Las lectoras de poesía / Sergio Téllez-Pon

I

No es necesario hacer una encuesta entre los narradores menores, digamos, de 50 años, para comprobar que son nulas sus lecturas de poesía: basta con leerlos.
Y hasta se puede decir que, en privado, pero también —y sobre todo— en público, la desprecian con cierto dejo de orgullo. La poesía es el género que la modernidad ha desdeñado, ya se sabe, de tal manera que tampoco debería parecer extraño que ese desdén provenga de un sector de los letrados. A muy pocos les ha interesado utilizar algunos elementos de la poesía en su narrativa, descubrir que uno y otro géneros pueden retroalimentarse.  A contracorriente, estas autoras (Cristina Rivera Garza/Anne-Marie Bianco) reconocen su deuda con el género mayor. Una de ellas admite que es su campo de acción, pero también que muy pocas veces declara públicamente su admiración por la poesía.
    Como en Lo anterior (2004), una de las autoras se preocupa de la forma de la narrativa gracias al reconocimiento que le tiene a la poesía: oraciones que son sentencias, repeticiones que marcan el ritmo, el lenguaje que se subvierte a sí mismo en cada párrafo. Y esto le viene porque, como a Alejandra Pizarnik, le (pre)ocupa la poesía: sabe que en el llamado género mayor se hallan «elementos poéticos», diría Valéry, con los que sería difícil concebir un texto narrativo.
    Sin embargo, hay que precisar que la poesía con la que están más cercanas estas autoras es la que, a su vez, parece haberse nutrido de la narrativa. Por ejemplo, Anne Carson subtitula como «una novela en verso» su Autobiography of Red (1998);
y también de esta poeta canadiense, The Beauty of the Husband (2000): «un ensayo narrativo en 29 tangos». Del mismo modo, aunque quizá en menor medida, hay una correspondencia literaria con My Life (1978, 1986), de Lyn Hejinian, y en general con los language poets: Charles Berstein, Barren Watten, Ron Silliman y Nick Piombino, entre otros.
    En Los textos del yo (2005) reunió la autora los tres libros de poesía que ha publicado hasta ahora. Al leerlos descubro que su verdadera poesía está en algunas de sus novelas: La cresta de Ilión, Lo anterior y, ahora, La muerte me da. Los textos del yo, me parece, a veces es excesivamente narrativo, como si se empeñara en contar allí una historia con personajes y trama y todo, olvidándose del lenguaje y su cadencia. De tal manera que esos poemas carecen de los elementos poéticos que, en cambio, ha
sabido utilizar con habilidad en su narrativa.

II

Desde luego, La muerte me da es más que una novela policíaca o el «thriller estremecedor», eslogan bajo el cual la promociona la editorial. Para empezar, cabría preguntarse si se ajusta a lo que comúnmente se conoce como «novela». Esa clasificación, me parece, es anacrónica: también habría que actualizar las clases de teoría literaria dado que los géneros estrictos están muertos.
    Esto lo sabe muy bien la autora; por eso, con La muerte me da vuelve a poner en duda lo que todavía hoy se sigue llamando, con cierta insistencia, novela. La autora pica los frágiles cimientos que sostienen ese viejo edificio en ruinas. Y lo hace insertando en sus páginas textos que pertenecen a otros géneros: para empezar, un largo ensayo sobre la vida, obra y milagros de Alejandra Pizarnik, la guía espiritual de este trabajo literario; luego, los poemas de Anne-Marie Bianco, de la estirpe de Bruno Bianco (el alter ego creado por el poeta tapatío Guillermo Fernández), que primero fueron publicados en libro aparte en un evidente juego de personalidades y libros. Y la poesía, que está presente en cada una de las páginas.
    En La muerte me da, Cristina Rivera Garza logra lo que apenas se vislumbraba en Lo anterior. Mientras que esta última parece haber sido escrita con un experimentalismo deliberado que la volvió un tanto fallida, en La muerte me da las novedades surgen con total naturalidad, tanto en el lenguaje como en los personajes y la historia. Pese a eso, Lo anterior funciona bien como puente que hermana sus novelas anteriores como Nadie me verá llorar,  La cresta de Ilión y, la más reciente, La muerte me da.

III

La autora no ha ocultado su filiación queer. Lingüística y literariamente, La muerte me da es queer por donde se le vea. Sin embargo, ya en el terreno sexual —o performativo, como quisiera Judith Butler—, me inquieta un poco, por no decir que me incomoda, puesto que es el universo simbólico que motivará toda la acción del libro. Y ésta es regida por cierto feminismo que huele a naftalina, ese que la hace decir, por ejemplo: «era de suyo interesante que, al menos en español, la palabra víctima siempre fuese femenina» (siendo así, la palabra cuerpo —o cadáver, en todo caso— siempre será masculina). Entonces no es una mera coincidencia que en La muerte me da se ocupe de casos de hombres castrados: el sueño más codiciado de toda feminista, supongo, es castrar a un hombre. La autora parece olvidar que lo queer cuestiona siempre el machismo a ultranza, pero también el feminismo radical, en la misma medida.
A pesar de esto último, Rivera Garza es la escritora más experimental, vanguardista, de nuestra narrativa actual. Ojalá muchos siguieran sus pasos…

 

 

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