I
No me gusta hablar de epifanías. Si se trata de poesía, mucho menos. La adopción de términos de ese tipo me parece sólo una forma pretenciosa de imbuir de cierto halo de religiosidad a algo tan simple como la emoción o el placer que nos provoca un texto; nombrar epifanía a la lectura de un poema sería como llamar encuentro con Dios a un inolvidable acto sexual con una mujer bella.
Debo decir, después de esto, que la poesía de León Plascencia Ñol es sin duda del tipo que orilla a algunos lectores a hablar de epifanías, de revelaciones. Hay una tensión extraña en sus textos; las imágenes nos sorprenden por su belleza, el carácter lírico de la escritura nos facilita el acercamiento al poema, los versos nos golpean con su apacible claridad, con su fuerza contenida. Parece que siempre hay un misterio, algo que no ha sido montado del todo pero que está ahí, oculto. «Lo que el poema no dice», suelen mencionar los entusiastas. Claro, pero lo que el «poema no dice» es construido de forma sutil por lo que el poema sí dice, y que el poeta edifica a base de trabajo.
Slavoj Žižek dice, a propósito de Lynch, Tarkovski, Kieslowski y Hitchcock, que lo que distingue a sus obras de las de otros directores es la densidad. No una estética en particular, no un registro, no un ritmo, todo es lo que conforma la densidad, atributo que se convierte luego en autonomía de la forma.
Hagamos un ejercicio mental: supongamos que escribimos textos de todos los poetas del país de la generación de los sesenta en adelante, sin referencias que identifiquen a los autores, y los reunimos en una enorme urna. Al sacar los papeles, ¿de cuántos de ellos reconoceríamos plenamente sus poemas? Se me ocurren, a lo mucho, diez nombres; el de León Plascencia es uno de ellos. El particular manejo de las imágenes, la «adaptación» de cierta sensibilidad más bien propia de la poesía de la Asia oriental, la utilización de una especie de diálogos que funcionan como flashbacks y nos llevan de un espacio geográfico a otro —tal vez onírico—, las reflexiones sobre el lenguaje y sobre el funcionamiento del artefacto poético, el ritmo; todo esto conforma la densidad de su poesía. El revólver rojo cargado.
II
Escribir es siempre la versión
de un texto que nunca se llega a componer.
El fracaso, la pérdida, la imposibilidad. Toda escritura es de algún modo un acto fallido. El poema que se trae a la página es siempre distinto del poema pensado. Somos seres limitados, por más que intentemos tomarlo todo algo se nos escapará sin remedio. Ni el »poema ideal» ni la realidad misma pueden ser alcanzados totalmente. Y no hace falta. Lamentarnos por ello sería hacerle un simpático tributo a Platón —y a lo inexistente—, darle más importancia al no-ser que al ser, en palabras de Clément Rosset. El poema es lo que tenemos, no lo que pudo ser; los murmullos son parte de lo que fue construido. Ahí Revólver rojo muestra algunas de sus fortalezas, en los vacíos que el autor deja para que sean llenados por el lector, en la sensación de vastedad de algunos versos, en su belleza inhumana:
Un rápido
golpeteo en la rama altera todo el orden
que me pediste. Hay azules y morados
bajo nuestros pies. Cada golpe
del carpintero provoca un quiebre
en el mundo.
II-B
Una ciudad gris a lo lejos. Más cerca de nosotros, un rascacielos cargado a la derecha, otro cerca del centro y una enorme y delgada torre a la izquierda, tan alta incluso que la foto no puede abarcarla. Luego, la misma ciudad a lo lejos desde una perspectiva similar; únicamente un rascacielos del lado derecho, cerca del puente desde donde lo observamos todo. Lo que creíamos que eran luces son anomalías sobre la foto, los rascacielos son rectángulos grises (siempre lo han sido).
Las imágenes son intervenidas por barras oscuras, su difusa belleza no es confiable. Ahí donde había algo, no hay nada. Donde no había nada, hay un edificio. Metáfora de la memoria: en lo que se contamina surge lo poético. Tensión y presencia.
Cuatro secciones de Revólver rojo (tres en colaboración con el artista plástico Carlos Maldonado) ponen de manifiesto, por medio de fotografías intervenidas y exploraciones en el lenguaje de la poesía visual y de la poesía concreta, el interés del autor por otras disciplinas —interés que, dicho sea de paso, está presente a lo largo de todo el libro mediante los vínculos y las reminiscencias de los textos con la obra de pintores como Robert Motherwell, Mark Rothko, David Hockney, Joseph Beuys, Robert Rauschenberg y Edward Hopper, entre otros—, lo cual, aunado al diálogo establecido con poetas como John Ashbery, William Carlos Williams y la canadiense Anne Carson (autores en cuya obra podemos encontrar múltiples anclajes en el lenguaje plástico), da como resultado una caja de sorpresas. Podrá o no el lector sentirse satisfecho con las exploraciones del libro en este sentido, pero si algo es bienvenido en el simpático mundillo de la poesía mexicana contemporánea, es el riesgo.
III
No es fácil moverse en las orillas, las posibilidades de fracaso aumentan drásticamente; lo irónico puede convertirse en bufonada, la agudeza en pedantería, lo erótico en pornográfico, la sutileza en embellecimiento, en ornato. Un problema mayor. Históricamente, el embellecimiento ha sido algo indeseable a un nivel filosófico, por cuanto tiene de relación con la retórica, con lo que falsea la realidad. En el arte pasa lo mismo. La poesía entendida de un modo particular suele caer en lo decorativo, en lo deliberadamente hermoso (algunas veces nombrado con el curioso adjetivo de »poetoso»), en lo falso. Los poemas de Revólver rojo caminan con presteza por el desfiladero, pero no miran hacia abajo. Se mueven premeditadamente en el borde y —salvo en contadas ocasiones— logran lo que quieren: ser emotivos sin caer en la cursilería, ser bellos sin ser innecesarios; consiguen casi en todo momento algo importantísimo para cualquier poema: equilibrio. Sin equilibrio el poema muestra sus carencias, se fractura hasta romperse. Varios poemas dan la impresión de estar sostenidos en el aire; una palabra más los derrumbaría. No sucede. No es fácil moverse en las orillas.
IV
Viajamos, contemplamos paisajes congelados; acuarelas en tonos grises y una melancolía persistente que lo cubre todo.
A pesar de su suavidad, los versos de Revólver rojo logran sacudirnos, conmovernos con su fuerza oculta detrás de la aparente quietud del poema.
Un cuerpo, un árbol, un precipicio, la lluvia que impide la escritura, todo tiene la frescura del descubrimiento; pero es un descubrimiento con un componente de amargura. La voz percibe la belleza con un leve desfase; suficiente para que al evocarla se encuentre ya muy lejos.
Quería escribirte este poema.
La lluvia no me deja. Sólo
conservo del paisaje lo que ya olvido. ¿Cuánto del río subsiste
entre nosotros?
La memoria es un juego, lo que subsiste del río es un pensamiento borroso de algo muy distinto del río. Luego, un poema. Sólo así los fracasos se vuelven soportables.
«Todo / acto es una pérdida, algo queda atrás y las palmeras solitarias / trazan una mano hacia la herida», escribe León Plascencia. Lo que queda atrás deja un vacío que, al igual que el vacío del deseo, no puede ser saciado; ni los objetos ni las personas permiten intercambio fuera del terreno de lo ilusorio. La singularidad es irrevocable. Cualquier tentativa de sanar la pérdida, de llenar el vacío, sería totalmente inútil. Por lo demás, ¿de qué escribiría el poeta si fuese totalmente dichoso, si el mundo tal como es lo dejara satisfecho?
En palabras de Hugo Mujica, «el poeta no poetiza para tapar su vacío, poetiza para mantenerlo abierto, custodiarlo; no sutura la herida, le abre el pecho».
Un revólver rojo que se dispara.
Revólver rojo, deLeón Plascencia Ñol. Bonobos, Toluca, 2011.