Escribir en estado de gracia, ¿por qué no? / Juan José Rodríguez

Hay dos maneras de emprender, aprender y aprehender la literatura: gozándola o sufriéndola. Los dos caminos son válidos y valientes. He aquí el anverso, reverso y lo adverso de esa moneda lanzada al invisible aire. ¿Por qué no usar la felicidad para poder escribir?
     Existen mitos que nunca son destronados: su imperio es más opresivo que el de la simpleza de quienes creen que lo mejor de la existencia es fincar un patrimonio, mantener un oficio y luego pasarse el resto de la vida pagando mensualidades o añadiéndole cifras a un capital.
     Esa gente, por lo general, cree que el artista es un loco ofrendando su vida a algo que nunca le dejará dinero, y que debe sufrir por ello. Todos los que no son productivos deben pagar su desobediencia al canon de la normalidad.
     (Usé deliberadamente la palabra simpleza, concepto que en el argot popular equivale a lo dicho y hecho de manera inútil, sólo para reír o molestar… Pues bien, para eso sirve el arte: para reír y hacer pensar a la gente, aunque sea a través de la molestia. Nada como el arte moderno para levantar ámpula… y ámpula es sinónimo de ampolla).
     Condenado de antemano a entregarse a las adicciones, a la incomprensión y a la tragedia —las dos primeras cosas en sí ya son una tragedia—, el artista, en este caso el escritor, por lo general crece en una sociedad donde se espera de él sufrimientos, fracasos y un curioso anecdotario que a veces sobrevive más que la obra misma. El artista hasta marcha resignado a ese destino agridulce. No hay mayor falacia que ésta.
     Cierto: los dramas personales o colectivos son los demiurgos y los demonios de la obra maestra. Millares de hombres combatieron a Napoleón: sólo uno escribió Guerra y paz. Los rusos beben bastante, especialmente en tiempo de frío: nada más uno de esos millones de ociosos escribió Crimen y castigo.
El alcoholismo fulminó a Malcolm Lowry; pero está comprobado que en grandes periodos de sobriedad esculpió cada una de sus novelas. Y aunque se diga, merced a lo breve de su vida e inacabado de su obra, que Lowry es «autor de un solo libro», fueron necesarios las inmersiones en Oscuro como la tumba donde yace mi amigo o Ultramarina para llegar a la fragua donde se templó, a golpes de marro y de tarro, la epopeya íntima de Bajo el volcán.
     El alambique —palabra acuñada por los alquimistas árabes— necesita a veces de la combustión de una vida para sublimar su espíritu o entregarnos la piedra filosofal de una noble pieza literaria. Tampoco eso es regla, aclaro. Un chispazo en un momento clave de la existencia puede dar la pauta para una revelación de este tipo.
Para ser escritor es necesario darlo todo, sacrificarse continuamente, pero no es menester arrojarse al vacío. Los académicos encerrados en la cátedra o los vagabundos que trotaron por diversos mundos no siempre entregan una Mona Lisa o ya de perdida un Guernica. «Para escribir una obra maestra, primero tu vida tiene que ser una obra maestra», dijo Antoine de Saint-Exupéry. Nada como pasarse la existencia haciéndole al cuento en busca de tener una vida de novela.
     La literatura puede ser tu vida paralela, pero nunca debe ser el centro de tu vida, salvo que ya seas un gran maestro o tu familia no necesite quien la mantenga o la entretenga. Y aun así, a nadie le interesa lo que escribe alguien atrapado en una realidad abstracta o resentida. Hay editoriales en España que, para correr a un autor, suelen preguntarle: «Si este libro que trae con usted trata sobre su vida, mejor lléveselo de vuelta: su vida a nadie le interesa, caballero».
     Gran mérito de los rusos fue que escribieron sobre gente real: jugadores de casino, campesinos normales o príncipes idiotas que aparecieron llenos de vida y de furia en sus páginas, sin olvidar a los humillados y a los ofendidos.
     La Torre de Marfil es el mejor mausoleo para la literatura. La vida cotidiana, la constante presencia del autor ante el río del mundo, hace a los verdaderos escritores.      Volver la vida cotidiana un gran acontecimiento sólo puede lograrlo alguien lleno de energía, reconciliado con la vida y con el arte a cada momento.

Ser novelista es amar al mundo, acariciarlo con palabras, dijo el escritor turco Orhan Pamuk. Para serle fiel a un credo, para renovarse siempre en esa aventura del pensamiento, no hay más que vivir, convivir y revivir con el mundo en permanente estado de gracia.

 

 

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