Las Navas del Marqués, Castilla y León, 1987. Su libro más reciente es La hora del abejorro (Ediciones la Uña Rota, 2024).
Ninguna niña, pienso, que mire la luz del sol alcanzará nunca una sabiduría como esta.
Safo
Iuvenis sempre
Sempre femina
LA MEMORIA DE UNA CHICA SE DESPEDAZA EN EL CIELO
LOS GORRIONES AHÓ
1
Todas las noches salgo bien al balcón
Bien entrada la noche
En la calle no hay nada que decir
Sin embargo escucho a los muchachos quejarse de dolor
A las chicas también les duele
Porque les metieron dos dedos sin gentileza
¿Acaso no se notaba que eran vírgenes?
No es que haya abierto la ventana para hablar de esto
La luna es un medio limón en el cielo
Nuestros extraterrestres nos observan
Estoy enamorada de ellos
Y de las luces que nos mandan
Estoy enamorada de cualquiera
En mi bolso llevo siempre dos perfumes
Por si acaso el primero no te gusta
A ellos no les importaba
Te raptarían en cualquier maizal
Pero aquí no hay maizales
Así que nos raptaban en la explanada
que hay delante del saúco
Cuando escapábamos de la policía
Por habernos colado en la piscina
Las piscinas municipales de esta tierra
Sólo de noche son cálidas
Bajo las manos gruesas de los muchachos
Reverdece la hierba de los bordes
2
Qué bonita era la noche bajo la majada verde del cielo cuando nos observaban
los extraterrestres. También las figuras gigantes o negras por las ventanas
de la piscina del palacio, la que estaba abandonada. En las vaquerías
abandonadas, bajo techos de silicato y lanas cancerígenas, todos brillábamos.
Iban a venir Juan y Mateo, los dos me tomarían de la mano. En las
noches de verano me trenzaba el pelo para tenerlo ondulado, me ponía un
collar con una pluma de halcón. Juan y Mateo me tomarían de la mano y el
chico desconocido me iba a mirar siempre en el borde de la piscina.
Después, en la plaza, su hermano pequeño me lo preguntaría, y yo sí que querría, querría bailar con su hermano desconocido. Bajo el mantón de la abuela
me apretaría las manos. La mantilla caería por mis hombros. La blanca,
que es la más antigua, y saliendo de la plaza me marearía. Ahora el desconocido
y yo bailamos mientras nos mira su hermano. Yo miro al desconocido al borde de la piscina aunque sea de noche y estemos en la plaza, sin embargo
todavía lo veo al borde de la piscina. Ahora mis amigas se ríen escondidas
como topos en las columnas del templete. Sus gafas se empañan y se
las suben arrugando las narices. Desde arriba los niños pequeños escupen
palomitas. En el escenario unas mujeres agitan unas plumas verdes y doradas.
La trompeta, la guitarra, más adelante, sólo las guitarras, la batería. El
desconocido se marcha con sus padres. Ahora salgo de la plaza, bajo el peso
de la mantilla, la blanca, que es la más antigua, mi cabeza se torció como
si fuera un gallito. El pelo largo del desconocido cae por sus hombros, su
hermano pequeño revolotea a su alrededor. Van a venir Juan y Mateo y me
tomarán la mano y después seré yo quien deslizará las mías bajo los mantos
verdes del cielo del verano, helados y plagados de extraterrestres.
3
La luna no ha dejado de engordar. Cómo explicarlo. No hay ninguna magia
que puedan hacer los guijarros del empedrado. No vendrá nadie, no
saldremos de la antigua vaquería a la hora de más frío a espiar la casa de
Ventura. Cuando se levante una persiana no saldremos corriendo, aterrados.
No me caeré en la calleja de la otra panadería, ni me rasparé los botines
que me regaló la tía.
4
Me admiró que hubieran claveteado los neones en las esquinas de los
cuartos de modo que cuando avanzabas por la antigua vaquería te querías
morir. Y que hubieran tumbado los frigoríficos para que pudiéramos sentarnos
dentro, entre las botellas de Black Label. El que me parecía más feo
me tomó de la mano y me llevó con él al parque. Luego me besó y ya era
mi novio. Era el más feo de todos. Puso mi mano sobre su entrepierna y el
bulto creció y creció. Me di cuenta de que la luna también crecía a lo lejos,
en el cielo, pero mi mano no la podría alcanzar. Detrás del polideportivo
me regaló una pulsera de plata con su nombre y sus labios crecieron
azules contra los míos. Todo crecía en él, sus manos gruesas detrás del
polideportivo, su nombre en la pulsera de plata, todo menos su estatura,
en el suelo congelado y durísimo donde en verano arrancábamos corujas.
5
Me ponía los pantalones blancos para subir al nivel dos porque bajo el
neón azul brillaban. Para llegar teníamos que saltar por los tejados de las
vaquerías. Un caballo blanco se había colado y nos miraba desde dentro,
también él brillaba bajo los neones. Por la explanada del brajero corríamos
juntos pero nunca nos tomábamos la mano. La respiración nos
salía en forma de humo, vaharadas verdes, querría haber gritado que me
llevaran entonces, a aquellos que nos miraban desde el cielo. Mi padre
hacía horas que trabajaba en silencio, mientras yo visitaba la peor de las
vaquerías. A las dos era todavía temprano. Media hora después todo se
precipitaba. El tejado se hundía sobre los muchachos. Me invitaban a
una copa por detrás de un altarcillo. Aquel suelo se parecía a la piel de
una ballena muerta, me quería tumbar sobre ella y llorar. Nadie lo habría
entendido. Aunque no era necesario fingir. Cuando salíamos de allí los
gatos se amontonaban tiesos en el cruce y nos miraban, no nos pedían
comida. Los vecinos les echaban las sobras de la cena. Alguien nos dijo
que Ventura había llamado a la policía otra vez. Lo hacía todas las noches
porque escuchaba voces en las paredes. Lo que no sabíamos era cómo hacía
Ventura para esconder a su hijo cuando la policía entraba a investigar
lo de las voces. Qué voy a hacer, aquí tengo a mi gatillo, le decía a mamá
los domingos por la mañana. Ella estaba asustada. Ya lo sé, le dije a mamá,
tiene las uñas largas y en forma de garras. El novio de mi prima pasó entre
los gatos con el coche y dijo que me subía al nivel 2. Siempre había algún
coche que nos subía. Mis amigas se frotaban las manos. En los coches
sacaban los vales de copas de sus calentadores y los contaban. Chupaban
pajitas de gelatina. Yo odiaba lo de los coches. Lo que más me gustaba de
la noche era correr por la explanada del brajero y la respiración saliendo
de nuestras bocas en vaharadas verdes, antes de alcanzar la masa de los
pinos, y adentrarnos en su negrura pegajosa, para salir por milagro al otro
lado, entre los charcos de aceite irisado y los vómitos de los muchachos.
6
Cuando llegue la discoteca móvil, saldremos con las cintas de colores en
las manos. Las intercambiaremos gritando. Habremos escrito en ellas
nuestras cartas. Algunas veces con tinta dorada o plateada. Algunas veces
con tinta imborrable. Todas serán cartas de amor elípticas. Los camiones
de limpieza se llevarán los rosetones caídos por la mañana, y las cintas
amanecerán colgadas de las ramas de las acacias. Acacias hay muchas en
la carretera. Tantas que el suelo se levanta. Seremos felices tropezando
en sus monturas. Por la mañana, los coches se amontonarán en la plaza
con el capó levantado y gafas de sol azul celeste vestiremos. Seguiremos
bailando, como para siempre. De los bares regarán las botellas, también
celestes, brillarán no al sol, pero a las serpenteantes luces nocturnas de
nuestros ojos. Y nuestras ropas manchadas de camuflaje, ya no nos
las quitará nadie, sólo las manos del sueño, al mediodía, la hora en que no se
corre peligro, sólo las manos del sueño las retirarán.
7
En el sol deslumbrante y gélido, los halcones y las águilas y los buitres y
más allá las alas blancas de los molinos se remecen como espadas. La leña
ardía en la estufa de piedra. Las piscinas estaban congeladas. La leña ardía
detrás de las cortinas rojas. En el polideportivo las gomas se cuartearon.
Una capa de aceite en el vino rojo se congelaba. En el casino las cortinas
rojas raídas y las niñas en patines sobre el escenario tenían frío. Imitamos
las voces de los ratones. Cuando se han ido los apoderados hemos arrojado
todas las sillas al suelo y hacemos un castillo. Dentro imitamos las voces
de los ratones. Después imitamos a los terneros. Después, Pedro nos
llevará otra vez a su vaquería y al volver de las praderas habremos perdido
tres o cinco vacas. Su padre le reñirá. Saldrá a buscarlas al anochecer, por
la hierba blanca, tras la cortina roja del anochecer. Le veremos volver por
las praderas con la linterna delante y las vacas detrás. Pedro se ha sumergido
en el depósito de pienso para hacernos reír. Ha soltado al ternero más
pequeño para hacernos reír. El ternero nos persigue en la noche helada.
Nos reímos de la canción de Pedro, otra vez. Tengo una vaca lechera, dice
la canción. Tal vez era él quien quería reír. Pero él no se ríe. O tal vez sí,
mientras conduce la bicicleta sin frenos por esa cuesta abajo, hasta chocar
contra el muro. Después la ambulancia, blanca y roja, atravesando las
tinieblas. No le miréis, dijeron los primos en el hospital. Pero yo sí le miré,
y vi sus ojos blancos y rojos y el lugar por donde le salían los clavos. Me
recordó al ternero más pequeño. A ese ya no lo volveremos a ver.
8
Todas las noches intentaba escaparme de casa y más allá del confín de
nuestro pueblo. Pero siempre había alguien en la escalera. Los novios de
mis primas aguardaban en la verja con los bolsillos llenos de monedas.
Papá salía en silencio a las dos o a las tres de la madrugada, apretando
la bolsa con la ropa blanca. Otra vez los novios volvían a dejar en casa a
mis primas. Al amanecer, el abuelo salía con los cántaros vacíos, o bien
regresaba ya con los cántaros goteando leche. Y luego se le veía en la cocina
azul, bajo la luz de los fuegos, retirando la nata con un cazo y su
respiración nerviosa. Y bien, si una franja de la noche se abría para mí, yo
salía corriendo escaleras abajo y después calle arriba. Los muchachos me
perseguían con sus patines pero nunca llegaban tan lejos como yo. Siempre
había un chalet vacío que les absorbía. Les veía por última vez en lo
alto del muro o entre la espesura de las arizónicas. Yo les miraba desde
abajo, casi echándoles de menos. Las higueras relucían. No sé cómo, en
mis dedos goteaba la leche de los higos. El abuelo ya se habrá sentado
entre el jilguero y el canario con su vaso de leche. El abuelo ya estará llorando,
como siempre, con sus ojos de un azul muy pálido iluminados por
aros rojos. Y luego, corría por las colinas, hacia las montañas azules, y en
el cielo me vigilábais hasta verme chocar. Y siempre me chocaba. Quién
sabe con qué. Era invisible. Era el confín de nuestro pueblo. Y tal vez el
marqués lo hubiera puesto allí.
9
El día de mi comunión sólo quería una cosa. Una paloma para mi cesta
de rosas. Una paloma blanca, del palomar del abuelo. Me pusieron el
vestido de jaretas y me dieron la cesta de rosas y me abroché sola los
zapatos de hebilla plateada. Bajé las escaleras ceremoniosa, culpable de
vanidad pues todas mis primas habían salido en túnica lisa y yo llevaba
jaretas, decenas de ellas y también las mangas abullonadas. Además, ya
había tomado la comunión, por error y sin confesión, en la noche de
reyes, vestida de paje, con una gran pluma azul en la cabeza. Sin embargo
yo estaba decidida y entré al dormitorio donde el abuelo dormía y
le desperté tirando de su medalla. Su barriga crecía como un inmenso
volcán. Le pedí la paloma. No sé de qué palomas hablas, rugió el abuelo.
Más tarde, mientras esperaba a que me trenzaran las flores en el pelo, vi
al abuelo trajinar por las habitaciones con su ropa de siempre. Cuando
todas se fueron yo me quedé sentada sobre la mesa camilla. Entonces
el abuelo vino y me hizo extender mi falda y sobre ella puso sus manos
en las que iba escondiendo algo. El sol brillaba contra la lámpara
de farolillos y contra los muebles de espejos y brilló contra la tela del
vestido cuando el abuelo retiró sus manos grandes, llenas de pequeñas
manchas. El pequeño murciélago tembló entre las jaretas de la falda. Lo
apresé con ellas y tembló.