Oviedo, Asturias, 1988. Este es un fragmento de su novela Gozo (Siruela, 2023).
¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible sólo en vacaciones? Padezco el síndrome de la isla en plena meseta. Y eso a pesar de haber vivido en una isla de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas y fiestas, era el silencio. «Shhh, it’s the island», decían los carteles del ferry indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo. No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no me despertara, sin razón, y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina, abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.
De pequeña, cuando tenía cinco o seis años, mi madre me enseñó a respirar. Ya sabía, claro: debía dejar que el aire entrase y saliese de mi cuerpo sin darme cuenta, como al quitar los ruedines de la bicicleta, aquel rito de paso. Lo diré mejor: mi madre me enseñó a pensar que respiraba. Porque cuando entra la consciencia, las cosas que parecían transparentes se vuelven complicadísimas. En la cama de mi habitación, a oscuras, me guiaba: «Toma aire por la nariz, lentamente, y deja que llegue hasta la tripa. Retenlo. Ahora, espira». Resultaba divertido porque parecía un juego. Entonces, con cada respiración, contaba del uno al diez y del diez al cero, del uno al veinte y del veinte al cero, del uno al treinta… y el cuerpo empezaba a pesarme, a hacérseme evidente. De la misma forma cada noche. «Mamá, me gusta respirar, pero de día se me olvida». «No te preocupes, si te gusta te acordarás de hacerlo». Recuerdo esto a menudo, cada vez que me cuesta conciliar el sueño porque en la cama, con J. a mi lado ya dormido, empiezo a pensar en todos los vecinos, en aquellos a los que pongo cara y a los que no, en esa masa que de día hace cola en el mercado, comparte espacio en el cine, me entrega las cartas, sube el volumen de la música con las ventanas abiertas y se oprime contra mí en el metro de vuelta al barrio. Se recogen todos ellos en las casas mínimas de nuestra diminuta calle compartida. Son muchos, muchísimos, y quizá alguien se ha dejado abierto el gas y mañana en los periódicos dirán que esta ciudad esto o esta ciudad aquello. Dependemos mutuamente, nos suponemos fiables, pero somos demasiados y la estadística habla, y mientras cuento del cero al diez, del diez al cero, el silencio me parece sospechoso, porque sé que están ahí, no todos duermen al mismo tiempo. ¿Qué hacen? Del cero al treinta, me digo que lo extraño es un lugar en el que el silencio no es buena señal. Del cincuenta al cero y caigo.
Pero ¿cómo era aquello? Primum vivere deinde philosophari. Tantas veces he tenido que explicar por qué me fui allí aquel tiempo que ya no sé si las razones que repito de memoria son las ciertas o se han convertido en una ficción que me divierte. Las preguntas me dan una oportunidad para ordenarme, y entonces digo: fui a la isla porque había terminado de estudiar y sólo sabía lo que no quería hacer. Recibí una beca para practicar un idioma que no es el mío. Esto último hace asentir a mis interlocutores con satisfacción. Deducen que la estancia tenía un propósito, no como mis estudios, a raíz de cuya inutilidad aparente escuché de las mismas bocas el tópico en un torpe latín.
Había más destinos, ¿por qué precisamente ese, no el mejor, para hablar inglés? Un par de años antes habíamos viajado a otra isla. Con el fin de distraerme en el avión, J. me hacía preguntas o desvelaba cosas que yo quería saber desde hacía tiempo. El siguiente año viajamos a una más y otra vez las escalas multiplicaban mi angustia. En el último despegue, él me preguntó por escrito en la primera página de un libro: «¿A qué isla me llevarás el año que viene?». Aún no sospechaba que abandonaríamos el propósito de viajar, pero estaba dispuesta a mudarme a una roca en medio del Mediterráneo.
El silencioso terruño y el archipiélago al que pertenece se sitúan con mucha dificultad en el mapa. Casi invisible, no se suele apreciar en él. Tampoco aparecía en ninguna de mis lecturas, y las primeras aproximaciones siempre se daban por comparación: está al sur de Sicilia y al este de Túnez, su tamaño es similar al de una de las provincias más pequeñas de España, su población es un tercio de la que tiene la ciudad grande y sus habitantes hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano.
Después de intentar aprender lo inabarcable y del amor por el saber, etcétera, no parecía mala idea ir a un lugar del que no sabía nada, excepto que su nombre era fascinante en mi propia lengua: Gozo. Debo confesarlo cuanto antes: tengo una inevitable tendencia a prendarme de los sitios y de los nombres. Y a veces, por la noche, me cuesta respirar.
Me gusta imaginar el perímetro de la isla como un círculo perfecto que se ha rebelado contra la armonía, que ha perdido la tensión. Una línea de puntos desinflada que abraza la autosuficiencia. No hay alternativa, ¿qué haría si no se bastara a sí misma? En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme.
«Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse», escribió Georges Perec. Por entonces yo había tropezado demasiadas veces, me había mudado de habitación, de piso, de ciudad, por estudios, por enfados, por volver a ciertos lugares, pero nunca hasta entonces dependí de un avión para hacerlo. Como el dinero que me habían concedido estaba destinado a cubrir un mes pero yo quería que durase al menos un año, empecé por elegir una compañía de bajo coste y me llevé una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto. Casi toda la ropa era de verano y a estrenar, porque mi abuela insistió en ayudarme a renovar el armario como si en vez de irme a vivir a otro país fuese a empezar un nuevo curso en el colegio. «Que te vean bien vestida, ya que vas a ser forastera», dijo, como si a aquella isla de la que sólo sabíamos que era diminuta no llegasen las cosas que pueden hacer falta. Además, ella ignoraba que mi intención era mimetizarme estéticamente en la isla no-desierta.
Escribió Perec también que «el mundo es grande. Los aviones lo surcan en todas direcciones todo el tiempo». En la ciudad, cada vez que salgo de casa y miro los que marcan este cielo, me doy cuenta de que pasear es una manera contradictoria e impecable de no hacer nada. Por eso quiero saber a dónde puede llevarme un paseo, porque sabré con ello hasta dónde se extiende el albedrío que depende sólo de mi cuerpo. Nada abstracto: quiero nombres de espacios, quiero tiempos, distancias en kilómetros.
En la ciudad, también, un avión puede llevarme casi directamente a cualquier parte del mundo. Pero desde donde escribo dentro de su apretado laberinto, el pie al salir de casa suele iniciar un recorrido habitual no por rutina sino por acceso: me muevo en una lógica muy básica, me imagino en un videojuego en el que un joystick gigante determina mis paseos, siempre iguales. Estiro una finísima e invisible cuerda que me ata a casa. Voy y vuelvo. Nadie sabe qué sumará puntos en ese tablero de regularidad. Los ocho o diez kilómetros que puedo caminar en una tarde me llevan, a lo sumo, a otro barrio similar o en construcción, a una lejanía descampada a la que me es difícil llegar debido a las arterias que la atraviesan y en la que, una vez allí, no sé qué hacer.
Sin embargo, la isla contiene el horizonte por completo. En esa hipotética tarde, podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste. Limitada, abarcable y de camino fácil, algo que hace tiempo se me antojaba una especie de encierro, ese lugar es ahora mi idea de opulencia.
En 1866, la Asociación Internacional de los Trabajadores reivindicó la jornada de ocho horas. Las condiciones anteriores eran insostenibles, y así se impuso lo que podríamos llamar la teoría de los tres ochos que ahora conocemos bien: un tercio del día dedicado a trabajar, otro tercio dedicado a dormir y un último al resto de la vida, si es que queda. Es decir, a la familia, a hacer la compra, a ver una película, a tomar un café con amigos, a limpiar, distraerse y salir de fiesta, a desear algo que no se necesita o doblar la ropa seca. Yo nunca trabajé ocho horas al día. Quiero decir oficialmente. He sido becaria de sueldo y horario en casi todos mis empleos, pero dicen que no puedo quejarme porque siempre fue en «lo mío». Todavía como estudiante, di clases de refuerzo en una academia y fui bibliotecaria en la facultad de Medicina, en lucha contra mis —literalmente— fantásticos temores. Más tarde me rendí al pluriempleo porque la cultura es así, aunque no para todos. Cuatro horas de trabajo presencial, dos horas de desplazamientos, seis en casa —artículos, correcciones, preparación de clases, aulas online, e-mails, lectura— y un par más de compras, cocina y prisas de cualquier tipo antes de dormir, sin olvidar la meditación que, además de relajarme, me haría ser más productiva al día siguiente.
Siempre he sido yo la que ha abandonado los empleos, porque no me libero de esta idea: algo no va bien cuando tengo que solicitar días libres a mis jefes, cuando tengo que pedir permiso para hacer lo que quiero con parte de mi tiempo. Hubo una ocasión en que lo hice. No era la primera vez, pero lo parecía porque el corazón latía más rápido, como cuando de niña esperaba la aprobación de la profesora para ir al aseo. Si tengo que ir no hay otra opción, ¿verdad? Imagina que te dicen que no, pensé. ¿Qué me dicen que no a qué? ¿A irme el jueves por la tarde, mirar por la ventana del tren, leer, ver a la familia y pasear por la playa antes de volver a casa y escribir? Imagina que piensan que es un capricho tener esas cuatro horas de viernes libres de ellos, ese tiempo que es una llave a todo lo demás.
Evitaré el drama, a pesar de la tendencia: no tiene nada de extraño pedir un día libre, contrastar las fechas de vacaciones para que no coincidan con las de algún compañero, que no quede trabajo por hacer. Pero adoro la extrañeza, y por eso me di cuenta de que aquellas personas, aunque con gesto amigable y la mayor ecuanimidad de la que eran capaces en su cargo, decidían mis horarios, mis días libres, mis posibilidades de movimiento… Al menos si mi intención era seguir cobrando el equivalente al salario mínimo para vivir en la misma y vampírica ciudad.
En una de las dedicaciones de mi primera época pluriempleada escribía pequeñas noticias culturales casi fuera de toda actualidad. De hecho, y menos mal, la actualidad era sólo un pretexto para hablar de algo que me interesara. No tardé en escribir sobre el libro de Simone de Beauvoir Pirro y Cineas. Lo había leído en la isla, un año atrás, y me alucinaban sus primeras páginas, aunque el hechizo desaparecía poco después. En cambio, el de aquellas aún perdura: «Plutarco cuenta que un día Pirro hacía proyectos de conquista: Primero vamos a someter Grecia, decía. ¿Y después?, le pregunta Cineas, Ganaremos África. ¿Y después de África?, Pasaremos al Asia, conquistaremos Asia Menor, Arabia. ¿Y después?, Iremos hasta las Indias. ¿Y después de las Indias?. ¡Ah!, dice Pirro, descansaré. ¿Por qué no descansar entonces inmediatamente?, le dice Cineas». Exacto: ¿por qué no me quedé en la isla a descansar inmediatamente? Por el trabajo, por supuesto.
Como decía, sacarme de contexto siempre me gustó, por eso a veces, en aquel empleo, pensaba no tanto en la precariedad sino en lo increíble de formar parte de algo que me parecía grande. Llevaba adelante parte de un suplemento cultural siendo la última en el escalafón, corrigiendo los textos de los demás con un portátil minúsculo a punto de estropearse, siempre con miedo a que me lo robaran en el metro. Cuando la rutina empezó a fluir y trabajaba por fin con tiempos más holgados —cuando había conseguido liquidar cuentas pendientes y salir a merendar vistosas porciones de tarta sin sentir apenas culpa numérica—, el medio cerró. A partir de ese momento, empecé a reconocer con nitidez el rugido de la ola, el instante en el que algo se quiebra y los proyectos suenan a cierre. Y si la comparamos con la confusión —con la indignación, incluso— que genera el hecho de que una persona abandone soberanamente un trabajo, resulta inverosímil la naturalidad con la que desde arriba se asume ese otro final —casi siempre por una gestión despreocupada y antes de pasar a lo siguiente— del que dependen tantas personas.
Conocemos bien los relatos edificantes de algunas vidas, pero no tanto los que edifican por otra vía, así que aquí van algunos: en 1731 Rousseau dimitió de su puesto en la comisión senatorial de conquiliología; en 1820 Pushkin renunció a sus labores en el Ministerio de Asuntos Exteriores de San Petersburgo (prefería la poesía…); en 1837, y después de una labor impecable, Thoreau dejó de ser maestro de escuela por su propia voluntad; en 1860, Mallarmé se convirtió en funcionario del registro de Sens, pero no tardó en huir de allí.
En realidad me contrataron (es un decir) cuando supieron que iba a empezar en una tienda de ropa. Les dio pena, supongo, la sobrecualificación en aquel país nuestro cuya joven fachada se caía a trozos ya sin sonrojo y donde el trabajo seguía siendo sinónimo de dignidad o clase. Un día, cuando llevaba poco más de un mes trabajando allí, uno de los jefes me llamó a su despacho. Acudí tranquila, no me había dado tiempo a hacer algo terriblemente mal. «¿Qué tal las primeras semanas?», me preguntó con esa capacidad de los superiores para manejar el discurso, para ralentizar los tiempos hasta llegar adonde quieren, a la típica pregunta de dónde te ves en cinco años. «Me han dicho que eres muy rigurosa, sales siempre puntual». «También entro a mi hora», respondí, inmediatamente arrepentida por esa inesperada osadía. Nunca llegué a saber qué quería decirme, porque en ese momento nos interrumpieron, se ausentó un par de minutos y luego dijo que no hacía falta continuar la conversación.
«Los trabajadores ya no existen. Existe su tiempo», escribe Franco Berardi. Por ese tiempo nos pagan. Ya no entregamos sólo nuestra mano de obra: si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad.
Cuando me pregunto por qué sólo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo. ¿Cómo diría: descanso, ocio, libre albedrío? Aún no lo sé, y quizá esto que escribo consista en abrir camino para encontrarle un nombre y saber cómo agarrarlo cuando se me escapa, cuando me lo quito o me lo roban lícitamente. Y es reconquista también porque su antecedente está en la infancia. En ella aprendí a tener apetencias no domesticadas, a cultivar el capricho de invertir un día completo en cosas inútiles. Digamos que oigo campanas y no sé dónde. Por eso quiero tener detenerme, para saberlo.
Lo subrayé con fervor en un libro y lo recuerdo así: el carácter propio del trabajo es no hacer lo que se quiere cuando se desea, sino ejecutar una actividad en un momento determinado por obligación, por un fin, por dinero. Entre el esclavo y quien trabaja no hay apenas diferencia sino de cantidad. Se trata únicamente del mayor o menor tiempo que uno, en relación con el otro, puede utilizar a su antojo y con el que puede contar libremente hasta desperdiciar sus horas, si así lo quiere. Disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión.