Gjirokastra, Albania, 1936. Considerado un clásico contemporáneo de la literatura universal, Kadaré falleció el 1 de julio de 2024. Publicamos este fragmento de su último libro en su memoria, cortesía de Alianza Editorial.
TRADUCCIÓN DEL ALBANÉS DE MARÍA ROCES GONZÁLEZ
Primera parte
La estación se encuentra en la acera de la derecha. El trolebús es el número tres. Continúa por esa calle hasta la plaza Pushkin. Allí está su estatua, como sin duda sabes. Exegi monumentum, etcétera. Después gira a la derecha, atraviesa la calle Gorki y, unos pasos más allá, comienza el bulevar Tverskói, que se cruza con ella.
Desde ahí todo es más fácil. A menos de un minuto a pie y en la acera de la derecha tendrás delante la puerta del Instituto Gorki. Te sale ella misma al paso, ¿comprendes? Aunque no quieras, te sale al encuentro… ¿Cómo no voy a querer? Hace años que sueño con venir aquí. ¿Por qué no iba a querer? ¿Por qué? Nunca se sabe. Cuántas veces creemos querer una cosa y en realidad no es así.
Oh, no. Me ha costado tanto llegar hasta aquí. Los trolebuses relinchaban como caballos salvajes. Había baches por doquier. Hasta que mis ojos dieron, al fin, con la famosa estatua. Me dirigí, como se me había dicho, hacia su derecha…
¿Qué estatua, muchacho? ¿Desvarías acaso? No hay por aquí ninguna estatua… ¿Cómo que no? La estatua de Pushkin. He pasado a su lado en múltiples ocasiones. Tienes visiones, nunca hubo tal cosa. Ja, ja, si el mundo entero lo sabe: exegi monumentum… tú mismo lo has dicho. Un monumento yo alcé… Continúa, joven. Un monumento yo alcé, imposible de erigir con las manos. Es decir, un monumento nerukotvornyy. Caíste tú solito en la trampa. Un monumento erigido no con las manos, sino con las almas, dice el poeta. Es decir, un monumento que nadie puede ver, salvo los estúpidos. Como vosotros, los estudiantes del Instituto Gorki.
Nosotros no éramos eso. Vosotros erais aún peores. Cada uno de vosotros soñaba con derribar la estatua del otro para erigir la propia. ¿En el mitin de Pasternak? No era así en absoluto. Era otra cosa. ¿Estuviste en aquel mitin? ¿Bramaste contra él? Jamás. ¿Qué hacías entre tanto, mientras los demás bramaban? Observaba a una chica lacrimosa. Creía que era su sobrina.
¿Regresas al cabo de tantos años para verla de nuevo? ¿Te parece que aún continúa el mitin? Quizá. En realidad, es posible que continúe. Por el griterío lejano, con mayor exactitud que con la placa sobre la puerta, puedes dar con el lugar de la concentración. En Moscú o en Tirana es siempre el mismo griterío que no cesa.
La pesadilla descrita más arriba se repitió durante años de las formas más extrañas. El renqueo de los trolebuses sobre los obstáculos y baches de la calle. El monumento amenazado. Y las lágrimas y Moscú la dulce.
Estaba tan seguro de que acabaría escribiendo sobre ello que en ocasiones hasta me parecía que, entretanto, lo había hecho ya, y que incluso hasta la miríada de letras que habría de necesitar para formar las frases estaban alineadas en su lugar, a la espera.
La frecuencia de los viajes oníricos era la señal más evidente de que el momento se aproximaba. La confusión y la ausencia de lógica que los caracterizaba no hacía más que aumentar. Ocurría que al trolebús número tres no había modo de convencerlo para que partiera. Se veían obligados a darle latigazos. ¿Desde cuándo?, me decía. Hacía varios años que había abandonado Moscú y era comprensible que muchas cosas hubieran cambiado; sin embargo, que el asunto llegara hasta tener que dar latigazos a los trolebuses, jamás lo hubiese pensado.
En Tirana continuaba la campaña sobre el conocimiento de la vida. Los escritores, casi sin excepción, habían admitido carencias relativas, sobre todo, al conocimiento de los obreros fabriles, por no mencionar las cooperativas agrícolas. Sin mencionárselo a nadie, yo había comenzado entre tanto mi novela sobre Moscú, pero no estaba en absoluto seguro de continuarla. Durante el día me parecía absolutamente imposible, pues era así como el propio Moscú se había vuelto para todos nosotros. Con la ruptura de las relaciones diplomáticas, había perdido toda esperanza de un posible regreso. Sin embargo, durante la noche, sobre todo después de medianoche, las cosas cambiaban. Me dormía con la esperanza de que volvieran a aparecérseme precisamente en sueños. Pero ocurría cada vez con menor frecuencia. Y como si no fuera suficiente, su caos seguía densificándose, hasta el punto de impedirme descubrir si semejante caos me dificultaba o me facilitaba el trabajo que tenía en mente.
Era lo segundo, al parecer, lo que estaba ocurriendo. Pero a la inversa de las fábricas y las cooperativas, el Moscú de mi novela tenía la necesidad de lo contrario, del desconocimiento.
En uno de los sueños, apenas atravesé casi reptando la plaza Pushkin, encontré a la mayoría de los estudiantes en el mitin. Lo suponía y, sin embargo, puedo decir que no me sorprendió cuando vi en las pancartas mi propio nombre. E inmediatamente después comencé a oír cada vez más nítidos los alaridos contra mí.
Entre los estudiantes se hallaban algunos de los compañeros de curso. Petros Anteo no sabía hacia dónde mirar, mientras que el letón Stulpanz, mi íntimo amigo, se llevaba las manos a la cabeza.
Te ha llamado por teléfono el gran jefe de Tirana, gritó un encolerizado bielorruso. Ese, vuestro Stalin, no recuerdo su nombre.
Afirmé con la cabeza, pero él no se apaciguó.
¿Cuántas versiones hay de su llamada telefónica?
No lo recuerdo con certeza, aunque me parece, sin embargo, que debieron de ser tres o cuatro, no más, pero no me dio tiempo a adivinarlo porque me desperté.
La llamada telefónica de Enver Hoxha se había producido realmente tiempo atrás. Era mediodía, me encontraba como de costumbre en la Liga de Escritores cuando el segundo jefe de redacción del semanario Drita me pasó el teléfono diciéndome que alguien me llamaba.
Soy Haxhi Kroi, dijo la voz. Va a hablar con usted el camarada Enver.
No conseguí pronunciar palabra alguna, salvo «Gracias». Me felicitó por un poema que acababa de publicar en el semanario. Repetí: «Gracias». Me dijo que le había gustado mucho y, mientras les hacía una seña a los presentes para que dejaran de hacer ruido, incapaz de articular ninguna otra palabra, dije «Gracias» por tercera vez.
¿A qué se deben esas cuatro «gracias» seguidas?, dijo uno de los redactores. ¿Desde cuándo te has vuelto tan amable?
Sin saber cómo prevenirlos, sólo hice otra seña con la mano, que difícilmente cabría interpretar.
Era Enver Hoxha. Fueron las únicas palabras que conseguí pronunciar al colgar el teléfono.
¿De verdad? ¿Pero cómo? ¿Él mismo?
Sí, les respondí.
¿Pero cómo? ¿Qué te dijo? ¿Y tú? ¿Cómo no le dijiste nada?
Les respondí: no lo sé. Al parecer me pilló de sorpresa.
Les conté lo de su felicitación y ellos manifestaron de nuevo su pesar porque no le hubiera dicho algo más, salvo uno de ellos que me dio la razón, asegurando que en tales casos te atoras…
Idiota, le lancé en mi fuero interno al bielorruso del sueño.
En los días de la campaña contra Pasternak, la llamada telefónica de Stalin relacionada con la detención de Mandelstam se mencionaba como una de las principales razones para denigrar al poeta. Sobre todo la parte de la conversación en la que Stalin le preguntaba qué pensaba de Mandelstam. Se contaban cinco o seis versiones de ella, pero se añadía que existían muchas más y aún peores.
Idiota, volví a insultar al bielorruso, pero sobre todo a mí mismo por soñar tales cosas.
Lo que no me impidió darle vueltas, un buen rato, al hecho de si podía existir o no otra versión.
El camarada Enver hablará con usted… ¿Qué piensa de Mandelstam?… Es decir, de Lasgush Poradeci, o de Pasko, o de Marko que… prisión… es decir, que aunque recién salidos de prisión… podían volver de nuevo a ella… O más fácil, de Agolli, Qiriazi, Arapi… que… prisión… es decir, que aunque no habían pisado aún la cárcel… En una palabra, ¿qué piensas de ti mismo?
Sobre lo último, es decir, sobre mí mismo, la respuesta podía resultarme más fácil. Yo, como todos, pienso escribir sobre la vida… Pese a una novela inédita, que puede haber supuesto un problema incluso para la camarada N., acerca de la vida estudiantil en Moscú. Si bien todo sucede lejos, a orillas del Báltico, en un lugar llamado Dubulti, en una casa de reposo para escritores.
¿Qué piensa de Pasternak?
La pregunta parecía inesperada, pero no lo era en absoluto. A decir verdad, era la única que no quería que se me hiciera.
¿Pasternak? Nada tenía que ver con él. Sólo en una ocasión lo había visto de lejos en Peredélkino. Y si acaso se le menciona en el desarrollo de la novela, tiene que ver con la campaña, telón de fondo de los acontecimientos. Había una allegada suya en el Instituto Gorki. Una estudiante de segundo curso, con los ojos de continuo llenos de lágrimas. Por razones que cabe imaginar.
Estaba dispuesto a extenderme en detalles inútiles con tal de que no llegara la siguiente pregunta, que incluso me parecía peor, la del premio Nobel.
Resultaba fácil decir que la mayoría de estudiantes, mientras bramaban a coro contra él, no soñaban sino con ese mismo premio. Sin embargo, no se trataba de ellos, sino de mí mismo. ¿Se podría decir que no se me había ocurrido nunca? Naturalmente que no. Lo había imaginado a menudo mucho más tarde, mucho tiempo después, cuando se murmuraba que podía estar yo mismo incluido… en aquella lista.
Ajá, de ahí que el estruendoso griterío contra Pasternak sea descrito de forma tan sorprendente y en cualquier caso diferente. Como si no se tratara sólo de él, sino de algún otro. Quizá de ti mismo. Por eso el desasosiego era simultáneamente desagradable y embriagador. Tú, solo, frente a tu país, que te insulta y te grita en plena cara con odio y amor a la vez. Devuelve ese maldito premio, gritan todos los estudiantes, las mujeres embarazadas, los mineros de Tepelena. Mientras que tú, caprichoso indeciso, dubitativo Hamlet, lo acepto o no lo acepto, digamos. Y el patriarca Sterjo Spasse, del mismo modo que Kornéi Chukovski se presentó en la dacha de Pasternak, vendría a ti: te tengo por hijo mío, hoy estoy, mañana no, pero en aras de los recuerdos de Moscú… ¡devuelve ese veneno antes de que sea demasiado tarde!