Los planetas solitarios de Eduardo Chirinos: una lectura de su obra a partir del Anuario mínimo / Lu

Los planetas solitarios de Eduardo Chirinos: una lectura de su obra a partir del Anuario mínimo / Luis Arturo Guichard

Eduardo Chirinos escribe una poesía que ha sobrevivido a la inteligencia, y eso es algo por lo que todo lector le estará agradecido. Cuando pienso en su obra (1*), veo, en efecto, a un escritor de una aguda inteligencia, autor por eso de algunos de los mejores libros «de diseño» que he leído en los últimos años. Chirinos es un poeta a medio camino entre el culturalismo del alquimista y la rapidez de mano del prestidigitador. ¿Un tema: música? Y aparece Breve historia de la música, con sus piezas en orden cronológico. ¿Una frase, sólo una, de Huidobro? Y aparece No tengo ruiseñores en el dedo. ¿Un viaje iniciático? Aparece Escrito en Missoula. En todos los casos hay una puntería excepcional: cada idea, cada tema básico y en apariencia sencillo arroja un libro redondo, a veces cercano a la perfección (como Breve historia de la música y Escrito en Missoula).

Aunque fuera una broma —que alguno se la haya creído sólo la hace más graciosa—, no cabe duda de que el hecho de que el supuesto autor del primer libro de
Chirinos se llame Horacio Morell no es ni mucho menos fortuito: el mejor Chirinos es clásico como Horacio en su dicción, rico como Borges en su narración del poema, y un impostor sardónico como Morell. Lo sorprendente en todos estos casos es que, siendo libros de un diseño impecable, no son libros fallidos desde el otro punto de vista que interesa a la poesía, es decir, el de la emoción, el de la realidad vital, el de la comunicación de experiencias asumibles por un lector promedio. No son piezas de laboratorio.

Este equilibrio entre la planificación y la improbabilidad, entre la pericia técnica de quien controla un oficio y la espontaneidad del que todavía se sorprende por escribir poesía es sin duda la seña de identidad de este poeta, que no parece tener otra poética personal que la de escribir poesía.

La inteligencia de la que hablo no es léxica, o no sólo léxica, ni opera sólo a nivel del poema exento; tiene que ver con la arquitectura de cada uno de los libros y de la obra en su conjunto: los quince libros de poesía publicados por Chirinos hasta ahora forman ya, en efecto, una unidad con un orden y un desarrollo orgánicos. Los lectores españoles de esta obra conocen seguramente sólo la segunda parte, a partir de Abecedario del agua (2000), es decir, los libros que han sido publicados en España. Esta segunda parte, a la que se debería añadir el inmediato anterior, El equilibrista de Bayard Street (1998), se superpone de manera natural a la primera, que va de los Cuadernos de Horacio Morell (1981) a Recuerda, cuerpo… (1991). Son dos partes naturalmente diferenciadas, que el lector identifica por algunos rasgos externos, pero sobre todo por una diferencia de gradación: exceptuados los Cuadernos, los libros de esa primera parte tienen todos una dicción más contenida, más «clásica» si se quiere. No en vano Ramón Cote Baraibar, en una antología profética, dijo que Chirinos era, hacia principios de los noventa, el más «clásico» de un entonces emergente grupo de poetas hispanoamericanos (2*). La segunda parte es más libre, más dispuesta a dialogar con las vanguardias históricas y con las numerosas ramificaciones que éstas tuvieron (y tienen) en Hispanoamérica. En Anuario mínimo (3*), su libro más reciente, mezcla de prosa poética, diarística y ensayística, Chirinos interpreta esa oscilación con esta imagen:

Mi oreja es vanguardista, mi ojo clásico. Como todas las parejas tienen sus pleitos y malentendidos, pero en general se llevan bien. Saben que se necesitan. Que el uno no puede vivir sin el otro.

Una afirmación que, mutatis mutandis, aparece en otros poetas de su generación, y que formula con gran claridad el mexicano Antonio Deltoro (4*): ya no hace falta elegir entre Huidobro y Vallejo, entre Neruda y Borges, entre Lezama y Eliseo Diego, entre Rojas y Juarroz, entre Paz y Sabines; se puede tener, diría Chirinos, el oído puesto en unos y el ojo en otros. Parecería que la primera parte de la obra de Chirinos está escrita más a ojo que a oído, con más imágenes que asociaciones sonoras.

Pero más allá de la probable clasificación cronológica, que orienta pero no dice gran cosa, lo más interesante, creo yo, en la obra de Chirinos es su capacidad para escribir libros muy diferentes entre sí sin que al leerlos en orden, como si de una poesía completa se tratara, den la impresión de ser discordantes. En este punto, digamos, Chirinos adopta el «modelo Paz» frente al «modelo Rojas», el «modelo Alberti» frente al «modelo Guillén»: libros contiguos que responden a tradiciones literarias distintas, con tonos diferentes, escritos desde una perspectiva de autor cambiante. En Anuario mínimo, lo resume así:

Pascal Quignard decía que el escritor «es un hombre atravesado por un tono». ¿Y por qué no por varios? Después de treinta años de escribir poemas percibo, sin ninguna aprensión, que mis libros son como planetas solitarios que se rigen por las mismas leyes de movimiento. Tal vez por esa razón nunca me he sentido amenazado por los fantasmas de la esterilidad. Tampoco por los de la repetición.

O como lo dijo más líricamente Cardoza y Aragón: la identidad no está en la dirección de los rieles sino en el ritmo de la marcha. En la declaración de Chirinos está implícito algo que se puede comprobar continuamente en la poesía actual: ya no hay géneros, sólo hay tonos. Ya no se escribe épica, pero se puede escribir con el «tono Neruda» o el «tono Zurita»; o epigramática, pero se puede escribir con el «tono Pacheco»; o elegía, pero se puede escribir con el «tono Montejo»; o poesía filosófica, pero si se logra escribir como Juarroz ya casi se es un presocrático. En lo que se puede ir más allá es en la alternancia de los tonos: en lugar de pulir uno solo, como dice Quignard, mejor usar varios. En el caso de Chirinos, el cambio de tono es en verdad un cambio de tradición y un cambio de forma. Entre tres libros contiguos como, pongamos por ejemplo, Humo de incendios lejanos (2009), Catorce formas de melancolía (2009) y Mientras el lobo está (2010), hay al menos tres fracturas, tres cambios al vuelo entre diferentes tradiciones y modos.

Quizá no sobre poner un mínimo ejemplo de lo que digo. El primer texto de Humo de incendios lejanos:

cómo llamar este poema lo llamaré fluir de
[aposentos
lo llamaré estrépito de frondas poema
[de amor con rostro
oscuro hermoso título alguien no sé quién
[me dice cuídate
de los significados no busques verdad
[detrás de la belleza
aprende a respirar con la mirada en una
[galería de arte
una mujer de ojos tristes devora ratas
[devora picassos
duerme en cuartos de hospital escucha
[esta historia érase
una vez una princesa bah la muerte no
[tardará en aparecer
la muerte sus ojos azules sobre mi plato vacío

El primero de Catorce formas de melancolía:

Oír cantar de noche un pájaro. Un pájaro
en las ramas de un árbol cualquiera:
                                                        alerce,
pino, álamo temblón. Ser por esa noche
el pájaro. Sólo por esa noche

la ventana cerrada. La soledad. El viento.

El primero de Mientras el lobo está:

Y bien, aquí estamos de nuevo. Yo, sentado
frente al ordenador, sin bañarme. Tú,
como siempre, detrás de la pantalla,
[haciéndome
gestos en la música, nadando en el café
[ya frío.
Por la ventana veo caer la nieve. No le presto
atención, hace tiempo dejó de ser metáfora.
Pronto volverá Jannine de la universidad.
Si en diez minutos no apareces
me iré a tender la cama, a darme una ducha,
a calentar el almuerzo. Tal vez entonces
te vea dormida entre las sábanas, en las
[gotas
que resbalan en la cortina del baño, dejando
mensajes en la borra del café. Ya lo sabes:
si te escondes, bien; si vienes, bien. La
[paciencia
es una virtud que se gana con los años.
[Cuando
llegue Jannine le diré que he perdido la
[mañana.
Me dirá sonriendo que no importa, y
[será suficiente
para volver a empezar. Lo malo de la poesía
—dijo Billy Collins— es que anima a escribir más poesía.

Cito el primer poema de cada libro para que el lector se imagine la transición de uno al otro: cuando ya se ha hecho a un ritmo y una morfología del poema, Chirinos se los cambia por otros. El punto desde el que viene el discurso cambia tanto como el discurso mismo. Sin mayúsculas y sin puntuación, el primer libro está en casa en la tradición de Westphalen, de Oquendo, de Huidobro, de Cummings, y no les desagradaría a los seguidores más jóvenes de Zurita o Kozer. El segundo es de la tradición «reflexiva»: está en casa con Montejo (¿quién no recuerda los poemas de pájaros de Montejo?), con Sologuren, con Paz. El tercero puede ser de un poeta español de los ochenta-noventa, buen lector de Gil de Biedma o de Ángel González. Chirinos escribe los tres libros seguidos, quién sabe si no al mismo tiempo, y esto no lo lleva a una suerte de esquizofrenia estilística, pues hay una unidad de fondo que da coherencia a los tres discursos. Sin recurrir a heteronimias ni complejas poéticas sobre la situación del sujeto lírico, Chirinos hace que su lector le acompañe por territorios totalmente diferentes mientras le habla de las mismas cosas.

La imagen de los planetas solitarios impulsados por una extraña fuerza constante es, en «versión cósmica», similar a otra que aparecía ya en la obra de Chirinos: la literatura y la vida como un cubileteo de letras en busca de un sentido. De nuevo en el Anuario:

Conservo una fotografía en la que aparezco pequeñito con un abecedario en las manos. La fotografía está debidamente coloreada y forma parte de una serie: en una sostengo un mapache de goma, en otra luzco una gorrita verde, en otra le sonrío al fotógrafo. Se trata de fotografías comunes y corrientes, pero no sé por qué la del abecedario me inquieta. Tal vez porque en ella me veo analfabeto y curioso, sin sospechar que en ese instante tenía el mundo en mis manos. Ese mismo mundo que ahora me empecino en abarcar con palabras. Inútilmente, además.

El abecedario como parte de una composición, de una toma de tantas de un fotógrafo que hace decenas de fotos como ésa diariamente; el abecedario como naturaleza muerta con niño; el abecedario como instrumento de un oído que no obedece; como realidad inasible y un tanto absurda, que se escapa entre las manos. Al final de un libro titulado precisamente así, Abecedario del agua (2000), hay un largo poema hecho de palabras sueltas, un pequeño diccionario en el que se mezcla lo personal y lo absurdo:

A de ala avión algodón. Triste A la primera de la fila. Álvarez Andrea
Alberto. Aves águila avestruz avutarda. Árboles alerce            alcornoque. Arabia alféizar albaite azúcar. Asiria Abisinia. Amor            al alba los amantes se alegran y abrazan. […]
R de Rosa Rubén raspadilla rapsodia. R con R Rancagua R con R            Rimbaud. Roncos rabinos rezan en Rusia. Reina rubia romero            remanso. Roberto Ramadán religión. […]
X de xero Xantipa xifoides. Solitaria x incógnita x pornográfica xxx.            Ximena Ximénez es xenógrafa. Xarifa y Xavier compran xabones.            En Xerez murió Xisuthros. Xalma xalón xaloque. Xeroftalmia            xilófono Xenófanes.

Aunque vistos en perspectiva los libros adquieren a veces una significación que no tenían y se corre siempre cierto riesgo de atribuirle a alguno un carácter de parteaguas que en su momento no tenía, creo que en el caso de Chirinos sí hay dos libros fundamentales: el primero, los Cuadernos de Horacio Morell, y el séptimo, El equilibrista de Bayard Street (1998). El primero es un libro fundacional desde muchos puntos de vista, y es una lástima que no se haya publicado en España cuando se publicó en Perú, en 1981. Hubiera causado una gran extrañeza leer un libro que combinaba a partes iguales, sin
ningún pudor y —lo más interesante— sin ninguna intención programática, por una parte el humor y por otra el bagaje cultural explícito que en esos tiempos se atribuía en España a dos corrientes poéticas totalmente irreconciliables. Los Cuadernos se presentan, además, como la obra de un poeta joven muerto prematuramente, con lo cual la broma hubiera resultado redonda: podrían haber sido por igual las anotaciones de un discípulo arrepentido de Gimferrer o Carnero que de uno de García Montero o Benítez Reyes. No sé si Chirinos, al otro lado del mundo, tenía idea de esto, pero, en perspectiva, ese libro hubiera sido, para los lectores con un poco de memoria, una vacuna contra muchas cosas. Y quizá lo sigue siendo, a la vista de algunos experimentos de la así llamada postpoesía que se hace ahora mismo en España. De hecho, aunque los Cuadernos son un libro innegablemente ochentero, la búsqueda que hay en ellos, y la perfecta mímesis de un joven poeta dando vueltas, jugando a la gallinita ciega (así se llama la primera parte del libro), en los vestigios de la tradición literaria son perfectamente aplicables a una parte de la poesía española e hispanoamericana actuales:

—¿Y después qué pasó?
—Nada, pero recuerdo que cuando me tocó ser la
gallinita ciega me vendaron los ojos con un trapo
negro y luego de darme como veinte vueltas
se marcharon todos a sus casas.

Jugar a la gallinita ciega. Desde ese punto de vista tal vez no sea una mera casualidad cronológica que precisamente Chirinos sea el poeta de mayor edad incluido por Gustavo Guerrero en su reciente antología (5*), si nos atenemos a la fortísima declaración de principios del antólogo: «es éste, en su conjunto, el primer grupo de poetas hispanoamericanos que se forma y se da a conocer en el período inestable de rupturas y transiciones que sigue a la caída del paradigma moderno». Tal vez en perspectiva los libros adquieran una significación que no tenían… pero tal vez ya la tenían y sólo era cuestión de tiempo (y de necesario contexto) para que se notara; tal vez el pobre Horacio Morell no lo sabía, pero lo que le ocurría es que era de los primeros de su especie en haberse quedado sin paradigma moderno, y de ahí que tuviera que recurrir a un saqueo desesperado y prolífico de cuantas tradiciones literarias encontrara a su paso. O tal vez sólo se divertía imaginando monstruos en sus cuadernos.

El otro libro fundamental para leer el conjunto de la obra de Chirinos es El equilibrista. Final de una etapa o comienzo de otra, según se quiera, se trata en todo caso de un libro iniciático. Estaba claro en el libro, y ahora lo está más en el Anuario:

Treinta y tres fue un buen augurio. Volví a casarme, dejé a mis espaldas la línea ecuatorial, las islas azules del Caribe, el trópico de Cáncer. Alguien tendió una cuerda entre mi casa y la torre de una iglesia. Las palomas revoloteaban a mi lado y un frío inédito me hería dulcemente las narices. Abajo mi familia hacía adiós, mis vecinos hacían adiós, hasta mi propia lengua hacía adiós. Yo evitaba mirarlos, me aferraba al balancín, procuraba no perder el equilibrio.

¿La idea de equilibrio en un libro que separa dos etapas de una obra es casual o no? Es provisional, en el peor de los casos, pero de momento vale como una buena hipótesis de lectura (a mí al menos me vale) y permite acercarse a la obra mientras se aplique con… equilibrio. Nos remite a un equilibrio personal, lo cual nos lo dice claramente el propio poeta en este párrafo y, como ya se leía, por otra parte, en algunos poemas del libro, y sobre todo en el primero, que le da título. Nos remite también a la idea de equilibrio entre diferentes fidelidades literarias (el oído y el ojo). Entre diferentes territorios y formas de vida (Perú y Estados Unidos, que aparecen constantemente enfrentados en algunos libros y reconciliados en Escrito en Missoula). Entre el pasado y el presente, el movimiento y la permanencia, que es suma de lo que trata, ahora, el Anuario mínimo.

Como texto autobiográfico, el Anuario mínimo significa un ajuste de cuentas personal que el autor hace público: una celebración y un examen, como ocurre en cualquier cumpleaños. Chirinos nos ha dado con este libro, sin embargo, algo más que un montón de información personal útil para entender su obra, información que, por otra parte, ya estaba de manera casi literal en sus libros de poesía: nos ha dado un atisbo de las fuerzas de movimiento que hacen que sus libros orbiten de manera ordenada aunque sean muy diferentes entre sí, una ley de gravedad válida para leerlo a él, pero también para leer buena parte de la poesía en español de nuestro tiempo, un universo de planetas solitarios cuyo único rasgo en común parece ser esa cierta ley de gravedad.

 

(1*) Me refiero fundamentalmente a su poesía: Cuadernos de Horacio Morell (Lima, 1981 y 2006); Crónicas de un ocioso (Lima, 1983); Archivo de huellas digitales (Lima, 1985); Rituales del conocimiento y del sueño (Madrid, 1987); El libro de los encuentros (Lima, 1988); Recuerda, cuerpo… (Madrid, 1991); El equilibrista de Bayard Street (Lima, 1998); Abecedario del agua (Valencia, 2000); Breve historia de la música (Madrid, 2001); Escrito en Missoula (Valencia, 2003); No tengo ruiseñores en el dedo (Valencia, 2006 y Lima, 2008); Humo de incendios lejanos (México, 2009 y Lima, 2010); Catorce formas de melancolía (Lima, 2009 y Palma de Mallorca, 2010); Mientras el lobo está (Madrid, 2010 y Lima, 2010). Antologías (entre otras): Naufragio de los días (Sevilla, 1999); Derrota del otoño (Guadalajara, 2003); Coloquio de los animales (Sevilla, 2008); Reasons for Writing Poetry (ed., trad. y prólogo de G. J. Racz, Londres, 2011).

(2*) Prólogo a Diez de ultramar. Presentación de la joven poesía latinoamericana, Visor, Madrid, 1992.

(3*) Anuario mínimo (1960-2010), Luces de Gálibo, Barcelona, 2012.

(4*) «Poesía a la intemperie», entrevista en Fractal núm. 14, julio-septiembre de 1999, pp. 103-121.

(5*) Gustavo Guerrero, Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea, Pre-Textos, Valencia, 2010.

 

 

Comparte este texto: