(4 de julio de 1943)
Un día, el capitán de fragata Burgos se dirigió a Nápoles, a Torre del Greco, para ir a buscar a la madre de un marinero llamado Battiloro, muerto en combate, que había trabajado bajo sus órdenes. Ambos habían sido gravemente heridos por la misma carga de fuego, cuando se encontraban sobre el puente de mando. Y luego les tocó estar juntos en la sala de urgencias del hospital naval al que los trasladaron para curarles las heridas. El valeroso comandante del cazatorpedos, noble piamontés, codo a codo con el más humilde de los hombres de a bordo. Éste era un muchacho muy sencillo, casi primitivo, un pescador sin instrucción; sin embargo, había muerto con un gesto memorable. Ya que unos días antes había sido amonestado por no portar el uniforme conforme a la norma, cuando se sintió próximo a su fin le dijo: «¿Ya vio, comandante, que hoy sí estoy limpio?». No se sentía preo-cupado por dejar el mundo, sólo le preocupaba abandonarlo de la mejor manera posible, como lo hacen los buenos soldados. Y su imagen, especialmente querida, se quedó grabada en el corazón del capitán de fragata Burgos; como símbolo del cazatorpedos que había tenido que dejar, del espíritu generoso de la tripulación, y de las horas inolvidables y puras de la batalla.
El capitán de fragata Burgos se fue restableciendo de sus heridas con mucha dificultad. Pero ya no navegaba, ahora se la pasaba encerrado de la noche a la mañana en una Dirección Naval, entre prácticas y llamadas telefónicas. Todavía le dolían las heridas. Y con el paso del tiempo se iba acrecentando su deseo por conocer a la madre de Battiloro; un proyecto que, sin persuasión, se había propuesto desde el principio. Le daba la impresión de que podría encontrar en ella el espíritu de Battiloro mismo, que podría regresar, aunque fuera por breves instantes, a esos días heroicos ya lejanos.
En una brumosa y calurosa tarde, le ordenó a su chofer que lo trasladara en su automóvil hasta Torre del Greco. El auto se detuvo en una pequeña plaza escarpada. Subiendo por una de sus callecitas, a la izquierda, se situaba la vivienda de Battiloro. Sin embargo, resultaba imposible proseguir, porque una casa, al derrumbarse, había bloqueado el paso. Hasta aquí habían llegado, precisamente la mañana de Pascua, los aviones enemigos; y alrededor no había más que inocentes casas de pescadores y marineros, realmente nada más, ni astilleros, ni depósitos, ni vías del tren; nada que tuviera que ver con la guerra. Entonces, el comandante descendió del automóvil, se encaminó a pie hacia la entrada opuesta del callejón. Era un laberinto de calles pobres y semidesiertas. Pero, en los alrededores, crecían huertos verdísimos que proporcionaban mucha alegría. Lo seguía una docena de muchachitos, manifestando una curiosidad enloquecida por ese oficial tan elegante que llevaba unos cordoncitos dorados colgándole de un hombro.
El comandante se metió al estrecho callejón que se abría entre dos barreras de tapias. Extrañamente, a la mitad de la callejuela, ésta se abría por completo a la luz. También aquí habían caído las bombas. Una casa a la derecha había sido derrumbada. En otra, a la izquierda, asomándose a un zaguán, se veía un ancho orificio circular en el techo; y a través del orificio, como en algunos carteles publicitarios de trasatlánticos, la habitación del piso de arriba: una cómoda, un santo colgado en una pared, la cama hecha, todo absurdamente tranquilo y en orden. Una pata de la cama estaba suspendida en el vacío. No se escuchaban voces. ¿Acaso sería posible que…? Burgos descartó tan cruel pensamiento. Mientras tanto, la gente salía de sus casas. Pero no estaban bien informados. Señalaron la casa de Battiloro pero, por otra parte, se contradecían. Algunos afirmaban que un hijo había muerto en la guerra. Otros decían que no había muerto un hijo sino una hija, una hija casada, en el último bombardeo (estaba en el refugio, cargando en brazos a su hijo, un niño de seis días de nacido; ella había quedado aplastada, al pequeño, por el contrario, lo habían podido rescatar de entre los escombros sin ni siquiera un rasguño). Finalmente, a fuerza de preguntar, pudo enterarse. De los hijos Battiloro: uno había muerto en la guerra; una durante el bombardeo de Pascua; una tercera, también casada, había quedado herida y ahora estaba restableciéndose en el hospital; luego había un cuarto, todavía un muchachito.
Burgos entró en la casa. Una escalerita conducía a una larga terraza sobre la cual se abrían muchas puertas. Salió un jovencito, pariente de los Battiloro; un marinero en los dragaminas, que había vuelto, con permiso, desde Cefalonia. Le dijo que la mamá Battiloro había salido, probablemente se encontraba en una casa vecina, de amigos; de inmediato mandaría a alguien a buscarla. Alrededor se veían casas de pescadores, encaladas, todas con terrazas, terracitas y escaleritas interiores. Una muchacha invisible cantaba. Se percibía un aire gris como de lluvia. El comandante se mostraba ligeramente inquieto. ¿Qué le podría decir ahora a esa madre? El marinero en permiso charlaba con la gran desenvoltura que le otorgaba su traje de paisano. Pero, de repente, el comandante divisó el mar. Entre la esquina que formaban unas casas aparecía un pedazo de mar como un espejismo perturbador. «Allí está», le dijo al marinero en permiso, «allí está un dragaminas como el tuyo», y señalaba hacia un minúsculo contorno negro en la línea del horizonte. El jovencito sonrió: «No, comandante, ése es un escollo. Desde aquí lo vemos cuando sopla el siroco. En cambio, cuando tenemos lebeche no se alcanza a distinguir». Siguió un silencio embarazoso. Hasta que apareció un robusto muchachito todo blanco de harina; era el más joven de los Battiloro, aprendiz con un panadero. «Cómo se parece a su hermano», dijo el comandante, y el rostro se le iluminó. Luego lo estrechó afectuosamente: «¿Ves? Yo soy el comandante del barco en el que estaba embarcado tu hermano. Era un buen marinero, ¿sabes? Tú debes ser digno de él. Y dime, cuando seas grande también tú serás marinero, ¿verdad?». El muchachito, sin timidez, respondió: «No, yo seré panadero». Se rió el marinero con permiso; también al comandante le hubiera gustado reírse, pero no pudo.
Fue entonces que llegaron a avisar que la mamá Battiloro no estaba con los vecinos, sino en casa de su segunda hija, la que se encontraba herida, a unos cuantos kilómetros de allí. «Vamos a buscarla», dijo el comandante y volvió a bajar el callejón en el que los niños todavía lo estaban esperando. También subió el marinero al automóvil, para ir mostrándole el camino.
El auto corrió por la costanera del golfo, flanqueada por barreras ininterrumpidas de casas, semejantes a un desmesurado país. Se detuvo frente a una de las muchas viviendas, baja, polvorienta y agrietada. Desde la calle se entraba en una gran habitación vacía que era un hervidero de moscas, y en la que un niño jugaba en el piso. Le seguía una enorme recámara atestada de muebles, con tres camas gigantescas, en las cuales estaban reunidas las mujeres. Aquí todo estaba limpio y ordenado.
La mamá de Battiloro estaba sentada en un sillón angosto. Era una dulce ancianita, extremadamente quieta y ordenada. En su rostro no había sufrimiento; ni siquiera calor de vida. Deseos, ilusiones, ansias y vanidades se habían extinguido en ella para siempre. El comandante se sentó junto a ella, le habló amorosamente, le explicó quién era, por qué había venido a buscarla. Ella callaba, movía la cabeza como diciendo que sí, que sí, pero parecía lejana. Sólo Dios sabe si realmente entendía. Alrededor, sin contar a los niños, eran cuatro jóvenes mujeres, muy excitadas por esa visita inesperada; especialmente una, de extremas gordura y exuberancia, no dejaba de afanarse en quitar objetos para hacer lugar, en procurar sillas, en ofrecer explicaciones de todo tipo. Se tenía la impresión de que nadie había entendido bien el porqué de la visita del oficial. «¿Y entonces, ya está bien ahora?», preguntó en un momento dado una de ellas. Las otras se aprestaron a callarla. El hecho es que no había entendido nada, creía que Burgos había venido a traer noticias de la hija herida.
Pero ¿por qué esas mujeres continuaban parloteando? ¿Quién era ese viejo austero que ahora entraba con grandes ceremonias? ¿Por qué el marinero del dragaminas se afanaba, creyendo que no saltaba a los ojos, en ofrecerle algo al comandante? ¿Y qué significaba, allá en la cocina, esa imprevista batahola como de fiesta? La mamá de Battiloro, sentada con gran compostura, asentía a las palabras del comandante; a causa de los dolores, parecía vaciada por completo.
«Estaba sentado cerca de mí», contaba el comandante conmovido, «como lo estamos ahora nosotros dos aquí. Y mientras me curaban…». Ella movía la cabeza aseverando, pero su mente debía de estar lejos, sus ojos ya no eran capaces de llorar; como cuando a un árbol le arrancan todas las ramas y poco a poco el tronco va secándose. «Afortunadamente no sufrió, yo le sostenía una mano…». Ella afirmaba con la cabeza, con resignación infinita. «Traigo dos periódicos. Aquí se habla de su hijo. Que se los lean. Escribieron unos artículos expresamente para él». Ella los tomó, intentó abrirlos, los dobló de nuevo, pero era evidente que no se daba cuenta.
«Ahora debe decirme, le ruego, dígame si puedo hacer algo por usted, dígamelo con toda sinceridad». Y entonces los labios de la madre se movieron, murmuraron algunas palabras: «Sus cosas…», dijo, «su ropa…». Quería los objetos personales de su hijo, que probablemente se habían perdido luego del combate, en la refriega del barco atacado. Ya aquí el comandante se dio cuenta de que tenía frente a él a una pobre madre a la que los años, los partos, los dolores, al final, la habían apagado; y que de ella no quedaba más que una sombra, una especie de dulce simulacro, alejada ya de la tierra. Todo dejaba suponer que ella todavía estaba entre nosotros; sin embargo, sin que nadie lo supiese, ella ya se había encaminado, poco a poco, siguiendo a esos dos hijos que se le habían muerto. En vano el comandante Burgos había venido hasta aquí a buscarla y ahora la llamaba para que regresara, para que le respondiera; ella se había ido tras las huellas de sus hijos perdidos; y resultaba inútil que él le siguiera hablando, precisamente como se le hablaba a un fantasma. Y las otras personas que estaban a su alrededor no entendían. Ellos eran buenos y amorosos con la mamá Battiloro, pero no imaginaban, ni por asomo, qué era lo que había sucedido al interior de ella; ante la presencia de tan aristocrático oficial sólo les preocupaba no quedar mal con él. Afuera comenzaba a llover.
El capitán de fragata Burgos renunció a hablar. Responde con cansadas sonrisas las atenciones que le procura la familia, acepta una rebanada de dulce, está impaciente por irse de allí. No ve la hora de salir por el camino donde podrá divisar, entre las casas, algunos fragmentos de mar, una, aunque sea, mísera franja, pero de desnudo, plúmbeo, salvaje mar desierto. Se da cuenta de que está solo, absolutamente solo con sus maravillosos recuerdos en esa habitación atiborrada de gente. También Battiloro, alma sencilla, se sentiría solo aquí adentro. Porque lo que los soldados sufren en las grandes horas de la guerra no puede ser compartido con los otros hombres, una barrera misteriosa separará a unos de los otros para siempre.