Imagina reencontrarte con una de tus parejas de juventud, quien se ha convertido en un detective que siguió todos tus pasos, que contiene tu vida entera en una serie de archivos que lleva bajo el brazo a toda hora (acción casi metafísica) y está dispuesto a entregarla al mejor postor. No sólo sabe de ti lo que entregaste por propia iniciativa al compartir un fragmento de tu vida con él, sino que además se ha dedicado a cultivar el arte del espionaje; su proceder es una mezcla de los últimos avances en materia científica y de criminología, pero también recurre a los métodos de antaño —y que tal vez no estén tan en desuso como pensamos—, tales como los sobornos, las mujeres, el alcohol, y a los que él simplemente se refiere como los medios imprescindibles de la ciencia detectivesca en su búsqueda de la eficacia. Para acceder a la verdad es necesario tramitar con
la corruptibilidad del hombre.
Este detective es quizá el personaje más atractivo de la obra de Los exaltados, de Robert Musil, porque funciona como el espíritu que dicta la atmósfera toda de esta obra. Es una especie de acompañante kafkiano.
Musil, novelista reconvertido en dramaturgo, muestra como su mayor interés el que consiste en desmenuzar a sus personajes; la suya es, así, una aventura de psique y secretos. Su teatro no es una apuesta escénica, sino actoral, deudora de la de sus contemporáneos Anton Chéjov y Constantin Stanislavsky, la vanguardia de su momento. Musil aboga por un trabajo para actores que demanda una inmersión en lo más íntimo de la palabra. Su lengua, en muchos casos, no oculta, sino expone; sería ésta la antítesis del trabajo de, por ejemplo, Harold Pinter, cuyos parlamentos bordean la zona oscura, lo no dicho, para ahondar en el meollo dramático. Robert Musil no usa el pensamiento entre líneas, sino el pensamiento directo, la sentencia cual aplanadora, que no oculta nada: deudas antiguas pero saldadas al momento del choque entre seres. Lectores o espectadores somos testigos de reclamos incestuosos, fraternales y amistosos. Somos escuchas de lo que no debe decirse, de lo que es mejor callar, pero aquí está a punto de ser gritado a milímetros de nuestro desadvertido oído. Un alarido maestro.
Las palabras, cuando son invocadas desde el escenario, pueden ser un estruendo, una bomba lírica, precisamente porque interactúan con su propia época en tiempo sincrónico y no diferido, como sucede con el resto de la literatura. La palabra teatral siempre discute con sus coetáneos, porque se la profiere a su rostro. Basta recordar aquel célebre «Mierdra» que prorrumpió en el estreno de Ubú Rey de Alfred Jarry y que causó el desconcierto y el incendio del recinto teatral; una sola palabra, proferida mil veces en el mundo ordinario, pero que una vez que fue lanzada desde la escena reflejó el cambio de los patrones del mundo artístico, porque la escena es el desnudo más pleno que conoce nuestra naturaleza. No en balde se habla tan recurrentemente de dos tópicos que parecen asociarse entre sí: el pánico existencial y el pánico escénico, remanentes ambos de flujos subconscientes y aterradores. Pesadilla de muchos.
«Un detective es algo tan elevado como investigador; e incluso algo mucho más elevado, si se toma en consideración que investiga a los seres humanos». Esta premisa enuncia lo que se propone el dramaturgo con este proyecto. Es una investigación evolutiva del comportamiento. Con Musil el ser humano deja de ser una especie que prefiere soñar con verse mejor de lo que en realidad es
—como sugiere Aristóteles con los preceptos de la tragedia—, pero que también elude lo peor de lo que somos —como esgrime todo comediógrafo célebre desde Molière. Los personajes de Robert Musil equiparan nuestro tamaño y nuestras aspiraciones. Somos del tamaño que merecemos y estamos hechos a la medida de nuestros secretos. Cuando se nos develan nos muestran la estatura de nuestra vida, sin compasión.
Los personajes de Musil viven en el encierro, no tienen otra salida que aventarse a la cara lo que durante años ocultaron. Pero no lo hacen de forma cínica —que siempre será una forma de redención—, sino como mecanismo para continuar respirando. Hablan porque no les queda otra función vital. Son los hablantes malditos. Altavoces infernales.
Esta obra apenas sugiere desplazamiento por parte del actor: ocurre en un espacio único e intransitable. El mutis de los personajes sólo sirve para que aquellos que permanecen en escena revelen más intimidades de las que ya fueron acumuladas entre sí, y se muestren más ellos mismos como portadores del drama subcutáneo. Los exaltados linda con el expresionismo —no en balde Musil es deudor de la gran tradición alemana, aunque prófugo de sus sistemas fascistas—, si bien marca una sutil línea también con los apuntes psicologistas.
No hay nada más pertinente en los días que corren que replantear el valor de la palabra desnuda en escena, en nuestro teatro actual. Después de haber transitado por los imperios de la dirección de escena legados por el siglo XIX, por los desmanes y excesos de los escenográfos e iluminadores del XX, es de enorme importancia publicar un texto como éste, que no admite el espectáculo sino que opta en cambio por profundizar en sus personajes y en su decir, porque ambas líneas convergen para crear un carácter sólido, que es de lo que estamos escasos hoy en día en nuestro teatro.
Si Shakespeare dijo: «Estamos hechos con la misma materia que los sueños y un sueño sella nuestra vida», Robert Musil parece contradecirlo hasta la médula. Tal vez estamos hechos de la misma materia que nuestras mentiras.
Los exaltados, de Robert Musil (trad. de Gonzalo Vélez). Sexto Piso, México, 2007.