En su libro Cine o sardina, el cubano Guillermo Cabrera Infante sintetiza en una frase las mieles de la comedia musical: «Es el único género cinemático que nació para la felicidad —o al menos para hacernos felices». La primera parte de la sentencia me parece irrefutable, es constatable en los primeros musicales y sigue siendo vigente en las recientes visitas al género. Con la segunda parte sólo estaría de acuerdo excepcionalmente (Cantando bajo la lluvia y… ya): no sólo tengo algunas reservas, sino sólidas objeciones. Dar el paso de las intenciones —del que concibe una obra para felicidad ajena— a las reacciones demanda cierta disposición del espectador. Pero, a mi juicio, la felicidad que habita al musical es como la que podemos ver en una buena parte de la publicidad: es artificiosa y sabe a artificial; es demostrativa y no es necesariamente la consecuencia de algo: de las vivencias de los personajes
—que están destinados, y más, condenados, a ser felices—, de las vicisitudes planteadas en la historia, de la progresión propuesta, de lo expuesto en un determinado momento. Para hacernos felices con el musical, como sugiere Cabrera Infante, es necesaria una disposición previa, insisto, a la que mucho ayuda, para empezar, el gusto del que mira y escucha por el musical.
A mí el musical no sólo no me gusta (más bien termina por disgustarme), sino que muy rara vez me hace feliz. Entre otras cosas, por sus afanes prefabricados, por sus arranques inverosímiles que interrumpen el flujo de lo que hasta antes parecía ser la realidad (de pronto uno o todos los personajes inician el baile y el canto, procedimiento que puede resultar incomprensible, como sugiere un personaje de Bailando en la oscuridad de Lars von Trier), por su conclusión ineludible: me parece más una fantasía forzada, una declaración ingenua, que una sensación auténtica, un precepto más que un principio, que podría hacerse extensivo a la sociedad norteamericana, que es la que tradicionalmente cultiva este género y que ha hecho del fun una obligación. El musical hace felices a los que ya lo son, para decirlo de una vez. No por ello la opción opuesta es automática (el que no es feliz viendo un musical no necesariamente es infeliz). Coincido con uno de los personajes de Manhattan (1979), de Woody Allen, que, al inicio, declara que el arte ofrece una ruta para experimentar emociones que no sabíamos que teníamos. La felicidad es más que una emoción, es un estado, casi una condición; no obstante, me hacen feliz aquellas cintas que veo sin tener la disposición previa que, según creo, demanda el musical; aquellas que contagian la emoción que portan sus personajes, que ofrecen una ruta verosímil y en la que la felicidad aparece bajo el aura de la espontaneidad: no es menos ineludible que la del musical, pero se ve y se siente auténtica. Y la autenticidad en cine, lo sé de cierto, pasa por el estilo, por el manejo de la cámara, de la puesta en escena, del montaje, del sonido. El resultado de la historia es el resultado de lo que se construye con estas herramientas. Hay una cinta que, para mi gusto —y mi felicidad— es el paradigma del buen uso de estas técnicas, y que en el título ya lleva la felicidad: Happy-Go-Lucky (2008), de Mike Leigh.
En español, la cinta de marras recibió el título de La dulce vida. La traducción me parece ilustrativa pero no muy feliz. Me inclino más por lo que termina por esbozarse a partir de lo que propone la cinta, si bien no es necesariamente la traducción literal del título original: el feliz es afortunado. Leigh sigue la cotidianidad de Poppy (Sally Hawkins), una joven maestra que vive con ligereza y esboza una sonrisa casi permanente, incluso cuando sufre más de un contratiempo, como el robo de su bicicleta, la rabia de su instructor de manejo, los conflictos que se presentan en la escuela. Su comportamiento y su propensión a reír casi de cualquier cosa la hacen parecer estúpida, pero al feliz le importa más el ser que las apariencias, y ella no renuncia a carcajearse si le place. Esta conducta, sin embargo, provoca más enojos que empatías. Para los demás —la gran mayoría, no está de más apuntar—, la felicidad es una ofensa que se recibe como algo personal; es sospechosa y debe de tener dobleces, esconder burlas mal disimuladas. El infeliz cree que todo gira a su alrededor, que sus infortunios son una confabulación, y es incapaz de recibir el bien que el otro le querría contagiar. Y Poppy descubre que el mundo, actualmente, no es un buen lugar para mostrarse feliz. Peor para los demás…
Leigh hace sensible la alegría de su personaje por vías diversas. La principal, y la más evidente, es la actuación, y en ello el desempeño de Hawkins es fundamental: sus explosiones de júbilo resultan jubilosas; su propensión a ver el bien en el ojo ajeno es creíble. De sus estados de ánimo, sin embargo, no sólo dan cuenta su gesticulación y sus diálogos, su vestuario y su maquillaje, sino la puesta en escena toda. Dos elementos son particularmente importantes para la emoción y la significación: la luz y el color. La cinta es en todo momento luminosa y la paleta de colores echa mano de tonalidades cálidas. La forma cinematográfica es una extensión de la forma de ver la vida de Poppy. Y su entusiasmo, su felicidad, son como una flama que difícilmente se extingue. Por eso, aun cuando vive momentos desagradables, la luz y los colores siguen siendo cálidos. A esto habría que añadirle la puesta en cámara, que deja ver planos abiertos y movimientos sutiles que «dejan respirar» y aportan ligereza a lo que encuadran. La subjetividad que así se consigue alcanza para crear lazos de empatía con el personaje principal, aunque al principio uno no está muy dispuesto a seguirle el juego a esta mujer que parece más bien desquiciada. En Happy-Go-Lucky queda claro que la felicidad es del que la trabaja (detrás de la cámara, pero también al frente; ¿podemos decir lo mismo de los que estamos de este lado de la pantalla, de nosotros?), que no es ajena a la voluntad. Y aquí, así, es contagiosa.
A modo de conclusión, me parece oportuno traer a cuento una citación que, como la entrega de Leigh, invita a la emulación. El autor es Jacques Prévert, y Jean-Louis Trintignat la hizo en la premiación de la más reciente edición del Festival de Cannes: «Tratemos de ser felices, aunque sólo sea para dar el ejemplo». Largometrajes como Happy-Go-Lucky dan un buen ejemplo. En tanto que el musical convencional…