Cine / Paseo por la tecnología audiovisual / Hugo Hernández Valdivia

El cine, hijo de la tecnología, ha sido particularmente sensible a los cambios de ella. La incorporación de nuevos artefactos o nuevas técnicas ha empujado formas diferentes de registro, exhibición y visión, es decir, ha hecho posible el nacimiento de nuevos cines. Pero no siempre los cambios han sido bien recibidos ni acogidos con prontitud. En parte por el alto costo económico que por lo general caracteriza a las novedades. Pero las resistencias persisten incluso cuando se han vuelto accesibles. Al final, como podemos constatar con una somera revisión histórica, los cambios no son sustanciales y tampoco garantizan mejores películas, y, si son irreversibles, no son ineludibles.
    Es particularmente ilustrativo el caso de S. M. Eisenstein y la escuela rusa, cuando el sonido dejó de ser una posibilidad y fue una realidad para la cinematografía norteamericana (en 1927: El cantante de jazz, de Alan Crosland, fue la primera película talkie): presentaron objeciones casi de orden ontológico y argumentaron que perjudicaría aquello que había dado al cine «una fuerza tan poderosamente efectiva», es decir, el montaje (1). Poco tiempo después las cintas soviéticas también eran sonoras (en 1928 los rusos aún no lo tenían a su alcance, pero no tardaron mucho en conseguirlo, y en 1929 ya hacían pruebas de registro y reproducción). Eisenstein fue enviado a Estados Unidos para investigar las tecnologías del sonido; en ese viaje pasó por México y lo que filmó aquí (que años después se convirtió en ¡Que viva México!) fue concebido con sonido. No obstante, su primer largometraje sonoro en forma es Alexander Nevski (1938).
    Con el color la transición fue lenta, entre otras cosas por las limitaciones que la película presentaba (no era muy fiel y se desteñía con el paso del tiempo). Pero incluso cuando ya se contaba con cintas y procesos fiables (a mediados de los años cincuenta), las reservas continuaban por cuestiones de orden artístico. Sidney Lumet confesó su ««bloqueo con el color»» después de filmar dos películas en color. Cuando vio El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), de Michelangelo Antonioni, se amplió su horizonte, pues «al fin, se usaba el color con fines dramáticos, para ayudar a la historia y profundizar en los personajes» (2). Lumet reconoce que aceptó realizar su siguiente película, Una cita (The Appointment, 1969), fotografiada por Carlo Di Palma (responsable de la luz de la mencionada cinta de Antonioni y luego colaborador de cabecera de Woody Allen), por razones prácticas: para superar el mencionado bloqueo. «Y lo hizo», concluye.
    La evolución de los equipos de registro también ha sido un factor relevante. Y así como la ligereza de las cámaras que surgieron a finales de los años cincuenta contribuyó al ascenso de la Nueva Ola francesa (cuyo realismo surge en buena medida de la filmación en exteriores o en locaciones, con reducidos equipos materiales y humanos), los prodigios que hoy ofrece la tecnología digital casera han ampliado las posibilidades creativas y permitido la diversificación de narrativas. David Lynch, por ejemplo, grabó Imperio (Inland Empire, 2006) con una cámara mini dv; Tim Burton registró los fotogramas de El cadáver de la novia (Corpse Bride, 2005) con cámaras dslr (Digital Single Lens Reflex) —concebidas originalmente para foto fija— directamente conectadas a una computadora (por lo que no fue película sino hasta su exhibición); algunas escenas de Los vengadores (The Avengers, 2012), de Joss Whedon, también fueron registradas con estos equipos. La tecnología digital ha provocado cambios en las dinámicas de rodaje, edición y exhibición; sin embargo no ha empujado la revolución que se preveía años atrás.
    Los intentos para el registro y proyección en tres dimensiones (o 3d) se remontan prácticamente a las mismas fechas del nacimiento oficial del cinematógrafo de los hermanos Lumière (1895). Ha vivido etapas más o menos afortunadas, como el boom de los años cincuenta. El relanzamiento de esta técnica ha sido cíclico, pero lo que hemos visto a partir del inicio del nuevo siglo es más que una moda: llegó para quedarse. Es particularmente notable el uso que han hecho de él realizadores como James Cameron (Avatar, 2009), en la ficción, y los alemanes Wim Wenders y Werner Herzog, ambos en el documental y por necesidades tanto de orden práctico como expresivo. En Pina (2011), Wenders echó mano de la nueva tecnología porque no tenía las herramientas necesarias para acercarse al espacio de los bailarines de la compañía de la coréografa epónima. Herzog tuvo acceso para el rodaje de La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) al recinto donde se encuentran las pinturas rupestres más antiguas de las que se tiene conocimiento. Las limitaciones del espacio, así como la posibilidad de dar una mejor idea de él, lo hicieron decidirse por el 3d. No obstante, el cineasta reconoce las limitaciones del recurso: asegura que el cerebro humano no tiene la capacidad para procesar imágenes tridimensionales a un ritmo frenético. Y no le falta razón. De hecho es un fastidio en las películas de acción o en las que la cámara se mueve constantemente, en las que no es extraño que el espectador se extravíe. Pero, por cuestiones económicas más que artísticas, el 3d es una constante en cartelera, si bien una buena parte de las películas que se proyectan en esta modalidad no fueron registradas así. Esta técnica es una de las apuestas de productores y exhibidores para mantener con vida la sala cinematográfica ante un mercado casero que cada vez ofrece mejores equipos de reproducción. Con todo y las posibilidades expresivas del 3d, el paisaje que hoy se ofrece es pobre: Orson Welles sacó mejor provecho de la tercera dimensión gracias al uso narrativo y dramático de la profundidad de campo.
    Donde de plano no parece haber un futuro prometedor es en el llamado 4dx. Por medio de la incorporación de movimiento a la butaca, ventiladores, aerosoles y hasta salpicaduras de agua, la experiencia no arroja buenas cuentas. Porque los nuevos juguetes terminan por distraer más que intensificar la visión de la película: el espectador está más al pendiente del olor, el chisguete de agua o la zarandeada que de lo que pasa en pantalla. La estrategia funciona más o menos con películas que no demandan mayor concentración ni participación emocional. Pero, si es el caso, el recurso es contraproducente, como puede constatarse en Una aventura extraordinaria (Life of Pi, 2012), de Ang Lee. Por otra parte, es posible observar, ya, cierto adocenamiento, por lo que no es raro que las películas inicien de forma similar, con un travel aéreo acompañado de viento, sugiriendo que uno viaja con (¿en?) la cámara. Con el 4dx, el cine, que nació como espectáculo de feria, ha llevado la feria a la sala.
    Los cambios tecnológicos han modificado la forma de hacer y ver cine, pero no dejan de ser vigentes las viejas técnicas y no necesariamente se hacen mejores películas. Así, es posible constatar, por una parte, que el uso del sonido rara vez va más allá de la ilustración, del naturalismo, y que el 3d por lo general se contenta con explotar curiosidades u ofrecer sorpresitas; por otra, que la abundancia de películas en las que el diálogo reserva lo sustancial de la propuesta audiovisual confirma los temores de Eisenstein y compañía, que anticipaban la proliferación de cintas de corte teatral. La aparición de El artista (The Artist, 2011), de Michel Hazanavicius, y Blancanieves (2012), de Pablo Berger, prueba, además, el vigor del cine que prescinde de la voz, del color, del 3d y del 4dx. Estas películas muestran cómo los buenos resultados dependen más del uso creativo de la técnica audiovisual (de puesta en escena, puesta en cámara, montaje y sonido), que se conoce desde hace más de ochenta años, que de las novedades que provee la tecnología.

 

(1) La forma del cine, de Sergei Eisenstein. Siglo xxi, México, p. 235.

(2) Así se hacen las películas, de Sidney Lumet. Ediciones rialp, Madrid, p. 19.

 

 

Comparte este texto: