Carlos Fuentes (1928-2012) / José Miguel Oviedo

La noticia de la muerte de Carlos Fuentes, que acabo de recibir desde México, me ha producido una verdadera conmoción por muchas razones, pero sobre todo por tres: con él pierdo a un amigo entrañable a quien conocí por algo más de medio siglo y con quien me he encontrado a lo largo de ese periodo en las más diversas circunstancias y por los más diversos motivos, lo que me permitió disfrutar de su enorme inteligencia, su pasión literaria y su indestructible entusiasmo por la cultura y la política de México, América Latina y el mundo entero; en segundo lugar, su obra literaria misma puede considerarse, junto con las de Juan Rulfo y Octavio Paz, entre lo más trascendente que su país produjo en la segunda mitad del siglo pasado, gracias a una excepcional imaginación e inventiva verbal y a su enorme ambición narrativa; y en tercer lugar, no creo que en ninguno de los momentos en que hablé con Fuentes o vi alguna de las incontables entrevistas que concedió, haya notado en él un ápice de pesimismo o desaliento, no importa cuán grave fuese la situación por la que nuestra historia presente atravesaba. Era un hombre, en todo, desbordante, generoso y, al mismo tiempo, rigurosamente disciplinado para poder realizar, en medio de sus incontables viajes y compromisos intelectuales, la vasta obra —que cubre casi todos los géneros literarios— que nos ha dejado.
     Fuentes, en realidad, fue algo más que un escritor: fue un testigo y un vocero de nuestra cultura y nuestra vida política. Actuó siempre sabiendo que sus opiniones podían despertar tempestuosas polémicas y que algunas de sus ideas iban a enajenarlo de ciertos sectores intelectuales dentro y fuera de su país. Las proporciones de su obra tienden a ser descomunales y sólo podrían compararse, entre nosotros, con las de Carpentier, Vargas Llosa y García Márquez. Su pasión literaria es auténtica y también lo es su pasión americana, que lo ha movido a representar y analizar la compleja fase de modernización de un país tan antiguo como el suyo, dentro del gran marco de la historia latinoamericana y mundial; es decir, ha compuesto un gran mural, un verdadero friso de la vida pública y privada de nuestro tiempo. Tan vastas y variadas son las imágenes de ese friso, tan complejo y abarcador su drama, que, en algún punto de su evolución, Fuentes decidió organizar su programa creador y darle un nombre general: «La Edad del Tiempo». El título de este programa narrativo es revelador y exacto si lo entendemos en dos sentidos: por un lado, alude al tiempo histórico, que se mueve siempre entre espasmos impredecibles y violentos, dejando un rastro de sangre y muerte; por otro, al tiempo de los grandes mitos humanos, donde la destrucción es anuncio de un nuevo renacer, donde todo está o estará vivo en algún momento de ciclos o imágenes permanentes como los que brinda el lenguaje de la novela y la poesía. Su obra narrativa puede considerarse, por eso, una novela del tiempo y una fascinante invitación a vivir en el tiempo de la novela. El tiempo es para él una dimensión abierta a infinitas transfiguraciones, fantasmagorías y hechicerías que cuestionan o extienden nuestra percepción de la realidad, como Cortázar lo hizo a su modo. El mundo de Fuentes es, a semejanza del arte mesoamericano, ceremonial, ritual, excesivo, grotesco, barroquizante y cifrado. México es el centro de su indagación, pero alejado de todo nacionalismo provinciano. Su obra es una apertura de la novela mexicana al más amplio espíritu cosmopolita, al universalismo que le permite a la realidad latinoamericana dialogar con el mundo y reconocerse como legítima parte de él: representa un movimiento de libertad conceptual, estética y moral.
     La triste noticia de su muerte ha evocado en mí el momento en que lo encontré por primera vez y el último. Lo conocí personalmente en 1962, en uno de los encuentros que organizaba el poeta Gonzalo Rojas en Concepción. Allí disfruté de su charla y fuimos cómplices en una respuesta muy ardiente a las ideas algo convencionales que sobre América Latina había presentado Frank Tannenbaum, historiador norteamericano. Muy poco después volvimos a vernos en Lima, en una reunión en la llamada Peña Pancho Fierro, donde José María Arguedas acogía a amigos peruanos y extranjeros, en un local decorado con las bellas piezas de arte popular que su esposa Celia Bustamante y su cuñada Alicia habían recogido durante largos años. Esa visita estaba relacionada con la aparición de su notable novela La muerte de Artemio Cruz, que yo había leído con una admiración que todavía conservo y uno de cuyos ejemplares me dedicó con generosas palabras. La última vez tuvo lugar a fines del año pasado en la Free Library de Filadelfia, donde él tuvo un animado e intenso diálogo con su traductora Edith Grossman, al final del cual —mientras él firmaba, sin parar, decenas de ejemplares de libros suyos frente a una larga cola de admiradores— tuvo un par de minutos de diálogo conmigo, lleno como siempre de humor y entusiasmo. Al final quedamos en que nos veríamos muy pronto en México. Ahora sé que Carlos no podrá cumplir esta promesa.

Filadelfia, 15 de mayo de 2012
 
 
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