Provengo de una familia silenciosa. Mi madre, Mimi Artzi, sobreviviente de Auschwitz, no hablaba de su terrible pasado. Aun en el Día de la Memoria de la Shoa apagaba radio y televisor y se atrincheraba detrás de un muro de silencio. La única historia que apenas si mencionaba era que Clarisa, la Kapo de su último campo de concentración en Alemania, la había salvado de una muerte segura. Mamá la llamaba «mi ángel».
Ni siquiera fui la destinataria directa de este fragmento de recuerdo tormentoso. Mi madre había optado por revelárselo a mi primo, un joven soldado, israelí desde hacía siete generaciones. Su familia se había librado de las heridas de la tragedia europea porque había emigrado a Palestina a inicios del siglo xx. Para mi madre, él representaba «el hijo inocente» de la Hagadá de Pesach (Pascua), mientras que yo era la hija «que no sabía hacer las preguntas». Fue así como escuché por primera vez el cumplimiento de un antiguo precepto que, en la tradición judía, ha sido transmitido de generación en generación: «Le contarás a tu hijo». Aquel eco de la memoria de mi madre apareció repentinamente, como un fantasma, invadiendo mi vida para siempre.
Años después, Clarissa me dio la inspiración para el libro Il cappello di vetro (El sombrero de vidrio),[1] que fue el primer intento en la literatura en prosa israelí de plantear públicamente un debate sobre la segunda generación de los sobrevivientes de la Shoa. Clarissa también me inspiró el personaje del padre Stanislao, el sacerdote católico que salva a una muchacha judía en E il topo rise (Y el ratón rió), escrito dos décadas después.
El pacto de silencio entre los padres sobrevivientes y sus hijos —«Tú no preguntas y nosotros no contamos»— no estaba limitado exclusivamente a mi familia. El holocausto personal de los sobrevivientes había estado oculto en los más recónditos rincones de sus almas, de manera tal que sólo la punta del iceberg continuaba emergiendo en sus pesadillas y en la rutina de la vida cotidiana israelí; una cáscara de papa, el ladrido de un perro, vestidos hechos jirones, un pie descalzo, una excursión escolar, los rieles del tren, cada detalle marginal o evento casual podían poner al descubierto la punta de un recuerdo detrás del frágil muro defensivo y derrumbar la casa.
Auschwitz. Esta palabra fue un gemido constante en el vacío de nuestra vida cotidiana. Ni siquiera logro recordar cuándo la escuché por primera vez. Era como si estuviese allí desde siempre, suspendida sobre mis jóvenes años. Nunca se me explicó su significado. Con total inocencia, le conté a la maestra de la guardería que Auschwitz era el lugar donde había nacido mi madre. No obstante, gracias al agudo instinto de los niños, siempre he sabido que Auschwitz era el pozo más profundo que podía existir, y que contenía todos los males, las crueldades y los horrores más inimaginables. Auschwitz, el nombre que nunca puedo pronunciar sin causar en mis seres queridos un daño y un dolor sin par.
Una generación entera de jóvenes nacidos en Israel recibió el mismo mensaje no dicho. «Tú no preguntas y yo no cuento». Tuvimos que convertirnos en los protectores de nuestros padres contra las insidias de la memoria. Nuestra tarea fue servirles de escudo a los sobrevivientes contra el sufrimiento causado por el trauma del recuerdo. Fui parte de todo ello hasta que me hice escritora y los textos me enseñaron algo distinto. Escribir me obligó a mirar directamente en el fondo del pozo oscuro.
Escribir se parece a una excavación arqueológica: descubrir, estrato tras estrato, el alma. En efecto, lleva al descubrimiento propio aquellos recuerdos que han estado reprimidos, poniendo al escritor en confrontación directa con todo eso de lo que desesperadamente está tratando de huir. Quizás me hice escritora precisamente porque era la única manera de comprender algo de la extraña realidad en la que me encontraba viviendo. No estaba lista para aceptarlo así como se me presentaba; esa misma realidad censurada de la cual habían sido borrados el más oscuro de todos los horrores y los pálidos fragmentos de luz. Cada cosa había sido suprimida a favor de la manifestación israelí de poder y determinación, no tocada por las cicatrices de los días pasados.
Sin embargo, niña aún, intentaba hacer frente a la incoherencia entre las dos realidades contradictorias de mi vida y encontrar una lógica que explicase la coexistencia de un frente israelí luminoso en el que se alargaban las sombras de un sombrío, inexplicable abismo. Mis personajes imaginarios me allanaron el camino y me indicaron que había llegado el momento de iniciar el doloroso viaje en los recuerdos, al precio que fuera.
En los años ochenta, cuando entramos a la edad adulta y nosotros mismos nos volvimos padres y, luego de que un determinado número de guerras había quedado grabado indeleblemente en nuestra conciencia israelí, encontramos por fin el valor para plantear la pregunta: ¿qué habríamos hecho si hubiésemos estado en el lugar de nuestros padres?
«Un sobreviviente de la Shoa» ya no era una imagen poco clara en una película en blanco y negro, ni mucho menos un concepto abstracto en un libro de texto o en un eslogan en el colegio.
El verdadero sobreviviente de la Shoa era mi madre, que estaba en nuestra modesta cocina, junto a la sartén para freír albóndigas y con mi cuaderno de matemáticas en sus manos. Más cerca no podía estar. Al final tuve el valor de pronunciar la pregunta prohibida. «Mamá, ¿qué te sucedió durante la Shoa?». Poco a poco, mi madre empezó a responder. La típica respuesta que se remontaba a mi infancia, «Eso no es algo que te importe», era ya una manera de empezar, aunque fuera con una negativa. El más frágil de los diálogos finalmente había empezado.
También mi novela E il topo rise empieza con una pregunta: «¿Cómo debe ser contada esta historia?». Es una vieja señora de Tel Aviv quien la hace. Es una abuela que en 1942, cuando era una niña, fue escondida en un depósito de papas en la bodega de unos campesinos polacos, donde sufrió un abuso brutal y una violación, perdiendo por completo su identidad. Su único amigo y protector fue un ratón que la salvó de la locura y le enseñó a reír.
En este momento la abuela está petrificada. Cómo puede abrir la puerta a este terrible recuerdo sin comprometer la serenidad de su nieta que está preparando una investigación escolar sobre «las raíces familiares». Esta historia de horror amenaza con destruir la familia, que es lo más preciado de la vida para los sobrevivientes, y el logro más grande de la abuela. La familia se había convertido en el fundamento de la rehabilitación de los sobrevivientes y, al mismo tiempo, en el propósito de su vida. El símbolo viviente del significado de haber sobrevivido. Su devoción a la familia, que habían hecho nacer de las cenizas, activó sus recursos mentales e hizo posible el proceso de autocuración.
Casi medio millón de sobrevivientes de la Shoa llegó a Israel justo en los primeros años que siguieron a la Guerra de Independencia de 1948. El novísimo país carecía de todo tipo de sistema de apoyo para garantizar ayuda, fuera física o mental. El mismo Israel, apenas creado, era frágil y convalecía de su primera guerra, de modo que el milagro de la rehabilitación fue realizado por los mismos sobrevivientes. Si sólo supiésemos de qué misteriosas cajas fuertes sacaron la increíble fuerza para reconstruir sus vidas y para volver a empezar. Cada persona creó su mecanismo de reparación personal. No dejo nunca de admirarlos. Esto es de lo que escribo.
En Il cappello di vetro, la memoria de la Shoa es transmitida de primera a la segunda generación. Por el contrario, en E il topo rise, escrito dos décadas más tarde, la abuela se abre a un miembro de la tercera generación. Su nieta será la que llevará adelante el recuerdo y lo catapultará hasta el 2099, cuando ya no estarán los sobrevivientes de la Shoa ni sus descendientes directos. A esta cadena de personas, que recuerdan, que se pasan la antorcha de mano en mano como en una competencia olímpica de postas, en la novela se les llama «recordadores».[2]
¿Qué sucederá luego de la era de los sobrevivientes? ¿Qué ocurrirá una vez que todos hayamos partido? ¿Qué tipo de memoria será preservado en un mundo en que el número tatuado en el brazo se convertirá en una mera imagen fotográfica y no en una marca sangrante burilada en la carne? La herencia de la memoria va lejos, más allá del campo de acción de los sobrevivientes e incluso del Estado de Israel, establecido luego de la Shoa como un puerto protegido declarado para los judíos. Es una cuestión que cualquier israelí, cualquier ser humano, quienquiera que sea, debe plantearse con valentía. Es responsabilidad nuestra asegurar que el recuerdo sea mantenido con vida.
En el futuro podemos esperar que la Shoa se vuelva una imagen desenfocada, reducida a un oscuro mito. El mito tiene doble cara. De un lado, preserva el evento en el formaldehído de la historia, asegurando que no se pierda en el olvido, mientras que del otro debilita su complejidad y fija lo que no es más que un simple compendio codificado. Quiero creer con todo mi corazón que en el 2099 habrá aún personas que intenten descifrar la verdad en el vasto océano de documentos y testimonios, como Lima Energelly en mi novela.
Por cierto, es razonable imaginar que la mayor parte de la gente, en caso de que le prestara alguna atención, lo hará con la información más superficial y con la más simple de las explicaciones. Aun cuando la memoria de la Shoa será sin duda perpetuada, esto no estará motivado por la obediencia al sagrado precepto «Tú recodarás», celosamente custodiado en la religión judía, sino más bien en calidad de prosaicas observaciones que caracterizarán el enésimo evento que se produjo en el curso de un milenio muy distante. Tres elementos puntuales de la Shoa corren el riesgo de caer en el olvido:
1. Su naturaleza sin precedentes, o bien el hecho de que una sentencia de muerte fue decretada contra cada persona que, debido a su nacimiento, pertenecía a la colectividad judía.
2. El nivel de odio desplegado por los nazis y por los que los apoyaron, que no tiene parangón en la historia de la humanidad.
3. El intento de aniquilar un pueblo entero simplemente porque existía.
Entonces, ¿cómo recordaremos? Para tener una respuesta, me remito primero a los muertos. Janus Lorczak, un autor y un pedagogo de altísimo valor, que murió en Treblinka en una cámara de gas junto con sus alumnos, escribió: «Un hombre debe saber cómo, con un lápiz, conmemorar aquellas cosas que quiere preservar. Aquí un paisaje. Aquí un rostro, aquí un árbol. Todas esas cosas que, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecerán del mundo».
Fui a donde mi madre y le pregunté: «¿Cómo quieres que continúe el recuerdo? ¿Debería ser bajo la forma de una ceremonia oficial o de un servicio litúrgico, con un sistema compartido de reglas y costumbres?».
La respuesta de mi madre fue una historilla que mi padre, a tardía edad, solía contar. Aconteció durante la campaña rusa de Napoleón. Al noveno día del mes judío de Av, el emperador francés llegó a un remoto shtetl. Se sorprendió al ver a todos los judíos sentados en el suelo y llorando, de modo que mandó a su oficial más veterano para que averiguara la razón de ello.
«Los judíos están llorando por la destrucción de su Templo», le informó al emperador.
«Averigüe cuándo sucedió ese hecho», ordenó Napoleón.
El general le dijo: «Sucedió hace dos mil años».
Napoleón declaró: «Una nación que llora algo que sucedió hace dos mil años nunca será borrada de la historia».
Empero, el olvido y la negación ya están a nuestras puertas. Incluso ahora que los últimos de los sobrevivientes se encuentran aún entre nosotros, hay quienes dicen abiertamente —y lo dicen desde podios legítimos de gira por el mundo— que el exterminio de los judíos nunca se produjo. Otros, en términos de una doctrina científica, arrojan dudas sobre los hechos históricos y cuestionan la enormidad del Holocausto o su unicidad. Y yo más bien, acaso por ingenuidad, me aferro a creer en el poder de las artes para luchar contra semejante negacionismo. El arte es capaz de transmitir la memoria emotiva a los que vienen después de nosotros. Homero, Sófocles, Shakespeare, son todos la prueba de esto. Una historia, un poema, un filme, una pieza teatral, la pintura, la música y la danza son los mejores «recordadores», que van más allá de los hechos y de los eventos por sí mismos. El arte encapsula el destino de un individuo y tiene la capacidad de hacer resurgir su historia en un periodo totalmente distinto en la historia humana.
Quizás mis protagonistas, como Lima Energelly de E il topo rise, que en el 2099 salva del olvido la historia de la vida de una muchacha judía, serán los emisarios y los portavoces en el mundo del futuro. «Recordadores», así los llamo en el libro, porque deben llevar el peso de la memoria.
¿Será que todas las historias ya han sido contadas?, se preguntan los estetas. En mi última novela, Girato al contrario (Atornillado al revés)[3], he escrito otra historia de la Shoa. El libro habla de un músico judío italiano, Salomone Levi, que es salvado por su amada de fe cristiana, en un pequeño pueblo de Piamonte durante la ocupación nazi. La novela responde, convalidando mis razones, a todos esos estetas: «La memoria debe ser cultivada hasta el final para que nunca se esfume».
Creo que aún hay bolsones de silencio que no han sido descifrados y fantasmas sin voz. Éste es el momento justo, pues el número de narradores disminuye día a día. Ésta es nuestra última fecha de vencimiento para que las últimas memorias vivientes sean salvadas del olvido, el verdadero camino hacia la perdición. «Una piedra fue arrojada en el pozo de la memoria y el sonido continúa expandiéndose hasta que nos alcance. Nadie puede saber en qué lugar se detendrá y a quién le abrirá el gemido de su propio corazón», escribí en Girato al contrario. Salomone Levi es escondido en la buhardilla de la pequeña fábrica de Piamonte, mientras que, en los cuartos de los pisos de abajo, Maddalena, su madre Domenica y Tomaso, un muchachito inocente, arriesgan la vida por él. A lo largo de toda la novela, elevo el precio pagado por mis valientes personajes, que con sus nobles actos demuestran que aún existen seres humanos dignos, incluso en las peores circunstancias imaginables. Para mí, ese pueblito de Piamonte es un lugar de pocos ángeles, como Clarissa, que salvó a mi madre. Los sometí a un examen que dudaba que aprobarían. El Holocausto es inigualable, me repito, y mientras más persisto en escribir sobre él, menos lo entiendo.
Al final de la novela E il topo rise, el padre Stanislao, que salvó a la muchachita judía del depósito de papas, nos deja un testamento a todos nosotros, «recordadores» presentes y futuros, sin distinción:
Tal vez la historia es una especie de cuento, una especie de poema, una compilación de leyendas que la gente se cuenta por las noches. Y estos cuentos, leyendas y poemas encarnan la verdad, en un código que pocos querrán descifrar.
Algún día, en el futuro, la memoria será empaquetada como mercancía, transformándose en apenas una nubecilla sutil, y la historia de una muchachita durante el tiempo del horror será tragada por ella.
Esta memoria sobrevivirá, así como siempre existirá la risa del ratón. Es una risa que se desarrolla en una oscuridad tan inefable que dudamos incluso de que exista. Aun cuando nosotros mismos nunca nos reiremos de ese modo, esperaremos que siempre haya otro que sí pueda hacerlo, independientemente de lo que suceda, a pesar de todo. Entierro este recuerdo y lo sello.
Un día resurgirá de la muerte, como Lázaro.
Los judíos han existido.
La muchachita existe.
Contra cualquier olvido, este recuerdo prevalecerá.
Tel Aviv, octubre de 2012
Traducción de Renato Sandoval Bacigalupo,
a partir de la traducción del hebreo
al italiano de Erica Baricci
[1]
[1] Nava Semel, Il cappello di vetro (prefacio de G. Moscati Steindler, traducción al italiano de Alessandra Shomroni), Guida, Nápoles, 2002. (Todas las notas son del traductor).
[2]
[2] Nava Semel, E il topo rise (traducción al italiano de E. Carandina), Atmosphere, Roma, 2012.
[3]
[3] Traducción nuestra del texto en inglés de la conferencia («Screwed on Backwards»). El título hebreo de la novela es Rosh’aqum (Kinneret Zmora-Bitan Dvir, Tel Aviv, 2012).