la magia de dividir el vino de la manteca; deshebrar con las manos los hongos dorados por el rayo; triturar la mezcla con el alma limpia; unir el universo en un todo primigenio con el agua que da vida; entregar los sentimientos con el olor de madera quemada; y, sobre todo, poner la sangre del corazón…
     No había recordado con tanta lucidez las palabras de la abuela, sino hasta ahora, al escuchar su voz romper con el silencio autoimpuesto después de la muerte de su madre —quizás percibiendo su voz y creyendo que es la de su abuela. Sí, ahora lo recuerda bien: aquel sueño que la ha estado atormentando es, y siempre fue, la imagen de su abuela.
     No era verdad, no estaba sola, abuela la acompañaba en todos sus sueños, ella quería su compañía, y despreciaba por completo la inconciencia del sueño. Y entonces la abuela continuó hablando… como siempre lo hizo: «Es el corazón la parte más importante del rito. Sólo con el corazón el ciclo se cierra. Entiéndelo, sólo un camino une al hombre con las estrellas. Y el sacrificio estará completo cuando ofrezcas el corazón del fruto y su sangre».
     Una gota de sudor se desliza, un parpadeo, el asombro: ha llegado al «bosque de sombras altas». No tiene dudas para internarse entre los matorrales, ya antes había estado en el bosque, y, sin embargo, no sabe por qué, de alguna manera extraña, le parece diferente. De nuevo, avanza sin rumbo, no hay caminos, ni señales: entre grandes árboles, se adentra por veredas insospechadas, la gran montaña extiende sus brazos, ramas secas y maullidos distantes acompañan los pasos solitarios de un instinto ciego.
     Pero en el fondo sabe que algo la llama. La abuela la guía desde una interioridad desconocida. Buscan el árbol de frutos en el tronco; el árbol cuyas ramas hermosas no sostienen el futuro. La vista suele perderse, pero el espíritu se dirige sin dudas: en una vuelta inesperada, detrás de un pino está el preciado fruto.
     Si la sustancia sagrada ha de pertenecer al hombre, entonces las manos de carne deben purificarse con la sinceridad de la tierra. Del pequeño morral, la joven saca piedras de río, las coloca frente al árbol formando un semicírculo… Se recuesta de frente, mientras las manos de carne intentan hundirse con los dedos abiertos. El aullido de la selva se pierde entre las hojas, los miembros humanos se flexionan, un solo movimiento y, como desde el principio del tiempo, el hombre se levanta nuevamente, renaciendo de la tierra.
Con el cacao arrancado de su seno, mira la planta cortada derramar la savia. No hay nada que se pueda hacer, según la leyenda, el hijo de la tierra debe arrancar el fruto: pero sólo aquel hijo que ha descendido de la familia del fuego puede cortar la irrompible rama. Un gesto sonriente, un fruto robado; no hay duda, la leyenda también renace con la verdad de las estrellas.
     Como arrullando a un niño entre sus brazos, se dispone al regreso… A lo lejos, una batalla realizada antes del tiempo se repite interminable, tiñendo el cielo de rojo. El eco de la fiesta la guía desde más allá de la montaña. El antes luminoso paisaje ahora se pinta de oscuridad. Se aferra con fuerza al fruto, en la penumbra nunca se sabe lo que puede ocurrir. El ruido aumenta… la ensordece… ahora está más cerca, puede percibir una cacofonía inquietante: es un hecho extraño, pero… es la era del jaguar.
     Conforme la sangre celeste se torna negra, «Pies de Fuego» logra escaparse poco a poco de la noche. Por momentos puede ver un camino iluminado, es el camino de las «antorchas eternas». De nuevo, el retumbar de la fiesta, y en la cercanía, un rumor especial llama su atención, un repiqueteo, presuroso, frenético… molesto. La extraña punzada la obliga a buscar en un punto desconocido. Mira sin recelo la escalinata de la gran pirámide, y al final, encuentra al dios envuelto en llamas de pureza.     
     En la cima, los hombres bailan y cantan alrededor del monolito con formas de animal, mientras un jarrón de barro negro pasa de mano en mano, escurriendo por sus bordes el preciado elíxir. En el relato, cascabeles tintinean mientras los pies danzantes dibujan círculos que se entrecruzan por su ángulo céntrico, representación del ciclo, el jaguar…
     Un suspiro, el sudor frío, con el fruto en las manos, el dolor en las piernas recordando el viaje. La euforia se detiene justo cuando ella comienza a ascender. En el pináculo, el sacedorte recibe el esperado tesoro de manos de «Pies de Fuego»; con la mirada fija, casi perdida, la lleva hacia el centro del último cuadro… con las manos enrojecidas, la toma del brazo para recostarla sobre la gran piedra. Entonces recuerda aquella historia contada por la abuela: una tragedia escrita con los matices de la desesperanza de una madre que vio a su hija perderse en el olvido, alejada de su familia, maldecida por los dioses, condenada a vagar por siempre, como castigo por un destino incumplido.
     En el desierto de imágenes, un golpe seco se hunde en la carne hasta resonar con fuerza sobre la piedra, despertándola del letargo. Dudosa, comienza desorientada una penosa búsqueda. El sonido es diferente: una voz diminuta que crece, ahora un tumulto. El dios en lo alto, el estridente golpear en la oscuridad. A lo lejos, un grupo de hombres labran la agreste dureza de cantera que se aferra a su estadio primigenio. Con la mirada se acerca, pero no la miran: en la escalinata de la pirámide, los signos cosmogónicos contando la memoria de la civilización.
     Mira hacia arriba y encuentra al sacerdote en un cielo enrojecido. Frente a su corazón palpitante, un par de ojos negros abiertos como flores, esperando recibir el rocío. Tiembla, pero no se mueve; reconoce los signos labrados en la piedra: una joven, el fruto, el destino, el sacrificio, la pirámide, el jaguar, sangre y vida…
     Perdida en su intimidad, el rito en piedra le resulta cercano, una experiencia propia perdida entre recuerdos, como si su vida fuese descrita entre las líneas pétreas del símbolo de la mariposa. Al final, justo en la arista que da inicio al relato, mira los detalles de la joven grabada en piedra: «Pies de Fuego, la de hermosa sonrisa».
     Durante la claridad de la fiesta, la comprensión del hombre se eleva por encima del mundanal: con las manos en la boca, conteniendo el llanto, los gritos… contempla la historia de un pasado que aún no ocurre. Debe descender de la pirámide… el esfuerzo es inevitable, su cuerpo se tuerce repentino y cae, el vacío abre sus puertas, un golpe en el borde filoso, la sangre escurre desde su frente por la escalinata interminable, tal como ocurrió desde la era del mito.
     En la distancia, mira a los hombres perderse entre el fuego del ritual. Los pies danzantes ahora le parecen llamas que se mueven y juegan al ritmo del viento. Y mientras el rumor se convierte en un silbido fugaz, se entrega a la festividad con una ligera sonrisa: una extraña mueca de alegría insospechada, esbozada apenas por quien ha conseguido entenderlo todo.
     Lágrimas carmesí recorren su rostro satisfecho, y en la claridad se mira a sí misma, con unos ojos que no son los suyos… se entrega al sueño, aquel que ha recordado desde siempre, un sueño en donde se mira sin conocerse, despertando de una noche calurosa: un suspiro, el sudor, una punzada en la cabeza, el dolor aún persiste; se mira en el espejo y encuentra un rostro que no es el suyo, pero es de alguna manera familiar.
     Titubeante, se dirige a su escritorio, sostiene una mochila de color azul marino. Se aferra a un escaso cuadernillo cosido entre pastas de piel, en su interior el esfuerzo sempiterno de los desvelos pasados: escrito con letras menguantes por la desesperación insomne, el borrador de una historia no contada. Algunas letrillas, anotaciones, algunos párrafos, nada terminado aún.
     Una y otra vez ojea las páginas, rastros de una batalla interminable contra la tortura del vacío. Como cada mañana, relee la escritura de los días pasados, encontrando sin sorpresas el sinsentido de la desesperación. Hasta ahora, su trabajo se ha vuelto bastante sencillo: cuando la angustia la sobrecoge, entonces toma el teléfono y marca a la editorial, esperando le extiendan el plazo de la publicación. Pero en su interior sabe que algo la obliga; sin saber por qué, debe seguir escribiendo…
     Mira la portada del cuadernillo, una pequeña mariposa multicolor tejida en la piel, el último regalo de Carlos antes de verlo partir: «Un lugar en blanco donde refugiarte y buscarme», decía. Los recuerdos la perturban, cada gota de memoria representa una llaga en su corazón marchito. Ahora lo entiende bien, la labor debe ser cumplida, no por ella, sino por ese sentir que la obliga.
     Con el miedo de quien no sabe hacia dónde dirigirse, de nuevo, toma la pluma y comienza a revisar el cielo buscando historias. Imágenes dispersas se pierden en su cabeza como pétalos caídos de una flor que no existe. Cada fragmento se muestra repentinamente, prometiendo finales inesperados, historias originales, toda vez que comienza a escribir unas cuantas letras. Y mientras el vacío inerte de la hoja en blanco amenaza la cordura, una sensibilidad ígnea dirige las primeras líneas de una prosa sin camino.
      Entregada a una obsesión inesperada —siempre ha sido obsesiva—, recuerda aquel sueño ominoso, exiguo, ahora perdido, en ocasiones recordado: aquel en que un espíritu inquieto se encuentra sofocado entre las ruinas de una civilización antigua, perdida entre los anales del tiempo. Sujeta con fuerza la somnolencia de la noche anterior y comienza a escribir una historia, su historia… aquella que debió ser contada hace mil años…

 

 

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