El 2 de julio de 2008, la noticia de la liberación de Ingrid Betancourt le dio la vuelta al mundo. Tras un exitoso operativo del ejército colombiano, se liberó a la ex candidata presidencial de Colombia junto con otros 14 secuestrados, entre los que se encontraban tres ciudadanos estadounidenses. Terminaba así una odisea que había comenzado seis años y cuatro meses antes, en febrero de 2002, cuando, desoyendo consejos del entonces presidente Álvaro Uribe, la franco- colombiana (Ingrid se naturalizó a través de su matrimonio con su primer esposo, el francés Fabrice Delloye) voló a Florencia, una localidad entre la cordillera andina y la selva amazónica. La acompañaba Clara Rojas, su compañera de fórmula por el partido Oxígeno Verde. Camino al pueblo de San Vicente del Caguán, donde ambas mujeres debían participar en un mitin de campaña, fueron secuestradas por los hombres del «Mocho» César, un jefe guerrillero de las farc. La escena está contada en detalle en No hay silencio que no termine, el libro de memorias que Ingrid Betancourt publicó simultáneamente en varias lenguas.
Es raro que alguien con la educación y la sensibilidad de Ingrid deje un recuento de su vida en la selva. No recuerdo nada comparable en cuanto a riqueza de detalles, exactitud de las observaciones, elocuencia de la prosa. Confieso que comencé a leer el libro con cierto escepticismo, pero pronto quedé atrapado por una narración vibrante, capaz de trasmitirle al lector la urgencia de un drama real. Para ella, mujer de la ciudad, el choque con la selva es brutal. Pasa las primeras semanas de su cautiverio confiando en que su rescate será inminente. Pero a medida que pasan los días, termina por hacerse a la realidad terrible de su forzosa convivencia con la guerrilla.
El libro es una verdadera mina para quien desee conocer el día a día de un campamento guerrillero. Están los detalles disgustantes de, por ejemplo, dónde lavarse, cumplir sus necesidades fisiológicas, la existencia de los chontos, que no son sino huecos cavados en la tierra, y a los que cada vez que quiere ir debe pedir permiso. De hecho, pedir permiso o no para un acto tan sencillo como éste señaliza cuán relajado o no es el régimen de vigilancia en el campamento de turno. Por lo demás, la vida es precaria, asombra lo miserable de la dieta guerrillera: arroz y frijoles, harina hervida. La escasez es atroz: cualquier medicina, por simple que sea, como el azúcar con que debe ayudar a su amigo diabético, se consigue luego de arduas y agotadoras batallas. Sus relaciones con Clara Rojas terminan por agriarse, lo que ahonda mucho su sufrimiento.
No deja de asombrar, por eso, que Ingrid encuentre palabras amables para sus carceleros, que hable bien de muchos. Sin embargo, juzga con dureza la moral imperante, no logra acostumbrarse a sus mentiras. Nos dice: «No le creí. Al cabo de todos estos meses de cautiverio, había comprendido que para los miembros de las farc mentir era simplemente una táctica de guerra» (p. 245). Lo ideológico parece no interesarle; los sabe confundidos, es algo que da por sentado. Lo que sí halla imperdonable es la crueldad, una «crueldad infantil», gratuita, de los guerrilleros. Para con los hombres, pero también para con los bellos animales de la selva. La crueldad, dice, que «existe en los patios a la hora de recreo».
Hay guerrilleros retratados muy vívidamente. A mitad del libro aparece el temido «Mono Jojoy», que murió durante un raid del ejército el pasado septiembre: «debía tener unos cincuenta años bien vividos. Era un hombre de estatura mediana, corpulento, con una cabeza enorme y prácticamente sin cuello. Era rubio, con la cara roja y congestionada, siempre bajo presión, y tenía un estómago prominente que le hacía parecer un toro cuando caminaba».
Como mujer, la autora se detiene indignada en el «uso» que le dan a las «compañeras» según la ley de la guerrilla; habla de cómo son forzadas al concubinato con su jefe. «Finalmente, tuvo que aceptar acostarse con él», dice Ingrid. «En las farc, rechazar los requiebros de un superior era muy mal visto. Era preciso demostrar camaradería y espíritu revolucionario. Satisfacer los deseos sexuales de los compañeros de armas formaba parte de lo que se esperaba de las guerrilleras…» (p. 467).
Lo peor, nos dice, es el adoctrinamiento dentro de la guerrilla, esas aulas que son el centro del campamento, donde se «lava el cerebro» con una versión totalmente distorsionada de la vida política del país. Un importante jefe guerrillero le confiesa: «De todas maneras, nosotros no vamos a hacer nada con la onu. Ésos son agentes de los gringos». Y acota Ingrid: «Su comentario me sorprendió. No sabía nada de la onu» (p. 233).
Si algo falta en este libro son los antecedentes de la lucha guerrillera: ¿cómo es que llegó a convertirse en el recurso por excelencia de la revolución? ¿Por qué la guerrilla es vista como la única vía? En sus más de 700 páginas poco se dice sobre ello; tampoco se menciona la doctrina guevarista del foco guerrillero, que le permitiría trazar un paralelo entre las farc y las otras muchas guerrillas marxistas que han operado en toda América Latina. Es como si la autora, por prudencia quizá o por temor de llevar el libro a un terreno demasiado político, optase por dejarlo en el plano tremendo de su sufrimiento personal, de su experiencia, de «lo que vio», su via crucis.
Al final, el lector queda esperando una reflexión más amplia sobre el contexto histórico, el trasfondo político. Un capítulo así, aun en forma de apéndice, levantaría mucho el tono de la obra. También es cierto que para el lector colombiano, en un país acostumbrado a la violencia de «los ejércitos» de que habla Evelio Rosero, tal información puede resultar superflua.
A pesar de lo dicho y sin que la autora se aparte de esta descripción, minuciosa, un poco a ras de suelo, la acusación que este testimonio representa contra las farc es más que contundente. No queda duda sobre la odiosa naturaleza de la práctica del secuestro, de la barbarie del cautiverio. Y de algo más abyecto si se quiere: el verdadero régimen carcelario instaurado en la selva. La jaula de madera en la que es puesta prisionera, la cárcel más extensa en que luego es internada junto con otro grupo de prisioneros y en la que la convivencia termina por convertirse en un infierno. Por paradójico que parezca, la guerrilla marxista construye un verdadero campo de concentración con torretas y alambradas incluidas: «instalaron una malla de acero y encima unos alambres de púas en la cerca de cuatro metros de alto. En una de las esquinas de la construcción hicieron una garita desde donde se podía vigilar todo… Se podían adivinar entre los árboles las otras tres torres, construidas de manera idéntica» (p. 286).
¿Cómo salvar la dignidad en una situación semejante? ¿Cómo negociar las humillantes «pruebas de vida»? ¿Aparecer no vencida, como en ese video terrible que circuló en octubre del 2007 y que la muestra con la cabellera larga, la vista clavada en el piso? Éste es el tema principal de este libro, su mensaje: su lucha por no hundirse, por conservar su humanidad.
De ahí que la autora destaque sus intentos de fuga. El libro abre con el relato de la primera de sus ¡cinco! fugas y el castigo cruel que le infligieron: encerrarla con una cadena al cuello. Las fugas jalonan todo el libro, y esos intentos desesperados se cuentan entre sus páginas más memorables. Cuando es libre, no importa que sea por unas horas, cambia su percepción. Por momentos me descubrí fascinado por la belleza de la selva, de la manera en que Ingrid la describe. «Íbamos tan rápido que tuve la impresión de ir cayendo. El río se había vuelto sinuoso y estrecho. Las riberas eran más altas y en ocasiones la línea de los árboles desaparecía para ceder el lugar a los inesperados acantilados, como si la orilla hubiera sido mordida. La tierra, sanguínea y desnuda, se abría como una herida en medio de las encrespadas tinieblas de la vegetación» (p. 541).
En Colombia, la figura de Ingrid Betancourt, su comportamiento tras su liberación, nutre la controversia. Se han sucedido los recuentos de otros cautivos, como Out of Captivity, del estadounidense Northrop Grumman, que ponen en tela de juicio alguna de sus aseveraciones. No me cabe duda, sin embargo, de que Ingrid actuó como una heroína, una mujer que supo salir indemne de una ordalía difícil de imaginar. Leer su libro es de mucha ayuda para ello.
No hay silencio que no termine, de Ingrid Betancourt.
Aguilar, México, 2010.