Madrid, 1964. Este cuento forma parte del libro Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013).
Lo siguiente que sé es que salgo de la fiesta el lunes por la mañana. Salgo, me echan, no estoy seguro. Pasó aquello. La música se interrumpió con un graznido. Estoy fuera, con los nudillos rojos. Nada que hacer en la calle. En aquella calle. Me quedo así un minuto y medio, dos, deslumbrado por el sol, el corazón en las piernas. Mis zapatos. Alzo la cara hacia el cielo o hacia el odio. Me echan. Quiero perderme.
Perderse no es tan fácil. Requiere superar grandes obstáculos, huir de los lugares comunes, de los hábitos que nos cercan, esquivar escrupulosamente las caras conocidas de amistades y familiares para las que significamos algo y tenemos un pasado que nos narra. Sobre todo eso, las caras. Nada que recuerde la carcoma de la costumbre, asomando su gran cuerno de rinoceronte. Elegir, entre dos calles, la peor, la más húmeda, la que tiene el suelo borracho y un aire de cremallera abierta. Calles con cara de cremallera, eso puede ser la solución. Perderse es una disciplina para la que se necesita valor y algo de entrenamiento.
El paisaje cambia, la mañana. Los olores de las calles son diferentes, no me reconozco en ellos. Nada me suena aquí. Hay una tapia resentida con una bicicleta aparcada, un busto de yeso, coronas de flores al pie de las farolas donde alguien fue atropellado y perdió la vida. O un olor aplastado de carne y almacenes. ¿Dónde estoy? Doy vueltas al azar, por hacer algo. A base de internarme en zonas cada vez más remotas, consigo que mi mañana, poco a poco, vaya perdiendo su filo y aflojando su exigencia. Claro que todo esto sigue siendo demasiado teórico aún para mí, demasiado abstracto. Necesito, para reaccionar, una sacudida fuerte, sin miramientos, que me permita perderme. Compruebo con desagrado cómo, al detenerme en una esquina, siquiera escasos segundos, me siento menos perdido, más integrado en la corriente que me rodea. Formo parte de algo. Sin yo pretenderlo, todo se ordena en una secuencia coherente y el rojo de los árboles hace guiños al ojo irritado del semáforo que a su vez se compagina a la perfección con una nube que se sofoca en un cielo color sexo. A poco que uno observe algo con cierta demora, ese algo se convierte de inmediato en una coreografía.
—Fuera, fuera. Fuera con todo eso.
Me he dicho. Salgo huyendo de allí, decidido a mantenerme siempre alerta, al acecho. No debo olvidar mi objetivo, que sigue siendo perderme. Aun así, por momentos, la sensación de estar perdido se debilita, es frágil, sólo consigo mantenerla fresca en la mente durante breves intervalos, a costa de una concentración insensata que me desgasta y ofusca.
La mano hinchada. Mi mano derecha cada vez más hinchada. Si no fuese por este dolor, hace horas que estaría muerto. ¿Qué es esto? Mis llaves en el bolsillo. ¿Qué es aquello de allí? Un ujier en su garita. Lleva, eso me parece ver, una especie de banda de académico que le cruza el torso en diagonal. Unas cuantas condecoraciones, incluso. Mide las baldosas de la acera mientras ruge al teléfono: «Sí señor. Sí señor. Eso desde luego. Tomaré las medidas oportunas para que no vuelva a repetirse. Desde luego, señor». La barba le zumba de satisfacción.
Necesito una pasión inservible. Ser yo quien tome la iniciativa y se adelante a los planes de la mañana, si quiero mantenerla a raya, después de lo que ha pasado en la fiesta. Nudillos rojos. Me quito el reloj y lo ato a la muñeca de una estatua. Eso parece ser algo, un signo, porque carece de explicación. Lo dejo allí y me alejo sin volver la vista, más tranquilo y envalentonado. Me obligo a más. La fiesta. Dicen que hay suicidas que se tiran al mar y nadan hasta un punto tan alejado de la costa que saben que ya no podrán regresar. No tendrán fuerzas para alcanzar la orilla. Exhaustos, morirán en el mar. Ese punto. Ese instante de iluminación. Ese momento preciso en el que uno decide dar una brazada más, la definitiva, la que le llevará a un lugar sin vuelta atrás. Ese gesto último.
Saco del bolsillo la billetera y las llaves. ¿No será demasiado? Las contemplo con cariño anticipado, por un instante, mis llaves, mi billetera, cuánto las quiero, las aborrezco, yo que tanto os he amado y ahora. Me entran dudas, nunca he sido valiente, a la hora de la verdad me encojo. ¿Me atreveré a borrar mis huellas? El mar estará frío. Mis llaves abren mi casa, donde vivo con mis muebles y mis espejos que reflejan los muebles que hay en mi casa, mi billetera tiene departamentos donde doblo mi dinero y tarjetas plastificadas que aseguran que yo sé conducir y tengo tales años y soy quien digo ser y no otro.
Dudo. Estoy en medio de una avenida sin tráfico, con la billetera y las llaves en la mano, nadie me mira ni me sonríe, aprovecha, sería raro no hacer algo con ellas, ya es demasiado tarde para no hacer algo con ellas. Una vez que las he sacado del bolsillo, me quedo mirándolas, estoy obligado a hacer algo con la billetera y las llaves, sería descortés guardarlas otra vez. Al final, no me queda más remedio que actuar, yo mismo me lo he buscado, me lo tengo merecido. Hago, pues, el gesto de rendición. Aterrado de mí, oigo cómo caen rebotando por la rendija de una alcantarilla. Al fondo se oye un vacío chapoteante de tubos y agua profunda. Me he quedado sin dinero, sin documentos, sin llaves para volver a casa. Estoy perdido, ahora sí. La mañana retrocede, humillada. No se esperaba esto de mí. Esto me provoca arcadas. Nunca me había sentido tan menoscabado. Es todavía peor de lo que imaginaba. Me noto, durante largos minutos, horriblemente fuera de lugar, enfermo, con taquicardia y ganas de llorar, sin derecho a la existencia. ¿Qué has hecho, imbécil, qué has hecho?
Expulsado de la fiesta, expulsado de la risa. Después de aquello (no fue culpa mía, yo sólo pretendía pasarlo bien), el mundo ha vuelto a ser un lugar inhóspito y crucial, emocionante. Si un coche me atropellase ahora, sería un cuerpo sin nombre que yace en el depósito. Y en cierto modo, lo soy. No puedo demostrar que sé conducir, no puedo demostrar mi identidad, no puedo demostrar nada.
Es una sensación física rara, menos alegre de lo que parece. Basta con que nos falten la billetera y las llaves para retroceder mil años, qué digo mil años, cien mil años de evolución, por lo menos. La billetera y las llaves ocupan, en el espacio, unos 10 cm2. Toda nuestra civilización depende de esos 10 cm2. Siglos de cultura y gastronomía, escuelas artísticas, movimientos teológicos, avances y retrocesos científicos, investigaciones filosóficas, tratados morales y políticos, teoría económica, sutiles disquisiciones entre el bien y el mal, la razón y el instinto, el cero y el infinito, y al final todo se reduce a esto: un cuadradito de piel o tela con otros cuantos cuadraditos dentro. Si nos sustraen esos 10 cm2, no somos nada, lo perdemos todo, volvemos a la antorcha y al grito, a los sacrificios humanos con grasa y pigmento, a la noche de piedra de los grandes reptiles y al apetito hacia la carne humana.
Ahora sí, ahora me doy permiso para echar de menos mi billetera y mis llaves con una nostalgia lumbar de paraíso perdido, inconsolable, como jamás eché de menos el cuerpo desnudo de Diana bajo el chorro de la ducha o mi infancia. Su tacto, su dulzura, su música secreta. Leche y miel en mis dedos. Doy unos pocos pasos conmovido, bailando el claqué del dolor en la acera, ciego y sordo, dejándome llevar, ahora empiezo a arrepentirme de la ligereza con que he actuado, mis piernas van volviéndose de mimbre, tengo un cesto de ropa sucia en la cabeza, respiro serrín, me odio. Acabo de traspasar un límite. Los límites no están fuera, sino en el interior del bolsillo. He conseguido lo que quería pero es un triunfo mezquino, a mi costa, que sabe a cotización bursátil.
¿Y ahora qué? (¿Cuánto costará una cobaya?, me pregunto. Puedes comprarte una y llevarla en el bolsillo, así al menos notarás un pálpito caliente cerca de la entrepierna que te haga compañía. Busco, pues, una tienda de animales, aunque no pueda pagarla). Me he quedado sin reloj, sin billetera y sin llaves para volver a casa. La calle es una piscina de árboles de colores oxidándose en un embudo de placas, de sombras, de gimnasios, tengo hambre, tengo sed, me rugen las tripas, la tensión arterial por los suelos, estoy cansadísimo y esto es sólo el comienzo, lo sé. Me espera una odisea interminable. Avanzo mecánicamente, brincando un poco, eso sí, con movimientos espasmódicos.
La mañana espesa de oficinas, lenta de parvularios, arenosa de aparcamientos. De repente se oye un grito. Todos me miran. ¿Habré gritado yo? No me parece. Por si acaso, disimulo. A mi lado, de la nada, aparece una mujer exuberante que también me mira aunque de otro modo, una mujer sin atributos, prefiero no describirla, para evitar orientarme. ¿Desde cuándo lleva ella aquí, mirándome? Parece tan perdida como yo, o incluso un poco más. Sólo diré que no lleva bolso, sino que ella es su propio bolso, un bolso negro, con un broche aparatoso como cierre, una sola asa.
Qué orgullosa está ella de su broche, de su cierre, esa mujer, su bolso es el eje del planeta. El faro encendido que mantiene el ritmo de las mareas de los océanos. Gracias a ese bolso la tierra sigue girando, las huertas producen remolachas y los aviones despegan y aterrizan más o menos puntuales. Aunque todo vaya de mal en peor en su vida, el cierre de su bolso siempre hará clic, no importa en qué circunstancia, eso debe de suponer un consuelo enorme para ella. Tu vida es un desastre completo pero tu bolso hace clic, para qué quieres más. Me sigue, es evidente, me sigue. Me pregunto en qué momento empezó a seguirme, cuánto tiempo llevará siguiéndome.
Esto lo cambia todo. Lo siguiente que sé es que camino por la calle, seguido por una mujer exuberante con un bolso. No evito su presencia, pero tampoco la fomento. Que haga lo que quiera, esta mujer exuberante, a mí qué puede importarme, si yo ya no tengo nombre ni carnet del videoclub. Me desentiendo de ella. Las casas son cada vez más lúgubres, pintadas de amarillo úrico, un barrio feo, semiasfaltado, con algunas plazas pueblerinas de arena con columpios donde unos cuantos niños juegan sus juegos prudentes, sin molestar a nadie. De mayores serán registradores de la propiedad o podólogos. Queda en el aire el vago temblor de una ambulancia que quizá pasó hace exactamente veinte minutos y catorce segundos, o quizá por aquí nunca pasó una ambulancia. Es lo que yo digo.
La pintura amarilla de las casas es demasiado reciente, se nota mucho, aún no se han acostumbrado a ese color y se las percibe incómodas debajo de esa piel tirante, sin reconocerse bajo los disfraces de ese maquillaje explosivo que no pega (aún) con el tono ceniciento del cielo y los árboles. Con el tiempo, con el roce de los días y las muertes, todo se irá puliendo y descascarillando en una mordedura común, qué remedio, aprendiendo a tolerarse como la distancia entre las orejas y la nariz en el rostro de un recluso. La pintura quedará como un tesoro enterrado. Y el ojo, entonces, no verá nada.
Me sale al paso la terraza de una taberna con mesas fuera, con toldos aburridos, me apena tanto esta taberna que no resisto la tentación de sentarme allí, pese al frío, pese a los inconvenientes, pese a la bomba atómica que nos amenaza desde un cielo nuclear. Soy el único cliente de la mañana, tal vez el único en semanas o meses. Todo es extranjero y desangelado, justo lo que prefiero. Será sólo un momento, un breve respiro en mi misión, tengo una aventura por delante que no puede esperar. En la mesa quedan migas petrificadas de alguna consumición pleistocénica. En el interior de la taberna, tras el mostrador, el camarero de dientes podridos, ni joven ni viejo, enjuaga algo en silencio bajo el grifo o piensa en la paraplejia de su hija menor, qué fatalidad, el médico del seguro dice que no se puede operar, las prótesis ortopédicas son caras, hay que ver, cuántas complicaciones y la niña está en un grito. Justo ahora cuando parecía que las cosas empezaban a enderezarse. Él tenía sueños, tenía planes, la posibilidad de regentar su propio negocio de repostería erótica. Llevaba meses ensayando en el horno formas fálicas y rellenos voluptuosos. Y en lugar de eso tiene que conformarse con estar allí, parapetado tras aquel mostrador de cinc, manoseando vasos por hacer algo y viendo al único cliente de la mañana (ahora llega otra a sentarse a su lado, menudo incordio), instalado en la terraza, sin intención de consumir, cuánto vago suelto.
Volvamos a mí. Estoy pensando en la correa de mi reloj, atada a la muñeca de una estatua, allá lejos, en un jardín o en el patio de una prisión, en mi antigua vida. Qué lejos queda todo, en eso pienso o respiro. Al cabo de un rato, sin pedir permiso, un cuerpo se desliza a mi lado, la reconozco, es ella, la mujer exuberante del bolso, la que me sigue a todas partes. Se sienta junto a mí sin hablar, no hablamos, mejor así, porque el diálogo acolcha y prefiero que nada mitigue la violencia de esta mañana única, ni me distraiga de su luz cavernosa. Lo que ocurre en el corazón, en el corazón se queda.
Entonces ella, yo diría que con delicadeza, aunque no estoy del todo seguro, pone su bolso frente a mí, y en ese bolso con broche que hace clic y sostiene el mundo ella empieza a rebuscar algo, entre recibos y píldoras. Un paquete. Envoltorios. Un inhalador para el asma. Se me ocurre la idea loca de que ella va a sacar de allí mis llaves y mi cartera, mágicamente recobradas del fondo de la alcantarilla. Pero no. Eso hubiera sido demasiado raro. Al cabo de un rato ella extrae, como si tal cosa, un huevo. Un huevo blanco, tan perfecto, casi la idea de un huevo.
La mujer lo deposita con suavidad sobre la mesa, un huevo suave. Deposita allí la blancura y el futuro.
Un huevo blanco, así escrito. Casi dan ganas de llorar, de tan enternecedor y tan huevo. El huevo sale del bolso del mismo modo que yo salgo de la fiesta. (¿Volver allí y disculparme por lo que hice? ¿Limpiar las manchas de sangre? Qué lejos está todo de mis nudillos). Ese huevo, allí tan solo, saliendo del bolso de la mujer exuberante que me sigue a todas partes, el bolso que hace clic, el huevo que hace clic, la gallina que hace cloc, la mañana que hace tanto dejó de ser mañana para convertirse en otra cosa para la que no tengo nombre ni lo deseo. ¿Qué puedo yo, un mortal, contra un huevo de gallina Leghorn? Contra ese laborioso acarreo del calcio y las estaciones, ese montoncito de blancura con su amarillo secreto dentro, su yema pálida, sofisticada por filas de incubadoras y por sartenes con fuego debajo. Ese huevo existía por anticipado antes de que yo lo mirase o imaginase que iba a encontrarme con él bajo el amparo de un toldo. Antes de esta mañana. Seguramente antes de salir de la fiesta hoy con una nueva inquietud en la mirada y ganas de algo así como perderme.
Se puede ver a través del cuerpo de las demás personas. No es tan difícil. Sólo hace falta entrenarse un poco. Los órganos son transparentes. Las vidas son ectoplasmas al trasluz con ramificaciones de sangre, se enredan unas con otras, se enlazan, se separan, dejando a su paso, después de que todo termine, un rastro de luz removida.
La música se interrumpió con un graznido. Pasó aquello. Se dijeron cosas, saltaron algunos cristales. No sé por qué me empeño en seguir llamándolo fiesta. Fiesta no fue.
Estoy en el umbral de un barrio desconocido, en una terraza con migas, al alcance de una mujer exuberante que ha puesto un huevo en la mesa. No tengo dinero para pagar las consumiciones ni casa a la que volver. Quizá fuese esto lo que buscaba, no me atrevo a afirmarlo. Pienso que aún falta algo. No sé qué es. Echo de menos un poco de compañía. Ojalá que pronto otros hombres sin billetera, otras mujeres sin llaves, expulsados de otras fiestas, vayan sumándose a nosotros. Para rodear a nuestro huevo de ojos y de bocas, para abrigarlo quizá, para escribirlo. Un huevo manuscrito entre una multitud de náufragos. Esto, después de todo, no ha hecho más que terminar. Dentro de poco, si hay suerte, estaremos todos perdidos.