He estado piense y piense cómo hablar de esto, cómo mentar el vacío que atisbé cuando hace casi dos meses me enteré de que Daniel Sada había muerto y no tenía a nadie cerca para explicarme cómo era posible o para hacer un reproche o para que me dijeran que era mentira. Porque no había yo querido creerlo, a pesar de que unos meses atrás, en la sala de su casa, me dijo «Yo sé que no voy a durar mucho». Pensé que era una de esas cosas que se dicen para que la vida lo desmienta a uno, y lo pensé porque en las ocasiones en que alcancé a conversar con él, fuera de ésa, nunca le escuché derrotarse ni hablar de lo que podía venir. Le faltaba el aire, pero el que tenía lo utilizaba para bromear y hablar de libros, para dar consejos si uno se los pedía, para contarte que seguía escribiendo. He terminado por creerle, pero quiero decir que creo en Daniel por todas las otras cosas que nos dijo y nos sigue diciendo.
En A la vista, su última novela, uno de los protagonistas es un evadido que ha decidido dejarse crecer el bigote y la barba «para que simulen el caos del mundo», y se resiste a pasear más allá de un área de dos o tres barrios, porque Ponciano, que es el nombre del fugitivo, «ya tenía la connotación de un muerto» (p. 60). Connotación. Algo connota a un hombre cuando añade algo a lo que significaba previamente, algo indeleble, aun cuando no haya pruebas irrefutables o un registro cierto de su causa.
Cada acto y cada emoción nos define, incluso el acto más íntimo lo hace, como la lectura, que no cambia el color del pelo o el volumen corporal, pero que transforma la manera en que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos. La literatura ha de ser perturbadora, más que en lo que dice, en cómo dice. Así sucede con Daniel Sada, que no se entretiene en «reflejar» el mundo que ven los demás o que dicen ver los demás. Sada puede ser un realista, pero un fanático de «la realidad», esa convención aceptada y reproducida por otros, esa certeza colectiva sobre la forma de las cosas, el ritmo de los acontecimientos o la temperatura de los cuerpos. Sada pone atención a los detalles justamente para refutar la idea de que son sólo eso, detalles: la dilación con que describe a una pareja yaciendo en una cama, deseosa de tocarse y rebalsando morbo, o el decurso de un tren o la sabrosura de unos tacos de carne asada que devuelven a la vida a alguien que, literalmente, está cargando con un muerto.
La morosidad descriptiva hace sentir sus efectos más allá del objeto que construye; si la narración se demora es porque así es como desplaza el meollo del drama: el narrador que habla en Sada es uno que se distrae con los múltiples matices que se dejan de lado en una trama aristotélica, en sus novelas las historias proliferan pero sin opacar el mundo en el que suceden: Sada se resiste al dominio de la peripecia a favor de la belleza del tiempo transcurriendo.
Varias de sus novelas suceden en el paisaje norteño, donde no existe la «exuberancia» con que se etiquetó a América desde hace siglos; exuberancia que no es necesaria para Daniel Sada: él no habla de la borrachera pródiga de los dioses sino de la manera en que la lengua se embriaga con el desierto; el barroco no está en el mundo sino en la mirada, una, ésta, que hace florecer en octosílabos cada pedazo de tierra seca.
Los personajes que pueblan este ámbito son rupestres e insondables, como todos nosotros. Sada no enuncia la complejidad de sus personajes, deja que sus ansias y sus contradicciones cobren cuerpo en pequeños actos significativos. Matan y viajan y se fugan por los mismos motivos universales de la sangre y el placer: vengar una ofensa, huir con un tesoro oculto en los calzones, desnudar a una mujer altiva, satisfacer el demonio de la envidia. Es la suma de estos múltiples actos prosaicos lo que eleva las microhistorias de sus novelas a una gran historia narrada intermitentemente.
Sada descubre, una y otra vez, que es posible encontrar nuevos nombres para las cosas, y que esos nombres nuevos incluyen a veces las palabras más viejas. Daniel Sada es uno de esos pocos que han resuelto la tensión entre la lengua hablada y la lengua escrita, justamente porque no jerarquiza entre ellas. Su oído privilegiado le permite escuchar todo tipo de registros: escucha la conversación de la calle, la de la cantina, las diversas conversaciones que ensanchan la alcoba; pero también la conversación libresca: Sada conversa con Cervantes y con Quevedo y los convoca a sus páginas sin necesidad de pedir permiso.
Es cierto que las palabras tienen edad y tienen terruño, que tienen sentido en la época y el lugar en que surgieron. Pero las palabras, como la gente, no se agotan en su origen, no se quedan con un mismo nombre escrito en la frente, sino que se lo ganan en el trajín cotidiano. Creamos categorías como si no sucediera cada objeto y cada acción por primera y última vez en el universo, como si no estuvieran en una encrucijada irrepetible. La palabra monotonía es una de esas coartadas para no darnos cuenta de ello. Cada momento en el que parece que no pasa nada es un instante de gracia, cada pedazo de tierra yerma es una suma de todos los secretos de la tierra, cada gesto aparentemente banal es una cifra de todos los gestos apocalípticos de la especie humana.
Esa conciencia del peso de cada palabra, aun en los grandes relatos, es la marca de Daniel Sada y es su manera de rebelarse contra la imagen que teníamos del mundo. Al renovar nuestra literatura y desollar la lengua para reinaugurarla, habilita una manera distinta de observar las cosas más fundamentales: el humor, el sexo, la muerte.
Me he preguntado los últimos días qué podía decir en esta mesa, en la que hay gente que conoció a Sada mucho antes que yo y que ha estudiado su obra mucho más concienzudamente que yo. Lo que puedo decir es esto, tratar de poner en palabras el asombro y la enseñanza que, como a tantos otros, sus libros me siguen dejando. Así como hay hombres connotados por un crimen, hay lectores connotados por ciertas historias y ciertos prodigios de la lengua; ése es el crimen de la literatura, al que aspiran todos los escritores, hacer retemblar las cosas, hacer que la realidad titubee como la silueta de un animal que camina frente al sol; ése es el crimen que, como lectores, nos connota al leer al gran Daniel Sada, uno de esos hombres que apostaron todo a la literatura, y que nos regaló todo lo que ganó.
Leído en el Homenaje a Daniel Sadaen el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, el 15 de enero de 2012.