The more things change, the more they are the same. That is the terrible stability of the world.
Martin Esslin
En uno de los versos más célebres —y sin duda más oscuros— de Una temporada en el infierno, Arthur Rimbaud sentenciaba: «Hay que ser absolutamente moderno». Algunos años más tarde, hacia 1905, Hermann Bahr tomaría una resolución parecida: «El único deber, ser moderno». Tal parece que las cosas no han cambiado demasiado en nuestro siglo. La aspiración del poeta, y algo habrá de sintomático, marcha todavía paralela al esfuerzo, muchas veces cuestionable, de instalar a la poesía en los inciertos y deformados dominios de lo que se estima moderno. Lo que en principio fue una actitud se ha transformado, hoy día, en una necesidad casi condicionante.
La regla, por supuesto, no es aplicable ni a todos los poetas ni a toda la poesía. Existen, junto a todos aquellos que confunden lo moderno con la irreverencia, con la búsqueda a ultranza de una engañosa originalidad, quienes comprenden que lo verdaderamente nuevo consiste, si acaso, en cuestionar la manera en que entendemos y habitamos esa modernidad. Con Aparece un instante, Nevermore, Malva Flores (Ciudad de México, 1961) no sólo se inscribe en esta última categoría sino que también nos enseña que la escritura del poema es, ante todo, una labor de reconocimiento, una apuesta permanente por la renovación.
Si en Luz de la materia podemos encontrar un libro luminoso, guiado por la secreta convicción de que toda poesía encarna un regreso a lo esencial, un esfuerzo por recuperar los fragmentos de un universo en dispersión, en Aparece un instante… asistimos, más bien, al nacimiento de una contraparte oscura y teñida por el desencanto. La ausencia de asideros reales, la angustia ante el presentimiento de que la palabra poética no alcanza a desmenuzar el complejo y convulso espesor del mundo, dan como resultado un libro en el que las interrogantes sobre lo poético, sobre la forma que el poeta tiene de afrontar el vértigo y la multiplicidad de lo real, se convierten en las directrices que articulan los poemas que lo integran.
La preocupación latente viene con una pregunta que bien pudiera ser el origen de las obsesiones que rondan todo el poemario: me refiero, por supuesto, a aquella que pone en entredicho la mera posibilidad de continuar hablando, en un universo cada vez más propenso a lo inmediato, desde la voz de esa poesía que, quizá sin proponérselo, hace visible el revés de las cosas, su cara oculta o desdibujada por el trasiego y la rapidez del mundo. Tal vez por ello, en un intento desesperado en el que responder importa menos que comprender, Malva Flores apuesta por una escritura que, para mostrar el carácter falible y transitorio de lo nuevo, primero lo encarna y lo interroga: «Make it new / pero / qué es new. / En dónde lo buscamos».
Esa búsqueda, permeada por la convicción, acaso dolorosa, de que en realidad «Ya no hay new» sino «news», implica, a su manera, un descenso, un viaje en vertical a través de los sinuosos laberintos del lenguaje, de la forma en que se piensa y se concibe la escritura del poema. A la renovación del verso, a la llegada de un aliento fresco y cercano al de la poesía más contemporánea, corresponde también una preocupación por señalar que el camino a la originalidad no está en ninguna parte, que renovar(se) no necesariamente significa rendirse ante los riesgos del experimento gratuito: lo nuevo siempre es repensarse a uno mismo, repensar la manera en que la poesía debe hacerle frente al mundo en que se desenvuelve. En eso el libro triunfa por knock-out y, al mismo tiempo, es descarnadamente claro. De hecho, uno de sus mayores aciertos reside precisamente en la capacidad de evidenciar la falibilidad de lo «moderno» a través de un ejercicio de «modernización» del verso, pero también en su soltura al momento de agrupar todos esos ecos sueltos de la poesía más nueva en el seno de otra poesía de raigambre más bien clásica. De allí que se concluya hacia el final de la primera parte: «escribe con la lengua / que te sea familiar».
La lengua familiar, sin embargo, es la de la nostalgia («Raven / raven / ¡Nevermore!/ —que vuelva con Leonora el cuervo / de románticas plumas»), la de la palabra inerme que no alcanza a traducir el horror de la muerte («Cero / cloro / piélago / de sodio puro. / Palabras / descompuestas en un mismo / cordón umbilical»), la del eco irónico que nos recuerda, con una sonrisa amarga, que la poesía parece, hoy más que nunca, insuficiente: «Y sólo veo fracciones / de aquel oro bruñido pues ya no atisbo / lianas / ni letras / que con su abrazo traduzcan / la luz de la materia». Malva Flores ha escrito un libro sombrío, desencantado, cuya terrible verdad radica en el hecho de saberse a la deriva («Y todo me da miedo / porque no escucho voces / sólo sílabas mancas»), en la posibilidad de haber equivocado la forma de estar en el mundo: «Me equivoqué / de río / de ahora / y es de agua / la cortina sin aire / que se hincha».
Con todo, la labor del poeta —y Malva Flores lo sabe muy bien— no consiste en entregarse al flujo endemoniado de la angustia sino en afrontarlo valientemente, en retenerlo dentro de sí para brindarle exactitud y forma, para otorgarle el don de una palabra justa. Quizá por ello el depurado juego rítmico, la pureza y sonoridad de las imágenes que recorren el poemario, sugieren una restitución, un apego a la idea del pasado como entidad nutricia y, con ello, una confianza en los poderes del ritmo como vehículo para rehacer el mundo, para salvar los escollos de lo perecedero y lo banal. «Las cosas», leemos en el último poema del volumen, «están siempre en su lugar». Si el poeta las transforma, si nombrando les otorga nuevos rostros, no es para desfigurarlas sino, precisamente, para reafirmarlas en su estabilidad. La tarea, a final de cuentas, consiste en eso: en intentar (Make it new / dijo Pound: / «Oigo crecer / la selva a ras del tragaluz / y recomienzo»); el resto —ya lo anunciaba el epígrafe del libro— no es asunto nuestro.
Aparece un instante, Nevermore, de Malva Flores. Bonobos, México, 2012.