para mi amigo Ignacio Pereda
La Ciudad de México lucía fantasmal la noche de la última función de la ópera Muerte en Venecia en el Palacio de Bellas Artes. La lluvia no cesó todo ese fin de semana de febrero, otorgando un marco sombrío. La ciudad parecía una ciudad muerta. La sala principal estuvo completamente concurrida ante un montaje creado por Jorge Ballina, estrenado en julio de 2009 y repuesto para abrir la temporada 2012 de la Compañía Nacional de Ópera. En el escenario, una réplica de la ciudad de los canales: góndolas, barcos y hoteles. El protagonista es un escritor, Gustav von Aschenbach, que busca la inspiración en un lugar desolado, concurrido, pero también enfermizo y decadente. El apuesto adolescente polaco Tadzio, con su juventud y belleza física, viene a iluminar ese pequeño universo. La música de Britten posee un genuino instinto dramático indispensable para el género operístico. Una música lejana al estándar del bel canto que provoca que una pequeña parte del público convencional abandone la sala en varias representaciones. La que yo presencié no fue la excepción, pues para el segundo acto noté varios lugares vacíos. Y eso que en lo musical y escénico dominó la calidad. La dirección orquestal estuvo a cargo de Christopher Franklin, con resultados positivos. Britten no es Puccini ni Donizetti, pero posee su propio lenguaje expresivo. Visconti aportó su visión cinematográfica en 1971, Britten creó su ópera en 1973. Los dos artistas otorgaron su propia narración del viaje del protagonista hacia La Serenísima, desplegando la manifestación de Eros, su enfrentamiento con Thanatos. El amor fatal del artista por la belleza.
Yo no creo que la novela, la película ni la ópera consigan la identificación de cualquier lector ni espectador, aunque éste sea homosexual. Alguna vez un amigo cercano me dijo que no le había gustado la película porque no sucedía nada. Por lo visto él no captó toda la simbología ni los elementos poéticos, y se quedó sólo en la superficie; no sucumbió ante la contemplación de la belleza, la lucha entre lo apolíneo y lo dionisiaco, la redención del arte. Hay muchas lecturas ante esta gran obra maestra, con su innegable tendencia homoerótica, según algunos, con su transgresión del orden y la moral, según otros.
Muerte en Venecia es un poético sinónimo de soledad. Aschenbach y Tadzio jamás se hablan, a veces se miran, coinciden en la playa, en el comedor, en el elevador y los pasillos del hotel. Pero ese silencio entre ellos aporta una pasión expresada sólo con la mirada y el movimiento corporal. Nada es tan simple como parece. Uno de los momentos climáticos lo brinda la sonrisa de Tadzio: una sonrisa que conmueve al intelectual que, en su largo soliloquio, dice: «No debes sonreír así, no se debe sonreír así a nadie». Un obsequio fatal, dice Mann en su relato. En la novela, Aschenbach se esconde, temeroso de la sonrisa de Tadzio. En la ópera, a solas, le dice «Te amo».
La imagen de Tadzio debe ser siempre la evocación de la belleza. De otra manera no podría creerse que la existencia de Aschenbach se derrumbe ante un muchacho común. Para las representaciones mexicanas se contó con el gran bailarín y actor Ignacio Pereda. A diferencia del frágil Tadzio de Björn Andrésen en la película de Visconti, Ignacio es belleza y energía. Así, todo el trazo escénico permite admirar la capacidad deportiva y dancística del joven polaco, que muestra su fugaz desnudez sin ningún ápice de inmoralidad. El Tadzio de Alessandro Riga para las funciones en La Fenice de Venecia es la imagen de la perfecta belleza masculina, inalcanzable, elevado, eterno, mientras que Uli Kirsch, para el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, deja que su Tadzio baile desnudo en los sueños y fantasías de Aschenbach, siempre con un dejo de inocencia irreverente. Es un muchacho juguetón, que se aleja constantemente del bullicio de su familia y amigos de la playa, que no se reconoce como un ángel de la muerte.
El tenor para el rol de Gustav en las funciones de nuestro país, Ted Schmitz, fue una elección correcta, al cantar mucho mejor en recientes fechas. Su participación es larga, más de dos horas de canto casi sin interrupción, reflejando distintos estados de ánimo y sensaciones profundas. Quien espera escuchar arias como Una furtiva lágrima o La donna è mobile deberá buscar en otro lugar: el lirismo de Britten es diferente, humano, muy humano. A pesar de ello, sus óperas rara vez se representan. A la hora de decidir la programación operística es común encontrarse con que los directores artísticos optan generalmente por los títulos trillados y convencionales. Afortunadamente, la Compañía Nacional de Ópera se orientó por esta obra maestra
de Britten, entre otros títulos de admirable inventiva que se alejan del repertorio habitual. Nunca está de más acercarse a títulos nuevos, originales o desconocidos, aunque exijan preparación, documentarse o investigar al respecto. Britten es un compositor conservador, pero poseedor de intuición vanguardista, que brinda a muchas de sus obras notoria complejidad. Pocos saldrán del teatro tarareando alguna melodía extraída de Muerte en Venecia, pero la experiencia global será siempre fascinante.
En la vida misma, muchos sucumbimos ante la belleza y nos preguntamos por qué no puede ser nuestra. La belleza inspira y conmueve. Pero no deja de ser un enigma entrañable. Así, la belleza física se convierte en una idea espiritual. La juventud y la belleza se combinan y crean una fuerza absoluta difícil de vencer. El mundo del arte está lleno de belleza. Uno asiste al teatro y descubre que Britten logró su cometido: expresar su propia visión de la belleza a través de la música, partiendo de la literatura de Mann, al dedicar su inmenso talento a su pareja sentimental (el tenor Peter Pears) y conmover a un público susceptible al arte verdadero. En el mundo real la lluvia continúa incesante antes y después de la representación. Yo voy a tomarme una foto con Ignacio, que ya abandonó su blanco traje de baño e irá a cenar con el resto del elenco. Para mí sigue siendo Tadzio. Al no haber encontrado flores alrededor de Bellas Artes, le regalo una caja de chocolates y lo abrazo con gran admiración.
Aschenbach muere en la playa mientras contempla la hermosa silueta de Tadzio en el horizonte. Pero su ideal de la belleza no muere con él. Tadzio vive aún y su cuerpo resplandece bajo el sol de la tarde. No hay lluvia ni oscuridad. La luz de Tadzio sigue encendida.