Nueva York, Estados Unidos, 1946. Su libro más reciente es Diarios 1999-2010 (Pepitas, 2019). Estas son algunas entradas inéditas, que no se incluyeron en esa publicación.
En la cena con Miguel y Pablo en Monterrey comentamos de manera rápida nuestros viajes de Semana Santa. Pablo ha ido unos días a Madrid y Toledo y Miguel ha hecho un viaje en autobús por Alemania, donde ha visitado los castillos de Luis II de Baviera. Creo que les gané: «Pues yo he estado en Avilés y le he dado un beso a una señora que le dio un beso a Marilyn Monroe».
Esta Semana Santa no hemos ido a Benidorm. Fuimos dos días a SS a ver a Ama y otros dos a Avilés para la fiesta de El Bollo. La pregonera ha sido Beatriz Lodge, que fue reina de las fiestas en 1957. En aquel año, María fue «damita» suya, la acompañó en todos los actos y ocupó un puesto en la carroza del desfile. Tiene una foto de entonces de la mano de Beatriz y ahora se la ha enseñado. Han hablado bastante. También yo un poco. Ahora tenemos decenas de fotos con Beatriz. A sus setenta y tantos años se encuentra estupendamente. Es muy alta y delgada. No todos los días le das un beso a alguien que fue portada de la revista Life.
Beatriz es además una casualidad enorme en nuestras vidas. María la conoció en Avilés y yo tuve noticia de ella porque veraneaba con sus padres, quienes fueron los primeros embajadores de Estados Unidos en España, en la misma calle donde estaba nuestra casa en San Sebastián, Toni Etxea. Beatriz era bastante mayor que nosotros y nunca hablamos con ella, pero que los Lodge pasaran el verano en Ondarreta fue un acontecimiento de nuestra infancia. Ama hablaba alguna vez con su madre, que yo siempre había imaginado como un personaje inaccesible del patriciado norteamericano, pero que ha resultado ser, según hemos comprobado en internet, una bailarina de Boston, integrante de las Zigfield Girls.
Pandemia
Se considera en general que Isaac Newton fue la mayor mente científica que ha existido. La casa Bonham subastó esta semana dos páginas de sus obras inéditas que Newton escribió en 1667 sobre la plaga bubónica que mató a cien mil personas en Londres en 1665 y 1666. Entre los remedios para su contención y curación, Newton incluyó alguno como este: «Lo mejor es un sapo suspendido por las patas en una chimenea durante tres días, que finalmente vomite tierra con varios insectos, sobre un plato de cera amarilla, y poco después muera. La combinación del sapo en polvo con las excreciones y el suero transformados en pastillas y usados en el área afectada aleja el contagio y extrae el veneno».
Pandemia
Tere pasa estos días de confinamiento total en Toni Etxea. Me cuenta por teléfono que, al dar de comer a los dos periquitos, se le ha escapado el amarillo. Tere ha salido detrás de él. No había un alma en la calle. Al acercarse a los jardines de Ondarreta, dos policías han bajado de un coche, un hombre y una mujer, como si fueran a detener a un narcotraficante. ¿Qué hace usted aquí? ¿No sabe que no puede salir de casa? Denos su documentación. No la tengo, le doy mi número de carnet. La mujer, una joven pálida, dice Tere, se ha retirado unos metros y ha hecho varias llamadas. Es que estoy buscando a un periquito que se me ha escapado. ¿Y por qué lleva usted auriculares? Es que estaba con la radio en casa y he salido corriendo a mirar por las cunetas. Señora, va a ser usted sancionada por incumplir el confinamiento. ¿Y cuánto voy a tener que pagar? No es cosa nuestra. Le llegará la notificación. Métase ahora mismo en su casa. ¿Por la puerta de delante o puedo entrar por la de detrás? Por donde usted quiera. ¿Dónde vive? Ahí mismo, a cien metros. Y Tere, ya atolondrada, les ha ofrecido su último y absurdo argumento. Acérquense si quieren y vean la jaula y cómo sólo queda el azul.
Más que si un malvado puede escribir un gran libro, cosa que ya está demostrada que sí, lo interesante ahora sería saber si también puede hacerlo un gilipollas.
Un buen tranquilizante
Pensar que prácticamente a nadie le importa un bledo lo que te sucede. Deberían vender algo así en pastillas.
Las dos culturas
Si escribo «los embriagadores años sesenta y setenta», casi todo el mundo intuye a qué me refiero. Pero si escribo «los embriagadores años sesenta y setenta, cuando se descubrieron los componentes básicos de la naturaleza», como acabo de leer a un físico, casi nadie sabe de qué estoy hablando. ¿Dónde estaba yo entonces? ¿Dónde estábamos casi todos?
Los filósofos ilustres
Un día, Schopenhauer, que estaba hablando solo, como solía hacerlo, y esta vez dirigiéndose a unas plantas, se vio sorprendido en un jardín botánico de Dresde por un vigilante, que le preguntó: «¿Quién es usted?». «¿Que quién soy yo? Le quedaría muy agradecido si usted me lo dijera», contestó en plan chistoso budista Schopenhauer. Pero podría haber dicho también, según una arrogante y profunda convicción suya: «Soy el autor de El mundo como voluntad y representación, un libro definitivo que explica la esencia del mundo y de la vida y que será venerado por los siglos de los siglos». Y le habría encantado que al menos le hubiera vuelto a ocurrir lo que un día le sucedió en un café, creo que en Italia, para su gran satisfacción. Aquella vez se le acercó un señor y le dijo: «Vengo a saludarle, aunque no le conozco, porque usted tiene el aspecto de ser un hombre importante o de haber escrito una gran obra». Aunque era más bien bajito, Schopenhauer estaba orgulloso de su figura, sobre todo de su cabeza, y pensaba que su mirada, «de un azul llameante», era imposible de ser sostenida. Una vez, Rossini, su ídolo musical, se alojó en el hotel donde él comía y cenaba. Un camarero le preguntó si quería que se lo presentara. Schopenhauer miró hacia donde señalaba el camarero y, defraudado por la pinta de lo que vio, no quiso conocer a Rossini, ni siquiera identificarlo, y dijo: «Ese no es Rossini. Ese es un francés gordo».
El declive
Qué mal caminas. Te vas a tropezar con una de estas losetas y te vas a caer.
Sí. Arrastro los pies. Como los viejos.
Así no se camina.
¿Y cómo se camina?
Tacón, punta, tacón, punta, tacón, punta.
Vaya lío.
Kafka tenía razón. Lo que guardaban sus manuscritos no estaba a la altura de la espontaneidad, gracia y acabado de lo que había publicado. Era aún muy corregible. No quería que nadie leyese aquello todavía.
Para mi diccionario particular
Filosofía. «Respetado sistema de confusiones» (Borges) que «explica lo que apenas se entiende con palabras que no se entienden nada» (Bouvard) y que tanto me gusta hojear.
Cualquiera sabe
Nadie me ha preguntado nunca si creo tener libre albedrío. Yo tampoco lo he preguntado. Y cuidado que es un asunto gordo. Yo respondería que creo no tenerlo, pero que, al igual que todo el mundo, vivo como si lo tuviera. Dicen algunos que la creencia en un determinismo radical como la mía no es sino nostalgia de la religión. Podría ser. Si me preguntaran hoy, en mayo de 2022, cuáles son mis dogmas en este asunto, yo diría que «credo in unum deum», el Big Bang todopoderoso, creador de los cielos y la tierra, y que su único hijo, este universo, se rige por inexorables leyes surgidas en el primer momento de su existencia, hace unos 14 mil millones de años. No existe el azar y creo, no sé por qué, como interpreté hace unos días en una cuarteta de Omar Jayyam, que lo que se leerá en el último atardecer se escribió en la primera mañana de la creación.
Pero la verdad es —escépticos manes de Montaigne que estáis ahí— que cualquiera sabe.
Releo el categórico párrafo que escribí hace unos días y me parece que responde a una forma de pensar fácil, simple. Pero yo no sé pensar de otra manera. Y no entiendo el concepto de azar. No me entra en la cabeza. Me resulta incomprensible y literalmente «impensable». No sé lo que es el azar. Lo que llaman azar lo concibo como ignorancia de lo que sucede y que los hombres no conocerán nunca del todo. Grandísimas inteligencias, como Spinoza y Einstein, fueron también deterministas radicales. Y fue determinista Schopenhauer, admirado por Einstein, que en su estudio de Berlín tenía colgado en la pared un retrato suyo junto a los de Faraday y Maxwell. Einstein repitió a menudo que el pensamiento de Schopenhauer: «Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere», fue un gran consuelo durante toda su vida y le llevó a vivir más feliz y con mejor humor. (La mujer de Thomas Mann decía que, en persona, Einstein era más gracioso que Chaplin.) Yo también tengo una imagen de Schopenhauer en un tablero de corcho apoyado en la pared. El otro día la vio Joana y puso cara de asco: «Es que dijo unas cosas sobre las mujeres…». No tuve tiempo de responderle que también dijo que las mujeres eran más propicias que los hombres a la compasión, fuente de la ética y la redención en su sistema metafísico. Y que, convencido como estaba de que el carácter de una persona se hereda del padre y la inteligencia de la madre, algo de agradecimiento y admiración debió de tener para con la suya (también se llamaba Johanna), sobre todo si, según parece que dijo Tolstoi, «Schopenhauer fue el hombre más inteligente que ha pisado este planeta», cosa que Schopenhauer, salvo quizás empatado con Platón y Kant, me parece que no estaba muy lejos de pensar él mismo. Por cierto que también Tolstoi tenía un retrato de Schopenhauer en la antesala de su despacho en Yásnaia Poliana, junto a otro de Dickens.
A fuerza de buscar la sencillez y la claridad, lo que me queda es una prosa indigente. Acepto la crítica. Tal vez me sucede lo mismo al leer. A fuerza de querer entender lo que leo y rechazar cualquier concepto que no comprendo, es posible que lo que yo haya acabado pensando sobre el mundo y la vida sea indigente. Si de lo que se trata es de compararse con los demás, no importa mucho. Por culta que sea una persona, el océano de su ignorancia es prácticamente igual al mío.
GPS para intelectuales maduritos
«¿Para chochear un poco?». «Siga por ahí, vaya cumpliendo años, tome a la derecha y habrá llegado a su destino».
Tres días antes de comenzar el viaje, a pesar de ser consciente de que el año pasado disfruté mucho, yo había anotado aquí de memoria algo que no sé si le leí o escuché a Borges en una entrevista. Le preguntaron cómo era que siendo tan mayor y estando ciego le encantaba viajar. Y él vino a responder que, si tuviera una buena vista, no viajaría y se quedaría en casa leyendo. Ese era en aquel momento mi perezoso estado de ánimo, renuente al viaje. Pero tres días después estábamos en Guiza, en el Mena House, a cuatro pasos de las pirámides, que se veían desde el hotel.
En los últimos meses lo había pasado muy bien leyendo sobre Egipto, desde la historia de Sinuhé y varias novelas de serie B ambientadas en la época de los faraones, hasta Naguib Mahfouz, con extensas derivaciones hacia Flaubert, Proust e incluso mi omnipresente Borges. De este, que es inagotable y siempre viene a cuento de cualquier cosa, me hizo gracia algo que María Kodama contó en una entrevista: «Tuvimos un chofer copto. Borges quería pasar una noche en el desierto. Este hombre nos llevó cerca de las pirámides de Saqqara; era ya tarde, estaba oscuro. Al llegar, el hombre silbó y empezó a salir gente de las ruinas. Nos habían avisado de que algo podría pasar, y pensé que yo estaba loca, que no teníamos que haber ido, no conocíamos a nadie. De pronto vi que uno de los que se acercaron no tenía oreja. Yo me preguntaba por qué, ¿habría matado a alguien? Borges me dijo: «No nos preocupemos, ¡disfrutemos este momento antes de que nos maten!».
Borges no pudo ver las pirámides. Recurrió a la noche y al tacto de la arena y la piel de un camello para evocarlas. Hay una foto en la que, con las pirámides a su espalda, vestido muy elegante de traje claro y corbata, se le ve acariciando feliz la cara de uno de esos animales maravillosos. A Flaubert también le gustaban: «El camello es una de las cosas más bellas. No me canso nunca de ver pasar a este extraño animal que anda a trompicones como un pavo y menea el culo como un cisne» escribió en una carta. Flaubert sí pudo contemplar las pirámides. Y no sólo las contempló, sino que las trepó. De madrugada, después de dormir la noche anterior a sus pies, entusiasmado y con la ayuda de cuatro árabes que lo empujaban por el trasero, Flaubert se lanzó a escalar la de Keops, junto con su amigo y compañero de viaje Maxime du Camp. Al llegar a la cima encontró una tarjeta comercial donde ponía: «Humbert. Encerador», con la dirección en Rouen de un encerador de suelos. Maxime, más ágil y rápido, había llegado antes.
Y aquí queda suspendido el apunte viajero que, como siempre, parece obligatorio consignar y me daba una enorme pereza hacerlo. La excusa de hoy: ha llegado el Coronavirus.