Moonwatch /Diego Zúñiga

No sabía el nombre del modelo en ese entonces, pero era grueso y pesado y se suponía —lo dirían después mi madre y mi hermana— que con ese reloj uno podía ir a la Luna. O que el hombre, cuando pisó la Luna, llevaba ese reloj. O que, si uno iba a la Luna, ese reloj seguiría funcionando tal como funcionaba ahí, abrochado a mi muñeca izquierda.
     Tenía nueve o diez años cuando lo encontré en un cajón del velador de mi abuelo. No se lo quise mostrar a nadie. Lo guardé en mi bolsillo y salí rápido de la casa. Cuando llegué al departamento donde vivía con mi mamá y mi hermana, me encerré en mi pieza, lo puse sobre mi cama y lo miré detenidamente: tenía demasiados números, tres circunferencias dentro de la circunferencia mayor, varias manecillas, a la derecha dos botones grandes y uno más pequeño, y al centro un símbolo extraño arriba de la palabra Omega.
     Estuve mucho rato moviéndolo en mi mano, intentando comprender qué significaban todos esos números que había ahí dentro. Me preguntaba cuáles de todas esas manecillas eran las que daban la hora de verdad, mientras atardecía en Iquique y la luz ya casi no llegaba a mi pieza, llena de pósters de Dragon Ball Z y del equipo de Universidad Católica, que iban desapareciendo lentamente, a medida que las manecillas giraban y giraban sin que yo lograra, todavía, entender cuál de todas me diría qué hora era en ese momento, poco antes de cerrar los ojos y dormir.

*
Creo que fue mi hermana la primera que me dijo eso del reloj y la Luna. Estábamos en el patio del colegio, cuando me pidió que le prestara doscientos pesos y vio el reloj en mi muñeca izquierda.
     ¿Quién te dio eso?, preguntó y me tomó el brazo, con fuerza. Se quedó mirándolo, intentó sacarlo pero no pudo. Tenía un seguro, un cierre especial, extraño, que me costó mucho manejar, pues el reloj me quedaba muy grande.
     No es tuyo, dijo ella y yo me fui corriendo al patio de los más chicos. Ella se quedó con sus amigos de la Media. Alcancé a escuchar que me gritó: Ese reloj es de la Luna. O: Ese reloj llegó a la Luna. Pero yo no me detuve. Corrí muy rápido, llegué al patio donde estaban mis compañeros, los miré un poco asustado y me encerré en la sala. Me saqué el reloj y lo guardé en la mochila. Sonó la campana, todos volvieron a sus puestos.
     Tengo un reloj que llegó a la Luna, le dije a Alicia cuando se sentó a mi lado.
     ¿Dónde?
     Aquí, en la mochila, le dije, pero no alcancé a darle más detalles: entró rápidamente la profesora jefe y preguntó a quiénes les tocaba disertar. Alicia levantó la mano y fue hacia delante, con una cartulina enrollada como un tubo, la pegó en la pizarra y comenzó a hablar de los tiburones.
     Fue una disertación impecable, graciosa, elegante. Sé que pensé en esos tres adjetivos porque siempre, cuando escuchaba hablar a Alicia, pensaba en esos tres adjetivos. Desde la primera vez que hablamos, cuando llegó al colegio a mitad de año y le tocó sentarse al lado mío, pues era el único puesto libre.
     Recuerdo que Alicia dejó su bolso en la silla y al ver que yo sería su compañero de puesto me dio un abrazo. Todos se quedaron en silencio. Después, un par de risas; los gritos y los silbidos y yo con la cara roja, sin saber qué decir.
     Nunca quisieron mucho a Alicia. Por eso cuando terminó de disertar los aplausos fueron tibios, a pesar de que la profesora la felicitó por habernos enseñado tantas cosas sobre los distintos tiburones que acechan en las costas chilenas, dijo.
     A Alicia no le importaban, de todas formas, esos aplausos tibios, los murmullos. Sabía que en unos meses más tendría que volver a partir, porque a los nueve o diez ya entendía que su vida escolar sería siempre así: viajar de un lado a otro, a donde enviaran a su padre. Se acostumbró, ya a esa edad, a no tener amigos, a vivir en ciudades donde hace frío, en ciudades donde hace calor. Aprendió, antes que todo, la geografía de Chile, las carreteras largas, las playas desiertas, los bosques y las montañas, el desierto, las villas de militares, los colegios de hijos de militares.
     ¿Cómo estuve?, preguntó cuando se sentó en su puesto y guardó la cartulina, perfectamente doblada, en su mochila.
     Excelente, dije y aproveché de sacar de mi bolso el reloj.
     Mira, le dije y se lo pasé. Se quedó mirándolo un buen rato y me preguntó por qué las manecillas no se movían.
     Sí se mueven, le dije, es que es a otro ritmo.
     ¿Cómo a otro ritmo?
     Distinto, como en la Luna.
     ¿Quién está hablando allá atrás?, preguntó, mirándonos, la profesora.
     Nos quedamos en silencio.
     ¿Qué hora es, entonces?, susurró Alicia.
     Son las diez y cuarto, dije y me puse, una vez más, el reloj en la muñeca izquierda.

*

¿De dónde sacaste eso?, preguntó mi mamá apenas volvió del trabajo.
     Cuando el hombre llegó a la Luna llevaban ese reloj, dijo mi hermana, es el único que está diseñado para funcionar allá.
     Ese reloj es de tu papá. ¿Sabes cuánto cuesta?
     Lo miré. Moví la cabeza.
     ¿Dónde lo encontraste?
     Es mío, dije.
     ¿Sabes cuánto cuesta?, volvió a preguntar mi mamá.
     Yo creo que ese reloj debería ser mío, dijo mi hermana, me corresponde, soy la mayor.
     Ese reloj hay que devolvérselo a tu papá.
     Me lo regaló, contesté. Me llamó hace unos días y me dijo que lo fuera a buscar donde mi abuelo. Me dijo que era mío, que lo usara.
     ¿Y te contó lo de la Luna?, preguntó mi hermana.
     No respondí nada.
     Mi mamá se dio media vuelta y se fue.
     No me habló en una semana.
     Mi hermana intentó robármelo un par de noches, pero no aprendió a abrir la correa.

*

Se llama Omega Speedmaster Professional, me dijo una mañana Alicia, antes de que empezaran las clases.
     Fue seleccionado por la nasa para ser usado por los astronautas del Apolo 11, la primera misión tripulada en llegar a la superficie de la Luna, dijo Alicia, como si hubiera estado, nuevamente, haciendo una disertación.
     ¿O sea que sí funciona en la Luna?, pregunté.
     Neil Armstrong no pudo usarlo, pero sí Buzz Aldrin, quien fue el segundo hombre en pisar la Luna. Desde ese momento ese reloj, dijo ella apuntando mi muñeca, es conocido como Moonwatch o reloj lunar. Es un reloj muy caro, cuesta más de mil dólares, tal vez cuesta dos mil dólares, dijo mi papá, aunque también existe la posibilidad de que sea falso. Según él, dijo Alicia, las probabilidades de que en esta ciudad haya un reloj así son casi nulas, aunque tal vez alguien, por el puerto o por la Zofri, lo vendió por necesidad.
     A lo mejor fue un astronauta, dije.
     ¿Dónde lo conseguiste? ¿Y si es falso?
     No. Me lo regaló mi papá. Era de él.
     Buenos días, dijo la profesora jefe. Cerró la puerta de la sala e invitó, inmediatamente, a pasar adelante a los que les tocaba disertar ese día. Yo era uno de ellos, aunque antes le tocó a la Carolina Romero y al Gustavo Pulgar y a la Constanza Parada, quienes hablaron de la historia de la bandera chilena, y de los portaaviones, y del sida —creo que no entendimos nada de esa última disertación, aunque todos recordamos, siempre, ese momento en el que la Constanza Parada dijo que la culpa de todo la tenían los monos, porque se suponía que la enfermedad se originó cuando unos blancos tuvieron relaciones sexuales con unos monos, en una selva africana. Supongo que todos llegamos a nuestras casas a preguntar si eso era cierto, aunque no recuerdo qué dijo mi mamá.
     Lo que sí recuerdo es que Alicia dijo: Es una estúpida, no sabe ni qué son las relaciones sexuales, y después no dijo nada más porque al rato la Constanza Parada terminó su disertación y me tocó ir adelante y pegar mi cartulina y hablar sobre los ovnis, tema del que llevaba investigando muchos meses, desde que en el diario La Estrella, todos los martes de ese año, regalaran un pequeño suplemento acerca del origen del universo, y de las galaxias y los planetas y, también, por sobre todo, de los ovnis.
     Me gustaría decir que mi disertación fue impecable, graciosa y elegante, pero la verdad es que en el único momento en que logré captar la atención de mis compañeros fue cuando hablé de todas las teorías que anunciaban el fin del mundo para el 2012. Supongo que se sintieron interpelados, partícipes de la historia que les estaba contando: calcularon los años que tendrían en ese momento, cuando acabara todo. Se imaginaron viejos, con barba, algunos casados. Con hijos, tal vez.
     Y fue en ese instante en que les dije que había que estar alerta, que quizá tendríamos que irnos a la Luna para resistir esa hecatombe, y que aunque ellos no lo sabían, yo ya había empezado a prepararme, pues este reloj que tengo acá, les dije mientras alcé mi brazo izquierdo, este reloj es el único que permite ver la hora en la Luna, el único que ayudará a no desorientarnos, éste, el Omega Speedmaster Professional, el mismo que usaron los astronautas del Apolo 11, cuando ese 20 de julio de 1969 pisaron, por primera vez en la historia de la humanidad, la superficie de la Luna.
     Era probable que nunca más en la vida consiguiera llamar tanto la atención de un grupo como en ese momento, en que todos miraban mi brazo izquierdo alzado, intentando ver cuán especial era aquel reloj que tenía en mi poder.
     Compañeros, esto que llevo en mi muñeca izquierda nos salvará la vida, les dije y luego bajé mi brazo e hice un gesto de reverencia.
     Mis compañeros se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir con fuerza.
     Así, en medio de una ovación, volví a mi puesto y entendí que mi vida nunca volvería a ser la misma.
    
*

Me gustaría decir que desde ese día todos me respetaron un poco más o que, al menos, logré ser más popular entre los alumnos de los otros cursos. Pero no. Lo único que cambió, en realidad, fue que Alicia nunca más me habló. Le pidió a la profesora que la cambiara de puesto y unos meses después no apareció durante toda una semana y entendimos —o, mejor dicho, entendí— que no volvería, que a su papá, seguramente, lo trasladaron quién sabe a dónde, y que, al final, nunca iba a entender por qué decidió no hablarme más.
     Al año siguiente, mi mamá perdió el trabajo, le protestaron unos cheques y tuvimos que arrancarnos a Santiago. Viajamos en bus, los tres, veinticuatro horas interminables. Mi mamá no paró de llorar en todo el viaje. Fue ahí donde mi hermana me dijo que tendríamos que vender el reloj.
     No podemos, le dije, nos va a salvar del fin del mundo.
     Estúpido, no tenemos plata.
     Mi abuelo nos puede mandar.
     Mi abuelo no sabe dónde estamos, dijo ella. En ese momento atravesábamos el desierto de noche, me acuerdo. El olor a encierro, los ronquidos, las cortinas cerradas, y nosotros, hablando en voz baja.
     No puedo venderlo, dije, es un regalo.
     ¿Quieres a mi mamá?
     Sí.
     Ésa va a ser la prueba, entonces, dijo mi hermana y se quedó en silencio.
     Despertamos un par de horas antes de llegar a Santiago. Ahí, mi mamá nos dejó con su hermano y me pidió que le entregara el reloj. Desabroché la correa y se lo entregué. Mi mamá lo guardó en su cartera y salió de la casa.
     Volvió en la noche, con unas bolsas de supermercado. Me dio un beso en la frente y me pasó el reloj.
     Es falso, dijo, por eso te lo regaló tu papá.
     ¿Y qué vamos a hacer?, preguntó mi hermana.
     No es falso, dije, es el Omega Speedmaster Professional. Fue seleccionado por la nasa para ser usado por los astronautas del Apolo 11, la primera misión tripulada en…
     No funciona, dijo ella, y me dijeron los relojeros que ese modelo nunca dejaba de funcionar.
     Miré el reloj. Ninguna de las manecillas se movía. En realidad nunca se movieron. No supe qué decir.
     Guardé el reloj en mi bolsillo.
     Me acordé de esa mañana en que diserté sobre los ovnis frente a mi curso. Recordé la ovación al final, cuando mantuve alzado mi brazo izquierdo y les dije que estaríamos bien, que no se preocuparan, que ese reloj era la primera forma de combatir el fin del mundo.
     Y me creyeron.
     También me acordé de Alicia.

 

 

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