El estado de la cuestión / K. Ramone

Su nombre y apellido suenan a nombre y apellido de caballo de carrera, de buzo o de personaje público en Chile. Tres maldiciones, quizás. Todo depende, como siempre, del punto de vista. Su nombre, él lo sabe, no sólo es una coincidencia mal escrita, es también un destino. Pero no uno de uruguayo o de argentino o de congolés, es un destino de chileno. Del hombre que le diera tal destino, además de aquella infame letra equivocada, ya no existen ni los huesos. De su madre, en cambio, queda un último recuerdo dividido en dos partes: la hediondez salada del sudor y un pedazo de su mano derecha.
     Lo del pedazo de mano derecha es un decir, pues se trata de parte
de la mano vista a través de una puerta entornada. Afuera del dormitorio de su madre, mientras ella le decía déjate de molestar y ándate de una buena vez, vislumbró cierto movimiento en aquellos dedos. Como marcando una especie de compás al ritmo de las palabras. O como no marcando compás alguno al ritmo de palabra alguna. No obstante, las palabras estuvieron y el movimiento de la mano también.
     En fin, como fuera. Dejó de molestar y se fue de una buena vez.
     A principios de este mes arrendó a buen precio una casa amoblada y con dos dormitorios. Esta semana la ha ocupado en pagar algunas cuentas, del agua o de la luz por ejemplo. No hay nada peor en el mundo que no tener luz.
    
Anoche, mientras en la tele daban ese programa de concursos conducido por un tipo que no para de gritar, imaginó una historia en que gastaba muchos kilos de papel higiénico secándole el sudor a su amante. En la historia ella sudaba una enormidad y olía mal. Tenía la ropa empapada, como si le hubieran arrojado transpiración con balde o a manguerazos. Sudas como una vaca, decía él, y ella, riendo, intentaba imitar un mugido, mientras unas profusas gotas de sudor se precipitaban desde sus pezones, su frente, sus orejas, la punta de sus dedos, tanto que el papel higiénico no alcanzaba y él debía usar las manos para secarla. Pero era imposible. El mugido era patético y nunca dejaba de sudar. Tampoco cesaban los gritos del tipo de la tele.
     Hoy, tras almorzar espagueti, le contó la historia. Obviamente no supo qué decir. Se llama Jacqueline y usa calzones con figuras de Disney. Los calzones de ahora tienen la cara sonriente —esa boca horriblemente desdentada— de Mickey Mouse, pero el de los años treinta, ése con los ojos enteramente negros, al menos con algo de ratón todavía. Él escribe adrede miquimaus en una hoja de libreta y se la muestra para ver qué le dice. Y sí, se nota que ha aprendido: así no es, dice ella, mientras escribe un perfecto Mickey Mouse con el bic azul. No usa la libreta, lo escribe en su muñeca y él lo lee en voz alta, la felicita. Intenta lamerle la muñeca pero ella no se lo permite.
     —Nooooo, no seas cochino.
    
Mi amante, así la llamaría si hablara de ella con los amigos. Su amante no sabe que él la llamaría mi amante. Lo que él no sabe o no se explica es por qué la llamaría de esa forma —ambos son solteros, ninguno de los dos engaña a otra persona—, pero en realidad lo sabe y simplemente se hace el tonto. A mi edad, le dice o se lo dice a sí mismo, sabemos bien cómo hacernos los tontos.
     Quiere mirar de nuevo el dibujo del Mickey Mouse en el calzón y le pide que se abra de piernas; ella lo hace y él, desde una silla, se queda mirando largo rato las orejas del ratón. Sólo eso. Ella mira la pantalla apagada de la tele, ve sus reflejos opacos y sin cabezas —esa simetría en lo difuso—, lo mira a él, se dobla e intenta también mirarse el Mickey Mouse, y al final cierra las piernas y se pone de pie de un salto. Él se molesta aunque se hace el tonto, de nuevo se hace el tonto. Pasados los cuarenta no cuesta hacerse el tonto. Le ayuda a arreglarse la falda.
     Toman Orange Crush, juegan Play-Station y después a completar juntos un puzzle del diario, de esos difíciles, es decir, no terminan de hacer el puzzle.
     En este punto ella se aburre, dice que tiene que irse:
     —Tengo que irme.
     Y él le dice que ya, bueno:
     —Ya, bueno.
     Antes de abrir la puerta le indica que se abroche los zapatos, cuestión que ella hace. Después le da un beso en la boca y ella se limpia los labios y sonríe. Él mira que en el pasaje no ande nadie, efectivamente no anda nadie, le dice no anda nadie, sal ahora. Y ella se va. Casi siempre es de este modo. No se ven todos los días, sólo lo justo y necesario. Puede que piense que se está más tranquilo de esta forma, así, más relajado.
    
En la mañana fue al quiosco a comprar el diario, sin embargo ahora, echado en la cama, opta por revisar un ejemplar viejo, de junio. En la sección internacional lee un artículo sobre el crecimiento de la población de latinos en Estados Unidos. Nunca irá a Estados Unidos, esto es un hecho explicable por varias razones, sobre todo económicas, pero lee. Lee que de acuerdo con la Oficina del Censo estadounidense los hispanos son allá la primera minoría, aunque no debido a la inmigración, sino por el promedio de nacimientos. El artículo señala que, de cada nueve latinos nacidos en Estados Unidos, sólo uno fallece, mientras en la población blanca hay prácticamente un crecimiento cero: uno nace y otro muere. La población blanca, así dice el artículo. ¿Quiénes componen la población blanca? La mayoría. El artículo parece escrito a las puertas del infierno o en algún punto en la periferia, pero desde donde es posible oler el infierno. Al menos cierto infierno que asusta a ciertos blancos. Al final del artículo hay una imagen de versículo apocalíptico: se menciona que miles de hispanos han comenzado un éxodo masivo desde Arizona hacia otros estados de la nación. Sonríe. Qué importa, puede que nunca vaya a Estados Unidos.
     Ahora hojea el suplemento de ofertas inmobiliarias. Una gran foto y, al pie, un texto que refiere la fachada continua del edificio retratado, su conexión con el estilo del Barrio Brasil, tradicional sector de la capital en que se emplaza. El lenguaje es así. Tiene ritmo y poesía, poesía descriptiva y de pacotilla, pero poesía. Se informa que, gracias al aislamiento y a los patios de luz con su atmósfera de armonía, estar en uno de esos departamentos es una forma de descubrir la tranquilidad. Lo importante, piensa él, tal vez surja de dos factores: del verbo descubrir y del hecho de estar en los departamentos, no de vivir allí. Del mismo modo suenan bien y para nada agresivas las palabras aislamiento y tranquilidad. No hay obscenidad en esos sonidos. ¿Dónde está la obscenidad entonces? No le da vueltas al asunto y sigue con una reseña bajo un título casi evangelizador:
     

     ¡ÉSTE ES EL CAMINO!

    
El camino, según el texto, es la construcción de viviendas sociales de hormigón armado, sobre todo en el periodo de la reconstrucción. El paso de construcción a reconstrucción le parece, mientras relee la frase, una especie de énfasis del tipo «no nos olvidemos nunca de dónde estamos»: en este caso, Chile, un país con un gobierno de derecha, un gobierno que era un fantasma que hace rato recorría Chile. Dos oraciones son tajantes en señalar que el hormigón es obviamente sólido y resistente y esto asegura su durabilidad. ¿Y todo lo sólido —se pregunta él— ya no se desvanece en el aire? El contexto, quisiera decirse aunque no se lo dice, no se resiste ni a sí mismo. Lo concreto es que hay algo que dura y algo que se acorta. Por un lado la durabilidad abarata los costos de mantención y, por otro, la industrialización reduce los plazos de ejecución de las obras. La reseña es clara en ese sentido. Sí, parece que el camino —¿pero cuál camino?— es de hormigón armado. Lo sólido enfrentando al aire. Como el aire helado que entra ahora desde la calle. Deja el diario en el velador, se levanta, junta la ventana.
     1) Hace frío,
     2) mira el reloj,
     3) se acuerda de que debe ir al centro a pagar cuentas.
     Sale.
     1) Afuera comprueba que el clima,
     2) la zona horaria
     3) y el modo de producción capitalista siguen funcionando con eficiencia.   
    
Se dirige a la Compañía General Eléctrica a pagar la luz, a pie. Nunca ha tenido auto y no le hace falta. Le gusta caminar.
     Cuando era niño siempre caminaba bastante con su madre, por ejemplo cuando iban a la feria a comprar verduras y después pasaban al supermercado, varias cuadras más lejos, a buscar detergente. A él le gustaba caminar y a su mamá parece que también. Una vez hechas las compras, con sendas bolsas en el carrito con ruedas que él mismo se ofrecía a tirar, hacían un alto en la fuente de soda para tomar helados. Apenas entraban en el local él se ponía a mirar las máquinas de los jugos: a borbotones, y de manera incesante, brotaban unos líquidos espesos, anaranjados o verdes o rojos o amarillos.
     Su madre, siempre jadeante y sentada a una mesa, se dedicaba a transpirar tranquila un rato. El bullicio impune del mundo podía agitarse afuera, pues adentro del local sólo reinaba el zumbido suave de los ventiladores, el sonido de las cucharitas y lo que su madre llamaba (¿irónicamente?) la calma de los imbéciles.
     Allí, calmados entonces como dos imbéciles, él la observaba sudar y evitaba oler ese líquido que le parecía también espeso como los jugos, si bien sin sus colores.
     Luego llegaba el mozo, pedían los helados de dos o tres sabores y él le preguntaba a su mamá cómo habían hecho el ventilador que giraba arriba de sus cabezas, si acaso habían tenido que sacar la hélice de un avión.
     —Tómate el helado tranquilo y cállate —respondía ella.
     Y eso hacía y luego se iban a casa y él sonreía; sin embargo, en el fondo la odiaba con toda el alma, con toda la fuerza con que sólo un niño es capaz de odiar a su madre, es decir, hasta desearle lo peor, tanto como para después arrepentirse a solas y llorar también en soledad, hasta el día siguiente o hasta la próxima posibilidad de odiarla con toda el alma, lo que parecía estar habitualmente al alcance de la mano. ¿Era esto también la calma de los imbéciles?
     Ahora, camino a pagar la cuenta de luz, ha vuelto ese odio relativo —un simple utensilio entonces—, y decide pasar a la que, hasta hace un mes, era su casa.
     Nada debe de haber cambiado.
     De pie en el antejardín, sabe que probablemente después se arrepentirá de haberlo hecho, pero sabe asimismo que no puede evitar ser depositario de un impulso muy latinoamericano: la nostalgia de lo que nunca fue.
     Y pega la oreja a la pared de madera.
     Comprueba que, efectivamente, nada parece haber cambiado.
     Adentro hay un silencio que se alarga y luego se recoge: un silencio mentiroso, un silencio que jadea, un silencio que es un jadeo.
     Casi imperceptible, aquella respiración característica llega hasta él. Pega aún más la oreja a la pared. Ahora no escucha nada. Tal vez sólo imaginó el jadeo. Es posible.
     Se desplaza por el costado de la casa hasta llegar a la ventana que da al cuarto de su madre. Se acerca al marco, busca un resquicio por donde mirar al interior. Lo encuentra. Esa ventana nunca cerró bien. Aproxima su nariz a la ranura del marco. Huele. Sí, es el inconfundible olor salado de ese sudor, el sudor de ella.
     Siente asco pero no ganas de vomitar. Siente deseos de mirar al interior pero se contiene.
     Vuelve a oler y quiere pensar que es una señal de vida, que la vida huele a sudor salado, que su madre da asco y está en calma.
     Nuevamente siente deseos de mirar al interior y esta vez lo hace.
     Lo que ve también debería darle asco, pero le da otra cosa que no es asco. Hay restos de comida en el suelo, seguramente hay fecas, pelos sueltos y vellos flotando en el aire.
     La ve, está flaca, tiene los ojos cerrados, está tapada hasta el pescuezo.
     Jadea, en realidad respira como siempre lo ha querido hacer: con un notorio acto de inspirar y espirar.
     Probablemente sólo se levanta a recoger algo de comida. Así ha sido durante los últimos meses.
     Un día se fue a su dormitorio y le dijo que no la jodiera más. Y no volvió a salir de casa.
     Al principio se entretenía mirando hacia la calle por la ventana. Al poco tiempo dejó de hacerlo.
     Pronto se le acabarán los escasos restos de comida y sentirá hambre durante unos días o semanas y aunque quiera salir no podrá hacerlo y morirá.
     Así mismo ha de ser. Ya no sudará de nuevo.
     Tal vez muera, imagina, pero nunca deje de jadear, y aunque no siente miedo sí siente una cosa parecida al miedo, y luego sale a la calle y retoma con prisa el camino hacia la Compañía General Eléctrica.
    
Luego de hacer una larga fila lo atiende una mujer de unos treinta, completamente callada, cuyos senos no son inexistentes como los de su amante, aunque tampoco sirven —al menos— para una masturbación mental. Calma, calma. Pasa el papel de la cuenta junto con el dinero, ella mira, revisa rápido, anota algo en el computador, le devuelve el papel, le entrega el vuelto y no da las gracias o es que da un gracias apenas audible. Una pesada. El mínimo necesario de antipatía para que un día de ciudad merezca llamarse tal. Él tampoco dice nada y sale a la calle. Afuera ve las maquinarias que terminan de demoler las últimas casas de una cuadra. Ningún curioso se detiene a mirar los trabajos. Hay escombros que asoman en varias calles. Como escenografías caídas, como una ciudad fundada y ahora demolida por tramoyistas de un largometraje llamado Chile. ¿Cuántos países chilenos hay en el mundo? Esta pregunta estúpida le hizo un día su amante. Lo que ella no sabía y que él sí, aunque jamás lo diría o intentaría explicarlo, es que en el fondo era una pregunta del todo razonable, para nada estúpida, o que al menos era una pregunta con más de una respuesta.
     ¿Cuántos países chilenos habría en el mundo?
     No había tiempo para responder, pero sí tiempo para caminar un par de cuadras más, buscar esa plaza pequeña y poco visitada, dedicarse a sacar algunas cosas en limpio o a poner la mente en blanco, lo que bien mirado siempre significa poner la mente en negro, un negro denso, que hace a ratos doler la cabeza. Saca un par de aspirinas del bolsillo, las muerde, las siente amargas y continúa masticando. La lengua se torna un poco seca. La mente pensando en algo que él sabe que merece ser considerado. Un gorrión salta desde la rama de un árbol hacia el suelo. Le parece notar que toma suavemente una piedrita con el pico y luego reemprende el vuelo para llevarse la piedrita lejos. Lo más interesante de la mañana no es el gorrión, es el traslado de esa piedrita hacia otro lugar, a través del vuelo del más común, del más ordinario de los pájaros que habitan en Chile. Pajarracos chilenos en constante reconstrucción. Su mente no vuela pero intenta sacar cuentas. Así está por mucho rato: sacando cuentas, «tirando líneas», como diría él mismo a alguno de sus amigos. Llega a una conclusión y se dice esto:
     —Lo que se pensó se hizo.
     Toma el celular, llama a Jacqueline, pero el celular suena ocupado. Al rato lo intenta de nuevo y la llamada es desviada de inmediato a buzón de voz. Le escribe un mensaje de texto. A los pocos minutos suena el teléfono pero cortan de inmediato. Obviamente es ella con su forma de decir «ahora puedes llamar». Y la llama, ella responde, quiere hacer preguntas, preguntas fuera de foco. Él le pide que escuche, que por favor preste atención. Y le explica, de manera muy simple y general, pero le explica. Finalmente ella dice ya, ¿entonces puedo sacar todas las cosas? Él le dice que sí, que de eso se trata, que incluso puede ir con alguien que la ayude, que él le dejará las llaves en tal parte. ¿Y va a haber alguien? Nadie, responde él. Luego hablan un poco más, y ella parece contenta.
     —¿Con qué calzones andas hoy?
     —Con los de Winnie the Pooh.
    
De nuevo en el antejardín. Pero ahora entra.
     Cierra la puerta y entra al livingcomedor; puede ver que la luz que se cuela desde afuera hace dibujos de líneas rectas en las paredes y que las mismas líneas se vuelven curvas al pasar sobre los muebles.
     Sobre la mesa hay un tarro oxidado de jurel. El hedor en la casa es fuerte. Sobre todo ese olor que el eufemismo llama «olor a encierro» y que, sin embargo, es un olor humano y deprimente: un olor abierto, como costillas viejas al interior del cuerpo.
     Camina unos cuantos pasos y se encuentra parado a la entrada del dormitorio en que su madre jadea, suda, hiede y pasa hambre.
      Antes de entrar la puerta estaba semiabierta; ahora que ha entrado la puerta está cerrada.
     Venía dispuesto a todo y sin embargo ahora, detenido allí, el solo hecho de mirarla cara a cara lo amilana.
     Quiere pensar en lo irrebatible y suponer que alguna vez lo irremediable hará su parte.
     Por ahora, sabe que una vez más ella dirá «ándate» y que una vez más él tendrá que irse.
     Y ella lo mira de reojo y dice «ándate», y él la mira sin decirle nada y da media vuelta para irse.
     Así de complejo es todo, porque así de simples son algunas cosas.
     A lo lejos, como en el poema, alguien canta. Pero a lo lejos.
    

Cuando regresa a la pequeña plaza ya es de noche. Andan otras dos o tres personas, aunque lejos de donde él se sienta. Los otros buscan el lado más oscuro, mientras él la luz tenue de un farol. Saca el puzzle que anda trayendo en el bolsillo. Está arrugado pero legible. Ve la foto del tipo con el nombre que el suyo —pese a una letra que equivoca otra letra— repite. Ve entonces los espacios cuadriculados que dan el número exacto de las letras de nombre y apellido. Y los escribe, pero no en el puzzle: los escribe en su mente y allí los mira o intenta mirarlos. Tiene la absoluta certeza de que suenan a nombre y apellido de caballo de carrera, de buzo o de personaje público chileno, y no escupe en el puzzle aunque imagina que lo escupe. Cierra los ojos. Siente como si le arrojaran un pedazo de cera hirviente en pleno rostro.
     No se va, pero quisiera hacerlo. Y como tampoco puede quedarse, entonces no se va ni puede quedarse.
     Piensa, ahora solitario en esta plaza, en lo que se oye, lo que se acerca, lo que se mueve y se derrumba, lo que muere y no resucita, lo que emerge y se esconde. Piensa en lo que sí puede hacer, pero lo que podría hacer le parece imposible.

 

 

 

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